Mar Rey BuenoKatherine Howe es profesora de la Universidad de Cornell y descendiente de tres brujas acusadas en los juicios de Salem de 1692. Hace unos años decidió escribir un libro apoyándose en documentación original relacionada con la brujería y los procesos de brujería habidos en Inglaterra y sus colonias norteamericanas.
Empezó con un juicio celebrado en Inglaterra contra una mujer acusada de causar la muerte de un bebé y de su cuñada y prosiguió hasta principios del siglo XIX, con el caso de Moll Pitcher, que vivió en Lynn, al sur de Salem, y que puede ser considerada el prototipo de bruja arraigado en la cultura anglófona del Atlántico Norte: maestra de astucias que ofrecía sus habilidades ocultas a cambio de unos honorarios y que era capaz de suscitar tanto temor como respeto en su comunidad.
Lo verdaderamente fascinante, desde mi particular punto de vista, de esta recopilación de documentos radica en la anécdota que Katherine cuenta en la introducción de su estudio y que dice así:
“Una fresca mañana de primavera, hace no mucho tiempo, hice cola, con mis vecinos fisgones, para entrar en una modesta y antigua vivienda de Marblehead, construida a finales de la primera década de 1600. La inquilina de la casa en cuestión había fallecido recientemente, y su familia organizaba una venta de los muebles y enseres que no quería conservar. Era una casa pequeña, de unos sesenta y cuatro metros cuadrados, con las paredes manchadas de humo de tabaco, y abarrotada de los restos de una vida larga y a menudo difícil que transcurrió a la orilla del mar. Por falta de espacio, la mujer había ocupado también el sótano, sin terminar de construir, donde en un rincón tenía su espacio de costura y en otro el de la lavandería. Una de las paredes estaba cubierta de estanterías con inquietantes muñecas de trapo. En otra pared había una repisa con frascos de hierbas, además de fotografías de mujeres que, a primera vista, parecían pegadas al azar. Las fotografías rodeaban una imagen de la tierra recortada de una revista de ciencia. Un estudio más atento parecía indicar que eran retratos de mujeres de sucesivas generaciones de la difunta. A un lado del altar, pues esto era la pared dedicada a las fotografías, había una librería llena de libros de brujería muy usados, en su mayoría ediciones contemporáneas publicadas en la década de 1970, a raíz del estallido de la New Age. Los vecinos buscaban candelabros entre los variopintos enseres y regateaban por mesitas de estilo federal sin saber que una bruja llevaba tres décadas viviendo en la puerta de al lado. Me llevé un polvoriento reloj de consola, una mesa sencilla, que se convirtió en mi escritorio, y los preciados libros de brujería. Mi mayor alegría, sin embargo, reside en saber que mi vecina había encontrado una conexión histórica que era importante para ella y que le daba poder. Incluso después de que la brujería dejara de ser un delito castigado con la muerte, la creencia en la brujería aún pervive y continúa desempeñando su labor cultural, escondida a la vista de todos, en las anodinas comunidades de Boston.”
¿Cuántas mujeres continúan reproduciendo las actitudes y saberes de sus ancestras, escondidas en anodinas vidas que nada nos hablan de su verdadera realidad? ¿Cuántas de ellas guardarán sus minuciosos cuadernos anotados, su puñado de libros releídos una y otra vez, sus frascos de hierbas, sus círculos mágicos, sus invocaciones, sus recetas, su puñado de talismanes varios?
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