Debo emplear la primera del singular para referirme a Pepe Bianco. Los recuerdos personales se mezclan con los menos (¿o más?) personales de la lectura de sus textos, desde mis juveniles tardes en la biblioteca “Miguel Cané” de Buenos Aires, donde sus libros se confundían con los de su padre, un profesor de historia constitucional y político a rachas. Así los textos de José Bianco padre, como en alguna ocurrencia fantasmal de su hijo, se atribuían a éste y databan de años anteriores a su nacimiento. Allí pude recorrer los cuentos de su primer título, La pequeña Gyaros, que él se ocupó en borrar de su catálogo, salvo alguna pieza suelta.
Dije lo anterior porque, valga la insistencia, evoco siempre a Pepe viniendo de antes, de una Argentina desaparecida ya cuando nos tratábamos, desde fines de los sesenta. Pepe tenía la edad de mi padre y había disfrutado de los años prósperos, confiados e insensibles de la década alvearista, los años llamados locos pero que, para la Argentina, fueron los más sensatos de su historia.
De aquella Argentina asordinada, de buenas maneras y sofocadas ansiedades cosmopolitas, Pepe había aprendido una suerte de moral de la reticencia, que aún hoy se palpa en su literatura. No decirlo todo, escribir a sabiendas de que muchas palabras quedan atrapadas en la boca y otras apenas salen entre dientes. Una Argentina que, para gente como él, se reducía a un par de barrios de Buenos Aires, los de silenciosas calles con pródigos árboles, cines esquivos, librerías políglotas y restaurantes con escaparates condenados por cortinillas blancas. De allí se partía a Europa, o sea a París, o a alguna estancia en la llanura o a una casa a la orilla del Atlántico. Aquélla era una Argentina enigmática, sobre todo para un escritor que, alimentado por la ilustre enciclopedia europea, se preguntaba qué hacía escribiendo en español junto al estuario mal llamado Río de la Plata.
La respuesta de Pepe fue la de un traductor que dejó algunos trabajos memorables: Valéry, Henry James, Stendhal. De ellos surgieron hasta algunas frases hechas, como “una vuelta más de tuerca”. Fue también la respuesta de un lector que precedía al traductor y, por fin, la de un escritor reticente, que amaba la escritura pero desconfiaba de ella, temía sus sublevaciones y estaba pendiente de apagar ecos y resonancias interiores, como cuando aconsejaba vestirse fingiendo que no se había puesto ningún cuidado en la ropa: Not overdressed, please. Pepe fue, en todo, deliberadamente gris, porque el gris domina, de modo disimulado, todos los colores. Con todos se mezcla y a todos matiza hasta volver a su elocución en voz baja, dispuesta a las ambigüedades y las discretas sugestiones.
El resultado es una obra contenida y parca, que suma un libro de cuentos, ya mencionado, un par de nouvelles(Sombras suele vestir, Las ratas), una novela más extensa (La pérdida del reino) y una multitud de obra suelta y dispersa que convendría reunir exhaustivamente, ya que ha sido objeto sólo de ediciones parciales: Ficción y realidad (Monte Ávila, 1977), Homenaje a Marcel Proust seguido de otros artículos (UNAM, México, 1984), Ficción y reflexión (FCE, 1988) y un par de series en Cuadernos Hispanoamericanos (516, junio de 1993, y 565–566, julio–agosto de 1997). De estas misceláneas, según cabe observar, ninguna ha sido publicada en la Argentina, lo cual dice bastante acerca de su posición esquinada dentro de su propio país.
En parte, este sesgo de Pepe se debe a su ya señalada reticencia. El gris tiene la virtud de no distinguirse a primera vista y exige una mirada especialmente atenta. En parte, su situación se debe a su difícil encasillamiento dentro de las costumbres literarias argentinas de su época. Ni realista ni fantástica, ni preciosista ni neorromántica, por seguir las categorías al uso, la obra de Pepe cabe en una de sus frases postreras, cuando estaba internado de última enfermedad, en el otoño argentino de 1986 (y no creo casual que el hecho coincidiera con mi vuelta al país, tras diez años de emigración). Pepe se estaba muriendo y a un amigo que intentaba cuidarlo le dijo: “Dejame de joder. Soy un hombre libre”. Sí, desde luego, la cercanía de la muerte libera, tanto como esclaviza el arraigo a la vida, pero hay algo más, algo como un reclamo de no encasillamiento desde la reticencia misma.
Cuenta un tercer inciso a recordar y es que Pepe, el gris Pepe, vivió largamente entre el relumbrón de Borges y la tiranía de Victoria Ocampo. En ambos casos, se le adjudicaba el segundo plano. Como secretario de Sur durante casi treinta años, circuló entre ambos extremos. Victoria, una mujer emprendedora y rica, a menudo irregular en sus decisiones públicas, como el mismo hecho de escribir y dirigir una editorial, era una persona que padecía sentimientos de inferioridad cultural, no había ido a la universidad y se trataba con gente prócer, de Ortega a Waldo Frank, de Valéry a Virginia Woolf. Creo que por ello se explican sus arranques de furia mandona. En cuanto a Borges, siempre tan seguro de ser Borges, mucho antes de ser investido de bronce y mármol institucionales, todo está dicho.
Pepe debía cuidar cuanto decía. No podía pasarse de la raya como Victoria, ni apuntarse a la divina insolencia del preboste Borges. Su natural vocación al gris en sordina le valió como defensa y, según dije al comienzo, de ética. Es notable que algunas de las páginas más agudas y comprometidas de Sur en materia política, durante los confusos años del fascismo, se deban, aunque anónimas, a Pepe. Solían ser breves sueltos agrupados como “Agenda” o “Los penúltimos días”.
La amistad con Borges duró toda la vida de Pepe. Con Victoria hubo una pelotera más o menos política, cuando la Casa de las Américas, donde podían aún influir Virgilio Piñera y Cintio Vitier, lo invitó como jurado de su conocido premio literario. Victoria, sin consultar a Pepe, publicó en Sur una nota desvinculando a la revista del hecho. Peperenunció a ese cargo que casi se confundía con su nombre. Distanciados pero sin enemistarse, se volvieron a ver con cierta cortesía. Fue cuando ella también se sometió a las reglas de la reticencia. En tanto, Pepe se ganó la vida en otras editoriales, como traductor y dirigiendo la colección “Genio y Figura” de EUDEBA donde, muchos años más tarde, me tocó publicar el volumen dedicado, precisamente, a Victoria Ocampo. Lo recuerdo porque trabajar en él me permitió imaginar a Pepe escribiendo todo lo que se le hubiera ocurrido decir sobre Victoria y nunca se atrevió a redactar.
Es lástima que su obra virtual se haya perdido en el vacío de la inacción. Muchas veces sus amigos le pedimos que escribiera sus memorias, dejándolas inéditas durante un tiempo prudencial tras su muerte, porque Pepe era memorioso y había conocido, directamente o a través de su padre, a buena parte de la dirigencia argentina de la época, tanto política como cultural, y tenía opiniones de agudo psicólogo sobre tanta gente cuyos retratos de cerca se han perdido para siempre. Lo mismo en cuanto a la picante y discreta vida homosexual de Buenos Aires en los años que permitían visitar disimulados y pequeños prostíbulos masculinos cuyos pupilos se examinaban, en poses estatuarias y desnudos, por una mirilla en las puertas de las alcobas. Tiempos “blandos” –bastante distintos a los de mi juventud– cuando la cocaína se guardaba en frascos de caramelos, al fondo de un ropero hasta que, el año mismo de mi nacimiento, 1942, estalló el escándalo rosa del Colegio Militar, cadetes incluidos, un episodio que Pepe tenía documentado gracias a los amigos cercanos a la trinchera gay de aquellos años bélicos, pero que nunca siquiera intentó rememorar.
Desde luego, el tema no era, en aquella época, de recibo y sólo podía tratarse en memorias póstumas. Pepe amó a ciertos muchachos cuya carrera literaria fue controlando y alentando, como el crítico Enrique Pezzoni y el narrador y poeta Juan José Hernández. Tampoco existen rastros de estos episodios en sus escritos. Revisando las cartas que le dirigió Octavio Paz, con quien fue confidente amigo desde que se cartearon en los primeros años de Sur y luego se trataron en el París de la posguerra, se advierte que Pepe apenas contestaba, y parcamente, a su correspondencia personal, al contrario que Paz. Es evidente que temía a la escritura tanto como Octavio confiaba en ella, a la vez que dialogaba con su otra voz, hallando armonías o disonancias.
Creo que en las reservas de Pepe se registraba también cierta censura ambiental. Borges era un fóbico del sexo y, más en general, del cuerpo, por lo que dialogar con él era ponerse fuera del juego. En los diarios de Bioy Casares, por su parte, se coleccionan prejuicios sexuales, en especial la homofobia. Un tema para psicoanalistas. Pepe no lo era. Yo tampoco, a pesar de nuestra nacionalidad de origen. La buena sociedad porteña, no obstante su película de cosmopolitismo y tolerancia, solía alentar reacciones gazmoñas ante ciertas cosas que es mejor que no osen decir su nombre. Algunas condenas a la vida amorosa de Victoria Ocampo, por ejemplo, una mujer que osó llamar a las cosas por su nombre, si es que lo tienen, provinieron de su medio social.
Hasta la muerte de su madre, Pepe vivió con ella. Esta presencia, sin duda, influyó en sus silencios y en el borramiento de sus huellas. Recuerdo la casa que compartieron, calle Cerrito arriba, un piso bajo al que se llegaba atravesando un pabellón y un jardín interior. Había penumbra y silencio en ese refugio céntrico de Buenos Aires, con grandes puertas de madera oscura, como de cofre. Luego Pepe se redujo a otro piso, un par de habitaciones, donde alojó los restos de la biblioteca paterna, papeles y objetos de ayudamemoria.
Siempre fue, por compensación a sus “olvidos”, un gran lector de literatura autobiográfica y confesional. Casanova y Rousseau, con sus bien organizadas mitomanías, que tanto dicen sobre la verdad de sus fantasías, los diarios canónicos de Amiel y de Gide –el tímido y el atrevido–, correspondencias de escritores ingleses y franceses, hasta las memorias de personajes de la historia argentina, con Sarmiento en primer lugar (una de las verdaderas fortunas de los argentinos) y series documentales de las que proliferan en el siglo XIX del país. Me acuerdo de haberlo encontrado en cierta ocasión repasando las memorias del general José María Paz, el Manco Paz, un personaje entreverado en las guerras de la independencia y las luchas civiles del Ochocientos. Se me ocurre que Pepe seguía en esos libros criollos las huellas, también borradas, de su padre, que había tenido privanza con figuras influyentes de la política argentina como Bernardo de Irigoyen y Marcelo de Alvear. El primero no pasó de candidato pero el segundo llegó a presidente de la República. De alguna manera, la Argentina es un país que sólo tiene siglo XIX, con una crisis circular que empuja hacia los confines de la bancarrota. Volver a los memorialistas era volver a ese tiempo empantanado de nuestra historia, a esa ciénaga del devenir que tanto insiste en la narrativa argentina de Pepe y sus coetáneos Borges, Cortázar, Bioy Casares.
Al fondo de la escena siempre estuvo, en las relecturas de Pepe, el gran hurgador de las certezas y trampantojos de la memoria, Marcel Proust. Lo conocía desde su adolescencia, cuando leyó por primera vez los entonces recientes y últimos volúmenes de la Recherche, en los veranos de la serranía cordobesa. Compartía el descubrimiento con Carmen, su hermana favorita, a quien no conocí sino por fotos y de la que retengo sus ojos saltones y como siempre abiertos, ojos de dama bizantina en un mosaico. La imagino mirando fijamente a Pepe, leyendo sus silencios sin traducirlos y bajando nuevamente la mirada a las páginas de Proust.
Pepe hablaba de los personajes proustianos como si fueran familiares y conocidos. Creo que es la única actitud legítima para leer a Proust, fuera de los asaltos eruditos. Con Proust se convive a la manera de una familia, con sus amores fatales y sus entrañables rechazos. Y, como a la familia, se lo lleva de por vida. Quien no quiera o no pueda ingresar en este cogollo (o, como diría Pepe, en esa clique) más vale que se mantenga distante, a riesgo de quedar aplastado por la empresa. Y esto es así porque también Proust convivió con su obra hasta su muerte como quien comparte los días de una tribu o una orden mendicante, la de quienes mendigan una hora o un recuerdo.
Para Pepe, Proust no era sólo el escritor que se elige si hay que elegir uno, sino también el espejo oblicuo, el pretexto para hablar de sí mismo sin mencionarse. Baste, para comprobarlo, volver sobre sus estudios proustianos. Pepedescubre lo que parece más opuesto a la tarea de Proust, un hombre seducido por el tacto metafórico y placentero de las materias: la pedagogía del dolor. Proust escribe desde el sufrimiento que le produce una carencia incolmable e intenta medirse con ella a partir de una obra gigantesca, sostenido por una paradójica fe: perderse en las dispersas asociaciones de la memoria es la única manera de llegar al final y evitar el riesgo del extravío.
En otro registro, que no fuera ese insólito retrato de Proust como cristiano, como perseguidor del placer al que obliga un elemental sentimiento doloroso, Pepe hizo un certero díptico que junta a Proust con Paul Léautaud a partir de cómo trató cada uno el tema de sus relaciones con la madre.
Léautaud, escritor abandónico y gamberro, fue más sincero a la hora de confesar su amor incestuoso hacia su madre. De alguna forma, estaba estimulando a una confesión universal. Proust, en cambio, enmascaró su situación, en el fondo similar a la del otro, en una telaraña de literatura, disociando, en su novela, las figuras de la abuela y de la madre. Pepe, a su vez, se retrató como ambos y dijo de sí lo que pudo, alternando las máscaras de uno y el otro.
A Pepe lo atraía especialmente el conjunto de escritores que fundó la Nouvelle Revue Française, acaso porque eran el espejo inimitable de su correspondiente grupo argentino. Le gustaban hasta quienes se situaban lejos de su escepticismo liberal, como el católico Paul Claudel, y los menores de la familia, como Charles–Louis Philippe y Charles Du Bos. Nunca pude contagiarle, sin embargo, mi admiración por una de las grandes novelas del siglo XX, Los Thibault de Roger Martin du Gard. Pepe prefería textos más breves de este curioso amigo de Gide: Confidencia africana y Un taciturno, ambos motivados, cabe señalar, por el tema del incesto matizado de rasgos homoeróticos.
Pepe hallaba a Martin du Gard demasiado parecido al Tolstói de Guerra y paz. Yo veía en esa similitud, precisamente, una muestra del valor del escritor francés, porque las buenas influencias provienen de los escritores difíciles de imitar, como Tolstói. O como Theodor Fontane leído por el joven Thomas Mann. Los escritores fáciles de imitar dispersan visibles manierismos y propician caricaturas, como Rubén Darío, su compañero de escena Gabriele d´Annunzio o el mismo Borges, sin ir más lejos.
Quizá Pepe estaba pensando, sin decirlo, en su propio caso, su relación con Henry James. Antes de escribir sus relatos sólo había leído de James Retrato de una dama y es evidente que esta lectura le bastó como marca. El arte de James para hacer que sus personajes de expresen por lo que no dicen, señalando el lugar de lo callado, es una de las mejores virtudes de Pepe como narrador. Más allá de esta habilidad técnica, hay una visión del mundo como el laberinto de lo aparente, según la feliz fórmula acuñada en aquellos años por un amigo común, Edgardo Cozarinsky. La ambigüedad de situaciones y sujetos prueba que la apariencia nos incumbe, que somos apariencia, pero que en ella no hay senderos, salvo los que se bifurcan. Un desafío para contar historias, ya que se trata de embrollar el curso de la historia misma. Y así no sabremos si en Sombras suele vestir hay alucinación o fantasma (hay amor, eso sí, o sea alucinación y fantasma), si en Las ratas el hermano mayor ama al hermano menor, si el protagonista de La pérdida del reino sigue la huella de su amigo a través de las mujeres que amó, en busca de la mujer o del varón, de su propia virilidad o de la ajena, todos palpitantes e inexistentes.
Tampoco se expidió Pepe acerca de su experiencia cubana. No quería censurar tantos aspectos del país que lo había invitado en una Argentina de cuartelazos y cretinos dictadores como aquel general Onganía que prohibió la lucha de clases por decreto. Había comprobado lo policiaco y paranoico del régimen castrista cuando sus amigos cubanos descolgaban los cuadros del hotel donde se alojaba antes de conversar con él, para descubrir micrófonos, o cuando le indicaban que no se asomara a la ventana sin camisa porque algún policía de civil podía “parametrarlo” de maricón. Con Lezama Lima, cuyo “Genio y figura” preparaba, pasó largas horas hablando de Proust (¿de qué, si no?), junto a la atenta escucha de un informante disfrazado de funcionario del Ministerio de Educación, con quien Lezama, para no aburrirse, estudiaba de memoria a los peores poetas españoles del siglo XIX, como Grilo y Selgas.
Rememorar a José Bianco, a quien he llamado Pepe todo el tiempo por razones obvias, para recuperar su reticente intimidad, puede parecer anacrónico a la vista de la Argentina actual. Lo es, pero no sólo en el sentido pasatista, es decir por lo que tiene de evocación de un país desaparecido, sino asimismo por lo que hay de anacrónico en la infatigable esperanza de que exista una Argentina convivencial, atractiva para el extranjero, cosmopolita, que retenga a los suyos sin excluir la mirada cenital que llega lejos, pudorosa, not overdressed, solidaria, liberal. En voz muy baja, casi como un susurro: utópica. O como los versos gongorinos que Pepe usó de epígrafe: “En su teatro sobre el viento armado/ sombras suele vestir de bulto bello.”
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.