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«La ciudad que no existía» (1977), de Pierre Christin y Enki Bilal

En general, el cómic de ciencia ficción ha puesto más énfasis en la aventura espacial o space opera que en otros aspectos temáticos del género. En ello ha tenido que ver, sobre todo, no tanto el talento de los autores como el público, mayoritariamente juvenil, al que iban destinadas sus obras. La renovación del cómic francés a finales de los años sesenta dio como resultado nuevas aproximaciones temáticas acordes con los tiempos, más complejas y adultas.

Dos de los autores inmersos en aquella corriente fueron el guionista Pierre Christin y el dibujante Enki Bilal. El primero había iniciado en la editorial Pilote una serie de álbumes titulada Leyendas de Hoy, en la que daba salida a sus preocupaciones sociales en forma de historias donde mezclaba realidad y fantasía. El dibujante inicial de la serie, Jacques Tardi, abandonó la editorial tras sólo un álbum por diferencias artísticas, lo que brindó la oportunidad al relativamente novel Enki Bilal de colaborar con Christin. Sus dos primeros trabajos, El crucero de los olvidados y El navío de piedra eran fábulas de denuncia social y política en las que compartían protagonismo promotores inmobiliarios sin escrúpulos con brujos místicos, pueblos voladores y fantasmas con sindicalistas y anarquistas sonados.

El tercero de ellos, La ciudad que no existía, se apartó un poco de la línea anterior y sirvió como transición a los siguientes, Las Falanges del Orden Negro y Partida de caza, que prescindieron totalmente del fantástico para asentarse en una realidad gris y pesimista. El álbum que nos ocupa es en su mayor parte una crónica social, sólo al final deslizándose hacia una rama de la ciencia-ficción no muy cultivada en los últimos decenios: la utopía.

La ciencia-ficción ha estado en su mayor parte apoyada en la ciencia y la tecnología. Pero paralelamente desde el siglo XVII, comenzó a desarrollarse una derivación de la ficción especulativa sustentada en la filosofía y la teoría social: el utopismo o construcción de sociedades ideales. Con el tiempo, ese camino iría ampliándose y evolucionando hacia la creación de mundos alienígenas o futuristas poblados por sociedades complejas. Pero la utopía pura y su reverso oscuro y nunca lejano, la distopia, no llegaron a desaparecer del todo pese a que muchos críticos rechacen su carácter de CF.

La ciudad que no existía comienza con la muerte del anciano Hannard, cabeza de un imperio industrial del norte de Francia, alcalde, senador y señor de las vidas y haciendas de la pequeña ciudad industrial de Jadencourt, cuya economía se basa en la fábrica de fundición y los talleres de costura propiedad de aquél. Su fallecimiento llega en un momento delicado. Los vecinos y trabajadores viven en el límite de la pobreza, sobreviviendo con penalidades en un entorno gris y asfixiante, dominados y controlados por el viejo, y llevan un mes con una huelga que ha paralizado la fábrica del lugar.

Su nieta y heredera, Madeleine, se hace cargo del grupo de empresas, pero su sensibilidad es totalmente opuesta a la de su abuelo. No tarda en tomar conciencia de la injusta situación en la que viven los obreros y decide darle un giro radical. Soborna a los principales ejecutivos para que reorienten la producción de sus empresas hacia un nuevo y ambicioso proyecto: una ciudad perfecta y autónoma en la que todos los desafueros y desigualdades quedarán eliminados, donde no habrá lugar para aberraciones ya sean laborales o urbanísticas.

Y así se hace. La nueva ciudad, de innovadora y caprichosa arquitectura, se construye de la nada en mitad de ninguna parte. En su interior protegido por cúpulas cada ciudadano ha recibido aquello que deseaba y de la forma que soñaba: sus huertos, sus negocios, sus talleres… La utopía se ha conseguido. Pero no todos están satisfechos. Algunos desconfían de tales proyectos de altos vuelos y piensan que la auténtica y oculta intención de todo el plan es el control; otros se cansan: necesitan desafíos, causas por las que luchar; y cuando todo el mundo parece feliz, su impulso vital se extingue. Para colmo, la ciudad despierta las envidias de los vecinos que entran a hurtadillas a robar, por lo que se hace necesario establecer una milicia que patrulle por los alrededores. La ciudad perfecta comienza a parecerse a una gran cárcel en la que no es fácil entrar, pero de la que tampoco resulta sencillo salir.

Pierre Christin, uno de los guionistas más interesantes de la historieta francesa, es un intelectual de izquierdas preocupado por los aspectos sociales, como ha demostrado incluso en su serie más conocida, las entretenidas aventuras espaciales de Valerian. Pero también comprende que muchas de las reivindicaciones románticas de unas y otras formaciones políticas (especialmente de la izquierda, que tradicionalmente ha basado su propaganda en la factibilidad de regímenes y sociedades ideales) no funcionan, y que cuando los gobiernos han intentado llevarlas a cabo, creándolas a la fuerza de forma artificial, han resultado un desastre en todos los órdenes.

Las sociedades sublimadas, basadas en la igualdad social y económica de los comunistas o la pureza racial de los fascistas y nacionalsocialistas, tuvieron el final que todos conocemos.

Christin nos habla de ello, del fracaso –al menos parcial– de la utopía, pero lo hace de una forma inteligente y sutil, sin caer en la distopía y planteando en cambio un dilema más verosímil que las románticas ideas de los revolucionarios tradicionales. No hay violencia, derramamiento de sangre ni coerción por parte alguna. Todo lo contrario, Madeleine transforma el capitalismo inhumano de su abuelo en un sistema perfecto que anula las reivindicaciones de los huelguistas. Y no hay intereses ocultos: su único y verdadero propósito es enmendar una situación profundamente injusta y desalentadora.

Pero tal nobleza se encuentra con los obstáculos propios de la naturaleza humana que, indefectiblemente, harán tambalear cualquier proyecto utópico. Nadie queda a salvo: los codiciosos ejecutivos sólo aceptan de grado el plan cuando sus mezquinos intereses (dinero, mujeres, poder) se ven satisfechos; pero también los más desfavorecidos serán difíciles de convencer: los sindicalistas tienen miedo a perder sus pequeños privilegios, los trabajadores desconfían de todo lo que procede de los más ricos o piensan que aceptar un paraíso sin trabajar para ganárselo es un atentado contra la dignidad personal… ¿Y al final? Christin lo deja abierto. No hay una sola respuesta, sino tantas como personas. Hay vecinos de Jadencourt que ven mejorada su vida, encontrando prosperidad y seguridad; otros, en cambio, no pueden acostumbrarse a la paz social y deciden abandonar la ciudad en busca de causas por las que luchar. La división alcanza al seno de las familias: unos miembros deciden quedarse y otros abandonar. El desenlace definitivo, la pervivencia de la utopía, su hundimiento repentino o su degradación progresiva, queda a la imaginación de cada cual.

En el aspecto gráfico, Bilal realiza un excelente trabajo en la plasmación de atmósferas: Jadencourt es un pueblo de calles oscuras dominadas por edificios de ladrillos oscurecidos por el hollín, de cielos pardos y tristes; la mansión del viejo Hannard es agresivamente reaccionaria, con grandes muebles de madera que desprenden una sensación opresiva. Todo, la gente, los edificios, los objetos, el paisaje… es gris, negro y marrón, aburrido, viejo, cansado, mediocre… Por contra la nueva ciudad presume de una arquitectura reminiscente del art nouveau, con formas orgánicas, sinuosas y elegantes, colores festivos y, también, cierto aire de maravilla forzada propia de los parques temáticos.

El talento de Bilal, ya en esta época temprana de su carrera, queda demostrado por su habilidad en plasmar la vida cotidiana, encadenando página tras página de personajes hablando o yendo de aquí para allá, sin acción frenética ni escenas gráficamente ambiciosas que busquen impresionar al lector. A destacar, para los entendidos en cómic, el cariñoso homenaje a Little Nemo con que abre el álbum.

Obra representativa del cómic adulto de los setenta, La ciudad que no existía no sólo demuestra que la historieta es perfectamente capaz de abordar temas complejos que muevan a la reflexión, sino que lo puede hacer sin recurrir a la violencia, el sexo o la estridencia gráfica. Treinta y cinco años después, esta fábula social de ilusiones y desengaños, sigue siendo tan actual como cuando se publicó.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".