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El texto-ómnibus

Al trabajar en el libro de conversaciones con Juan José Sebreli (Entre Buenos Aires y Madrid, Sudamericana) surgió, inevitable, la relectura de los libros propios y el juicio de valoraciones. Sebreli prefiere, de entre toda su prolífica obra, los textos donde la libertad de género resulta más amplia y es legítimo hibridar, es decir mezclar formas y fuentes. Alguna vez llamé a estas experiencias como textos-ómnibus, espacios donde todo cabe. Así Sebreli señalaba su favor por las memorias y los cuadernos de apuntes, justamente descargados de la enjundia documental de sus títulos mayores, resultados de años y más años de archivo y fichero.

Esta suerte de “viaje textual en ómnibus” nos lleva con facilidad a los orígenes de la literatura argentina, que yo no fecharía antes del romanticismo, con la generación del 37. Se trataba de hacer varias cosas a la vez: fundar un país, fundar una literatura y fundar una lengua, todo ello, para colmo, desde el exilio. Escribir era hacerlo para la nación propia a la cual estaba vedado volver, todo con la perspectiva de tener que morir en tierra extraña.

La hibridación del ómnibus tenía un doble fundamento. Uno era el propio romanticismo, una poética del Roman, el romance, la novela. En ella caben todos los viajeros, cuanto más apretujados, mejor: el narrador, el poeta, el memorialista, el cancionista, el meditador, el doctrinario. En una obra ordenada como la de Alberdi, los géneros van acoplados unos a otros, pero distinguidos. En una obra genialmente desordenada como la de Sarmiento, la mezcla se impone. Si uno hojea el índice de Facundo se encuentra con una teoría sociológica –la diferencia entre la civilización y la barbarie, o sea entre la sociedad y la comunidad‒, una descripción imaginaria de la Argentina –un país aún inexistente‒, una biografía novelada de Facundo Quiroga basada en buena medida en fuentes orales y una historia de las guerras civiles argentinas, todo ello impregnado de una advertencia ideológica lo más clara posible: Sarmiento, el civilizador, invoca al fantasma del bárbaro Facundo para que lo ayude a entender eso que está ahí, tras la cordillera andina, y que se trata de convertir en una confederación constitucional.

Para un escritor argentino, el ómnibus es un inconveniente y una ventaja. El inconveniente es la falta de ancestros y la ventaja es, asimismo, la falta de ancestros. Empiezo por una anécdota, para aquerenciar la mezcolanza de géneros. A la vuelta de mi casa en un barrio del Sur madrileño hay un cementerio católico edificado sobre otro romano, edificado a su vez sobre otro prehistórico donde fueron a dar los huesos de los primitivos habitantes de la región, los carpetanos. Como  escritor argentino me impresionó el poder tocar aquellas piedras labradas, en parte, antes de que se inventara la escritura. En la capilla hay muros medievales de arquitectura francesa y un reborde de inspiración árabe. Desde luego, esta evidencia del pasado liga a un madrileño con el ayer de los suyos y su hondura de siglos, que a nosotros nos falta. Pero, al mismo tiempo, lo obliga a responder de ese cúmulo tradicional.

Otra incursión anecdótica. España tiene, Portugal incluido, más o menos la misma extensión que la provincia de Buenos Aires. La diferencia es que en aquélla se hablan cuatro lenguas: castellano, vascuence, galaico-portugués (gallego, para entendernos) y catalán. ¿Podemos imaginar que se hablase una lengua en Tres Arroyos y otra en Bahía Blanca, una en Trenque-Lauquen y otra en Quilmes? Enfatizando el gesto: ¿podemos ensanchar el ámbito americano del español, desde la Florida estadounidense hasta la Tierra del Fuego?

El no tener que responder de una tradición nacional de siglos o milenios otorga, desde luego, mayor libertad al escritor. Alfonso Reyes decía que América había llegado tarde al banquete cultural de Occidente y, en consecuencia, tenía y tiene cierta voracidad alimenticia. Don Alfonso contaba, al menos, con las ruinas aztecas y mayas. Los argentinos románticos, en cambio, con un paisaje chato y deshabitado al que decidieron bautizar como El Desierto. Tulio Halperín Donghi ha definido la tarea fundacional de la Argentina como la construcción de la Ciudad en el Desierto. Lo hace rondando a José Hernández, autor de nuestro poema nacional cuyo héroe es un vagabundo.

La literatura argentina, pues, goza del privilegio de la promiscuidad. Viaja en ómnibus. Borges examina a John Milton, poeta del barroco inglés, junto a las letras de milonga del uruguayo Elías Regules. Una exclamación gauchesca en el Sur bonaerense la remonta a Quevedo que la remonta a Plutarco. Ricardo Piglia se detiene con perspicacia en la escena de El juguete rabioso donde unos modestos atorrantitos de bario entran a robar en una escuela, concretamente en su biblioteca. Quizá busquen revistas de divulgación científica pero, al final, se quedan con Las montañas del oro de Leopoldo Lugones –el padre de la moderna poesía argentina– y Las flores del mal de Baudelaire, según la traducción de Eduardo Marquina, errata incluida para perfeccionar la mixtura. Piglia ve, y nosotros con él, la escena del ómnibus donde unos ladronzuelos hurtan al azar dos ejemplares del tesoro cultural de Occidente, el banquete de don Alfonso el mexicano, antes citado. Los ejemplos arltianos podrían prosperar. Sólo rescato el contacto de las divagaciones nietzscheanas del Astrólogo con las penurias del abandono en un Erdosaín que se manifiesta como letrista de tangos en prosa. Es decir que en Los siete locos el Übermensch se codea con Pascual Contursi.

El viaje en ómnibus no es mera anécdota pintoresca, paisajes percibidos al azar por la ventanilla del vehículo, tal vez el tranvía de Oliverio Girondo con sus poemas precisamente tranviarios. Es un destino histórico. Tiene faz y contrafaz, la libertad de las raíces al aire como el clavel de las pampas y un mezcla patética de hospitalidad para el inmigrante e inhospitalidad para el dirigente. La lista de las eminencias históricas fallecidas en el extranjero es para meditar sobre nuestra casa en la Ciudad del Desierto: San Martín, Rivadavia, Rosas, Sarmiento, Echeverría, Alberdi, Cortázar, Borges, Ginastera y suma que sigue. Perón lo evitó al desobedecer a su cardiólogo. Lo pienso cada vez que paso con el ómnibus frente a la Puerta de Hierro o ante los ásperos muros del cementerio barrial de Carabanchel. Todo cuanto empieza, termina. Incluso el eterno retorno, como diría el Astrólogo.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")