El bicentenario del arqueólogo alemán Heinrich Schliemann (1822-1890) nos permite volver sobre el tema de en qué medida la historia es un género literario, a veces estrictamente poético, sin desdeñar los aportes de las ciencias empíricas y las técnicas materiales que la auxilian. A cualquiera de nosotros la guerra de Troya nos remonta a los cuentos infantiles, sobre todo el del caballo inventado por el astuto Ulises y que era una suerte de gigantesco juguete relleno de guerreros aqueos y micenios.
Valga lo anterior porque Schliemann, entre 1873 y 1890, anduvo excavando en tierras entonces turcas de Hissarlik buscando los restos de la fabulosa Troya homérica. Encontró dos construcciones de diversa antigüedad, Troya I y Troya II, aunque siguió sumando descubrimientos hasta de siete ciudades. Desde luego, la famosa urbe debió de sufrir más de una guerra y más de un terremoto, de manera que Homero es una guía infiable para orientar expediciones científicas. No obstante, ni estas dificultades ni la policía del imperio turco, entonces soberano del lugar, ni las polémicas que lo irritaban hasta la posesión diabólica, lo arredraron. Más aún: tuvo sucesores norteamericanos que continuaron sus tareas hasta fines de los años de 1950. El clasicista M.I. Finley ha dado cuenta de estas cosas en su muy atendible El mundo de Odiseo. Sostiene que nada sabemos sobre la vida de Homero, siquiera si existió, y tampoco podemos dejarnos llevar por sus poemas para intentar una reconstrucción histórica.
La guerra de Troya de la literatura, el cine y la ópera es un feliz y perdurable invento artístico, no un documento histórico, salvo justamente para una historia de la literatura. El único rastro bélico encontrado por Schliemann fue una flecha con la punta de bronce.
El sabio alemán no se detuvo ante piedras, alambres y cerámicas. Encontró lo que creyó ser el tesoro del rey Príamo y regaló a su mujer el supuesto collar de Helena de Troya. En la Edad Media hay un puñado de culturas europeas, con sus peculiaridades lingüísticas –las llamadas lenguas vulgares– que se atribuyeron un origen troyano, el príncipe Eneas que proviene de la fábula homérica y es recogido por Virgilio en su Eneida. En La torre de Babel, obra musculosa y de acerada erudición, Arno Borst ha estudiado el curioso fenómeno, no distante de los actuales nacionalismos pasados por la era romántica.
Schliemann intentó excavar en busca de la Troya de Homero, algo que nunca existió, pero en su empecinada busca halló documentos de valor histórico. Mal podría servir el poema a la historia porque entre la Troya histórica y el probable autor Homero mediaban cinco siglos. De cualquier modo, la épica aporta elementos a la historia porque el pasado es abismal y hace falta fijarle una fecha de arranque ligada a acontecimientos y personajes para que el cuento se pueda estructurar. La leyenda es útil y hasta ejemplar; la crítica histórica viene después y no podría articularse sin ella, a pesar de la una y la otra. Como dice con brillo Antonio Muñoz Molina, todo lector de una novela, lo sepa o no, está releyendo la Odisea. Aún en pleno siglo XXI, a doscientos años del nacimiento de Heinrich Schliemann.
Imagen superior: la llamada Máscara de Agamenón descubierta por Schliemann en Micenas (1876) (DieBuche, CC).
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