En julio de 1957 el festival de Aix-en-Provence puso en escena la mozartiana Così fan tutte. Teresa Berganza asumía su Dorabella. Puede decirse que allí, en vivo, empezó una fulgurante e imparable carrera por el mundo de la lírica para esta curiosa mezzosoprano madrileña que, según puede saberse, no era una debutante en sentido estricto.
Poco antes se la había podido juzgar en el Ateneo de Madrid como liederista y en la RAI como la Isabella de La italiana en Argel junto a Sesto Bruscantini. Más atrás quedaban sus severos estudios musicales, ya desde la primera mitad de los años 1950: piano, órgano, chelo, repertorio de cámara, armonía y –esto es lo decisivo– canto con Lola Rodríguez de Aragón. Lo subrayo pues es sabido y hasta folclórico que lo mejor que le puede ocurrir a un cantante es contar con una acertada y bien elegida maestra, única y eficaz.
Cabe sumar, aunque sea anecdótico, su trabajo en alguna película musical y en tempranas intervenciones de zarzuela, en papeles secundarios. Pero, insisto, la Berganza canónica empieza con aquella Dorabella. Ante todo, la crítica y el público advirtieron estar ante una artista de una solidez técnica y musical totalmente madura, que actuaba con completa certeza de sus medios vocales y expresivos –incluyo en la expresividad el dominio estilístico, insoslayable en Mozart– y que podía perfilar una capacidad lírica amplia.
En efecto, Berganza fue una mezzo lírica, lo cual significa una doble cualidad: poder cantar a la altura de la mezzo, incluido un robusto registro grave, pero con un timbre sopranil y una flexibilidad propia, justamente, de una soprano, sin excluir sus viajes a la altura del registro y emitir, como si nada fuera, hasta un si natural agudo. Y si, como en los casos de arias aisladas de Fiordiligi y Semíramis, empinarse hasta el extremo de la escala.
Esta rica ambigüedad de la tesitura la apartó, por un lado, del repertorio tópico de la mezzo operística “a la italiana” del siglo XIX, generalmente al servicio de personajes maduros o de un empuje dramático vecino al desgarro y el patetismo. La voz de Berganza fue, por definición diría que racial, dieciochesca. Responde a las exigencias, aparentemente sencillas pero en realidad de sutil complejidad, de lo que en el Setecientos se llamaba una soprano seconda. Es decir, descendiendo a los casos: una soprano que no confunda su registro ni su timbración con la soprano prima o la mera soubrette. Para comprobarlo, basta con oír a Berganza en los encuentros de Cherubino, la Condesa y Susanna (Las bodas de Fígaro) y de Dorabella con Fiordiligi (Così fan tutte).
Igualmente cabe destacar cómo resuelve, desde su esmaltada vocalidad, los papeles de soprano travestida, como el mencionado Cherubino y el Sesto de La clemenza di Tito. Hay que encarnar a un varón que canta con voz de mujer, es decir que no caben caricaturas ni exageraciones de disfraz, sino diseñar a un joven en trance de cancelar su adolescencia y cuya trémula virilidad se define porque sus sentimientos, aunque indecisos y difuminados, son los propios de un muchacho. Y en esto, el arte de Berganza gana de un modo elocuentísimo y, a la vez, hecho de pequeños detalles y sutilezas. Cabe asimismo confirmarlo cuando se la juzga en un papel normalmente concedido a una soprano de medios livianos como la Zerlina de Don Giovanni, según se la puede ver en el filme de Joseph Losey, resuelto sobre los imponentes decorados naturales de las construcciones que Andrea Palladio propuso a la ciudad de Vicenza.
Si Mozart fue una de las querencias bergancianas, sin duda Rossini fue la otra. Aquí las exigencias vocales se ramifican. Estamos ante unos papeles de mezzo lírica y de agilidad: Rosina, Angelina la Cenicienta y la citada Isabella. Hacen falta unas cualidades de traca, virtuosismo y técnica de coloratura que en Mozart sólo excepcionalmente se dan. Saltos de muy amplios intervalos (sbalzi), prolongadas y enredadas velocidades en las vocalizaciones, picados, trinos, apoyaturas altas y bajas, grupetti, intervalos repetidos como para que se eviten problemas de afinación y, sobre todo, un aliento generoso que permita sostener largos arcos melódicos con toda la ornamentación del caso.
A ello hay que sumar lo que el canto rossiniano de hoy exige: que la coloratura no sea un mero adorno de quita y pon, sino un elemento expresivo más, que exprese alegría o desconcierto, exaltación o anhelosa duda, seducción o ira. Hay coloraturas amables pero las hay rabiosas, jocundas y burlonas, irónicas y enamoradas. Escénicamente, corresponde anotar los matices de psicología que diferencian a las tres criaturas de Rossini en la interpretación de Berganza.
Rosina es una chiquilla educada entre cuatro paredes, destinada a la sumisión y el mercadeo que le imponen un codicioso vejete verde y un cura rufianesco. Pero ella, por naturaleza femenina, es capaz de zafarse de tantas ataduras y, como una víbora, escapar entre rejas hasta cazar, nada menos, a un Grande de España, según suponemos que es el conde de Almaviva. Al contrario, la Cenicienta es la hija preterida que vive con resignación su carácter de sirvienta doméstica, las burlas de sus hermanas y el decadente y ridículo señorío de su padre. La confianza en su liberación no reside en ella misma sino en agentes externos: un príncipe disfrazado de escudero y un filósofo ilustrado y paternal. Renunciante pero esperanzada, Angelina también ganará la partida pero no en tanto una estratega de la libertad sino en cuanto una privilegiada de la providencia.
Muy distinta de las anteriores es la Isabella de La italiana en Argel. Por decirlo rápidamente: es una mujer que se las sabe todas y, en especial, sabe lo que quiere. Manipula a su enamorado Taddeo y apunta a liberar a su amado Lindoro, por más sultanes, visires y temibles guardias argelinas que se le interpongan en su camino. Incluso su tesitura exige más robustez central y más enjundia carnosa en el centro de la voz, que Berganza fue capaz de matizar sin cargar las tintas, oscureciendo delicadamente el color de la voz y cuidando de no alterar su homogeneidad, evitando esos peligrosos “ejercicios de tintorería” que suelen estropear los pasajes entre el registro central y ambos extremos.
Más en general, es justo recordar cómo Berganza equilibró en Rossini la seducción femenina –sea ingenua, naturalmente astuta o sobradamente experta– con los efectos cómicos que el Cisne de Pésaro distribuye con irresistible efectismo. Su Isabella no camina tímidamente como su Cenicienta ni serpentea entre muebles como su Rosina: se balancea suavemente y descuenta que ningún hombre, sea un tenor enamoradizo o un bajo temible, se le habrá de resistir. En todo caso, siempre es preferible ver sus actuaciones y no simplemente escucharlas, por dos razones, una ya apuntada: por su arte de actriz y porque el micrófono no es del todo justo con la impresión que causaba su voz en vivo.
Al respecto, haciendo justicia a mis muchos años, recuerdo su presentación en el teatro Colón de Buenos Aires, en 1967, con La Cenicienta. Los medios de Berganza, hechos de concentración al emitir y esmaltado al resonar, hacían correr su voz por la inmensa sala sin acudir a un volumen especialmente contundente, tanto es así que los allí presentes estallamos en un aplauso que sofocó los esfuerzos de Peter Maag por hacerse oír desde el foso y el coro, al rematar el rondó final de la obra.
En cuanto a Rossini, cabe apuntar que Berganza se incorporó al movimiento de revisión rossiniana que se advierte por aquellas fechas. Musicólogos y estudiosos rescatan obras olvidadas, limpian ediciones, establecen manuscritos, a la vez que cantantes y directores de orquesta se concentran en buscar el exacto dispositivo estilístico que Rossini exige, así considerado, descolgando de las interpretaciones al uso las rutinas y tradiciones impertinentes a su naturaleza. Berganza es, en este sentido, uno de los eslabones que atan a una pionera, como lo fue Conchita Supervía en los años de 1920 y 1930, al rescatar a la mezzo lírica de coloratura que el músico exigía, con las sucesoras, de las que sólo citaré a dos por razones de espacio: Cecilia Bartoli y Joyce di Donato.
Fuera de los dos compositores citados, el repertorio berganciano se extendió, con el tiempo, hacia dos títulos del mundo francés (tres, si pensamos dejándola de lado, la Dulcinea massenetiana) que exigen una mayor envergadura vocal, que la cantante adquirió gracias a un sabio ejercicio de su instrumento y a una no menos sabia dosificación en la economía de sus intervenciones. Uno es Carmen de Bizet, en la que fue precedida por algunas españolas como Aurora Buades (en italiano), la citada Supervía y Victoria de los Ángeles (en antológica grabación dirigida por Thomas Beecham).
Berganza la estrenó en Edimburgo en agosto de 1977, bajo la conducción de Claudio Abbado y rodeada por Plácido Domingo, Mirella Freni y Tom Krause. La aceptación del público obligó a reponerla al año siguiente. Para juzgarla hoy insisto en recomendar su versión en vivo y DVD, pues el trabajo de composición de Berganza como actriz exige, precisamente, conjuntar lo vocal y lo visual. El papel de Carmen implica unos cuantos equilibrios que Berganza resolvió con suprema inteligencia. Uno es la cambiante tesitura del personaje –ocurre lo mismo con el tenor que encarna a Don José– que se va agravando y dramatizando a medida que transcurre la acción. El lirismo y la agilidad le van que ni pintados. En las partes más dramáticas acude a un recitativo muy intencionado o susurrado con intimismo, de manera que no se produzcan aquellos accidentes de tintorería. Luego está la cuestión del personaje en sí mismo. Tiene que ser muy seductor y, al mismo tiempo, amenazante: “Si no me amas, te amo y si te amo, ten cuidado”. Traduzco al castizo, nunca mejor dicho: “Ajústate los machos”. En ti, navarro palurdo y buen chico con mamá aldeana y novia virgen, hay un asesino agazapado y yo te lo revelaré. Carmen no puede pasar de una cosa a la otra como si fuera Santuzza y esto Berganza lo sabe muy bien y evita cualquier grosor verista. Bizet se adelantó al verismo pero lo hizo a la francesa, no a la siciliana. Y, por fin, lo más desafiante para una cantanteactriz española: ¿hasta qué punto Carmen es una española como tal y, al mismo tiempo, un elemento de una espagnolade francesa?
Los intentos de “españolizar” al extremo esta ópera han patinado en el fracaso, desde traducir su libreto al castellano hasta poner bailarines flamencos a evolucionar sobre una música sinfónica francesa. Berganza evitó estos abusos casticistas y se mantuvo en el programa de Bizet: hacer cantar en francés a unos personajes españoles de una España imaginada por un escritor francés llamado Prosper Mérimée. Exagerando: una España gitana vista por un viajero romántico venido de Francia.
Otro desafío, aunque de términos muy diversos, plantea la Charlotte en Werther de Massenet. Berganza lo debutó en Zurich junto a José Carreras en 1979. Charlotte es un rol de tesitura indefinida, que pueden cantar mezzosopranos “normales” convirtiendo a la joven provinciana en una madura y experta señora, o unas sopranos que se las ven mal cuando deben hacer sonar sus notas al lado de una orquesta massenetiana. Además: ¿qué es Charlotte? ¿Un personaje de novela alemana que canta en francés o un personaje de ópera francesa que se vale de una novela alemana? Yo diría que Berganza mete una cuña latina en el asunto, pensando que Massenet es latino. Charlotte es sensual sin saberlo, inteligente muy al final de la tragedia, siempre encantadora y maternal porque su enamorado Werther es una especie de niño grande que teme a la madurez y prefiere suicidarse a seguir vivo en un mundo que no entiende ni le gusta. Y así se lo propuso a otros Werthers como Alfredo Kraus y Neil Shicoff.
Último pero no menor, el género de la zarzuela merece un apartado. Entre 1953 y 1973 Berganza participó en 32 versiones grabadas de zarzuelas. En estos límites de espacio no es posible hacer un cumplido examen de las mismas. Con todo, me permito señalar, por sus exigencias vocales, La bruja de Chapí (1958) y El anillo de hierro de Marqués (1961), así como la armoniosa conjunción de Berganza con Pilar Lorengar, las dos eminentes mozartianas de su tiempo, en esa deliciosa evocación del Madrid sainetero que es La chulapona de Moreno Torroba (1964), suntuosamente conducida por Frübeck de Burgos.
Berganza alternó la escena con la plataforma de conciertos y aquí me permito volver a la memoria personal. Al tiempo de su presentación en Buenos Aires, ofreció un recital acompañada por Félix Lavilla al piano. Lavilla no fue sólo su primer marido y padre de sus hijos sino también un orientador y consejero musical de primer orden. Berganza propuso unos números barrocos al principio (Monteverdi y Vivaldi) y canciones españolas en la segunda parte, entre ellas las siete de Falla, cuyo Polo suscitó tales aplausos que debió bisarse. Entre medias, unas páginas de Hugo Wolf. Debo admitir que sospechamos una caída en la brillante entrega, pero no fue así porque Wolf fue servido con tal aplicación y fina lectura, que nos convenció a todos. Desde luego, no estimulaba sandungas como Falla, pero ahí estaba, de pie.
Enumerar las grandes figuras del medio con las cuales Berganza compartió cartel, sería farragoso y tal vez superfluo. Algunas ya han aparecido en estas líneas. Ahora señalo una Medea de Cherubini en Dallas (1958) junto a dos grandes actores cantantes como María Callas y John Vickers.
En 1959 y en Londres, su Cherubino estuvo dirigido por Giulini y con Elisabeth Schwarzkopf en la Condesa. No poca cosa es que haya persuadido a maestros de malas pulgas como Karajan y Klemperer para que le concedieran ensayos previos personales y repeticiones de lectura. Igualmente funcionarial sería hacer la lista de las grabaciones bergancianas en todos los géneros. Más funcional es enviar al lector a Internet o a la bibliografía especializada. En cambio, me parece útil una persistente opinión de Berganza acerca del músico preferible para la voz: Mozart. Es, seguramente, la clave de su propio arte.
Mozart no es un compositor que exija dotes vocales extraordinarias en cuanto a volumen y extensión. Tampoco abunda en dificultades de virtuosismo, salvo cuando escribe para determinadas divas de su tiempo, en cuyo caso deja de ser estrictamente Mozart.
Berganza señaló en el salzburgués otra cosa: el ser aparentemente cristalino y sencillo y ocultar secretas complejidades y sutilezas que se exigen para que su mensaje llegue con la debida calidad “mozartiana” que corresponde. En esa cacería refinada de un Mozart oculto o segundo, Berganza encontró la verdad de su canto. La aparente naturalidad que se alcanza con mucho estudio y exploración de esas facultades que se convierten en voz cantante: una sonoridad uniforme que sea obediente a la lectura de la música. Un equilibrio entre sensibilidad y razón. Una prudencia que no se convierta en gazmoñería ni en rutina. Una expresividad que encuentre su propia medida en su misma sinceridad. Todo esto podría ser, en general, una definición de Mozart.
Leonard Bernstein –director de orquesta, pianista, compositor– solía insistir en que, ante cualquier duda, un músico ha de recurrir a Mozart para recobrar la certeza. En él hallará la salida del complejo camino hacia la añorada sencillez y la limpieza que reluce cuando se ha desbrozado todo lo accesorio y decorativo. En este punto, el canto de Teresa Berganza puede definirse como mozartiano y no sobra ni falta nada para que esta acertada palabra contenga toda su prolífica y sostenida obra de intérprete musical.
Copyright © Blas Matamoro. Publicado previamente en «Intermezzo», Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid. Aparece en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.