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Pinacoteca Canora: Leonard Warren

Si un aficionado a la ópera de lunga data escucha que se pronuncia la palabra «barítono», es fácil que inevitablemente le vengan a la mente en vez de gloriosos nombres del pasado (Titta Ruffo, Mattia Battistini, Marcel Journet, Giuseppe de Luca o alguno más) dos más cercanos en el tiempo: uno italiano, Ettore Bastianini, otro norteamericano, Leonard Warren. Este soberbio cantante es el que entra en nuestra pinacoteca asistido por los mayores honores y portando innumerables elogios.

Neoyorkino, nacido el 21 de abril de 1911, comenzó cantando en coros mientras estudiaba con Sydney Dietsch, preparación continuada en Milán con Riccardo Picozzi recibiendo consejos y orientaciones, precisamente, de Giuseppe de Luca.

Debutó en el Metropolitan de su ciudad natal el 13 de enero de 1939 como Paolo de Simon Boccanegra de Verdi. Función que, afortunadamente, se ha grabado. No lo pudo hacer en mejor compañía: Lawrence Tibbett, Elisabeth Rethberg, Giovanni Martinelli y Ezio Pinza, bajo la dirección de Ettore Panizza. Un equipo que entonces era difícilmente igualable o superable y que, desde la perspectiva actual, despierta entusiasmos. Se dice que Tibbett fue un obstáculo para que Warren cantara el papel titular de esta gran opera verdiana que sí, finalmente, la interpretaría dejando el documento correspondiente. Su primer Simon fue en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1942.

Desde su presentación metropolitana, Warren no dejaría de aparecer en el teatro de Nueva York o en sus giras norteamericanas. Como otros casos de ilustres colegas (Rosa Ponselle, Eleanor Steber, Beverly Sills…), su carrera europea fue llamativamente reducida. En la Scala milanesa únicamente cantó en una ocasión, temporada 1953-54. Fue Rigoletto, turnándose con Paolo Silveri, el barcelonés Raimundo Torres, y la encantadora Rosanna Carteri. Luego Yago de Otello al lado de Renata Tebaldi y Mario del Monaco, con quienes compartiría escenario a menudo en el Met.

Escasa presencia en el templo de la ópera milanesa quien fuera, sin duda, el más grande barítono de su generación. Eso sí se le escuchó en Suramérica, Rio de Janeiro y Buenos Aires donde ofreció Germont padre, Tonio, Rigoletto, Falstaff y, sobre todo, su ya citado primer Simon Boccanegra.

No cantó ni en Francia ni en Inglaterra, pero habría que añadir que en época de la Guerra Fría, Warren inició un pequeño deshielo al ofrecer en Moscú un recital, mediados los pasados cincuenta. Tuvo por ello algún que otro problema.

En México antes de verse obligado a irse por problemas de salud (la altitud de la ciudad le afectaba de forma inconveniente) fue un Conde de Luna imponente cara a cara con Maria Callas en 1950.

En el Metropolitan se le escuchó en 26 papeles diferentes, en cabeza Rigoletto interpretado en 56 ocasiones. Además de Amonasro, Yago, Conde de Luna, Tonio, Scarpia, Escamillo, Barnaba, Enrico, Valentin, Rangoni (de Mussorgsky), Renato, Germont, Carlo Gérard. En 1942 participó, como Ilo, en el estreno de The island God  de Menotti al lado de Astrid Varnay y Raoul Jobin. Una de las obras menos difundidas del compositor italo-americano.

Esa relación con el escenario se truncaría de improviso el 4 de marzo de 1960 cuando repentinamente murió de un ataque cardiaco. Se ofrecía La forza del destino verdiana y el hecho se produjo cantando el aria de Don Carlo di Vargas que, premonitoriamente, comienza su recitativo con las palabras Morir, tremenda cosa. Fue sustituido, la representación ha de continuar, por Mario Sereni al lado de unos impactados Renata Tebaldi, Richard Tucker, Jerome Hines y Thomas Schippers desde el foso. Pocos días antes de esta representación nefasta a Warren se la había aplaudido en un formidable Simon Boccanegra debutado en el propio teatro una década atrás. Conviene recordar que otra gloria del canto, asimismo muy asociada al teatro de ópera neoyorkino, Jussi Bjoerling, moriría pocos meses después por idénticas causas. El tenor sueco había nacido también en 1911, de 5 de febrero.

El compositor que más enriqueció todas las cuerdas vocales utilizadas en el mundo de la ópera fue, sin duda Giuseppe Verdi. En especial, ofreció privilegios desconocidos para la cuerda de barítono, componiendo una galería de personajes que transitan todas las posibilidades de esta voz considerada la más natural de todas las humanas. Hasta el punto de crear su propia categoría: la del «barítono Verdi«.

Verdi nunca se expresó directamente de cómo consideraba que una voz era «verdiana». Decía que para interpretar sus óperas había que saber cantar sin gritar, con medias voces, un bue legato (unir las notas correctamente sin «arrastrarlas»), atacar las frases sin apoyaturas, dicción clarísima del texto literario y que supiera dar variedad de colores a esas frases.  Podría añadirse algo más: es tal la riqueza expresiva y las exigencias de su escritura vocal  que un cantante que ponga en atril alguna de sus óperas necesitaría un plus más a esas exigencias aplicables a la obra de cualquier otro compositor: un instrumento importante en anchura volumen y emisión. O sea que se cante bien y además se posean medios generosos. Helo ahí, pues, con todos esos requisitos a su favor a Leonard Warren.

Warren, sin embargo, no es tan admirado ni adjetivado positivamente por la crítica europea, en especial la italiana, sin duda por la escasa presencia en los escenarios de este continente. Además no puede dejarse de lado el hecho de que para esa crítica italiana se sume un cierto matiz cicatero de corte provinciano: ¿cómo pude ser que el mejor barítono verdiano de los últimos años no sea italiano?

La documentación sonora dejada por el cantante es amplia y completa, tanto  versiones oficiales de estudio como captaciones en vivo. En 2013 la Sony publicó un cedé `previamente distribuido en LP en 1955 que reunía una serie de interpretaciones verdianas de Warren. Este CD es quien le va a dar un espacio de supremo honor en esta pinacoteca. Son registros realizadas en 1952 y 1955, en su esplendor vocal y ejecutivo.

Como Yago de Otello es generosa la exposición. Incluye abreviada la escena en que éste emborracha a Roderigo, primer paso de su diabólico plan: Innafia l’ugola.

Yago recorre toda la selección con sus otros dos instantes solistas. El Credo donde Boito define al rencoroso alférez explicando así la causa de las motivaciones, al algo ausente en el original texto de Shakespeare.

Es este monólogo Verdi emplea desarrollos melódicos amplios junto a pasajes de puro y claro recitativo. Ello perite al cantante-actor sacar a la luz sus armas expresivas. Por ello en la época Tito Gobbi y Giuseppe Taddei hiciera de este papel uno de sus grandes resultados. Warren llama la atención por su potencialidad vocal: es una voz que parece ocupar, dominar todo reproductor sonoro del aparato reproductor. Un sonido y un color monumentales que se expanden de forma torrencial. Pero su fraseo parece acoplarse justamente con esa sonoridad como si no fuera posible otra manera distinta de «decirlo»

A ello se añade una emisión de una fluidez extraordinaria, una uniformidad de registros modélica y un empuje asombroso.

El relato falso, donde cuenta a Otello el sueño en voz alta que le escucha  a Cassio, es tal el cuidado al texto, la recreación del matiz que de nuevo voz e intenciones van a la par. Glorioso.

No obstante, es comprensible aceptar que el gran `personaje que identifica para siempre al intérprete norteamericano con el músico italiano sea Rigoletto.

De Rigoletto canta el Pari siamo y su gran escena: Cortiggiani vil razza dannata. Canto y expresión se intercomunican aquí de una manera natural. La voz «corre» con una facilidad como si el intérprete simplemente se expresara, con la facilidad de hacerlo como si  sencillamente «hablara». Sin el más mínimo esfuerzo

Todas sus cualidades instrumentales y artísticas aparecen aquí en su máximo esplendor: belleza y nobleza vocales, brillantez, empuje, volumen, medias voces, legato impecable, desarrollos melódicos perfectos… Sin duda, el mejor Rigoleto de su generación y, seguramente, de todos los tiempos. Al menos de los que han quedado constancia al completo. Porque voz e intenciones van a la par.

Dejó varias grabaciones completas del jorobado verdiano entre 1945 y 1957 que dan inequívoca e inatacable prueba de ello, añadiendo el acto III con Toscanini en 1944.

Toda esa calidad ejecutiva es extensible al resto de las interpretaciones reunidas en el disco pese a que no se produzca esa especial simbiosis que Warren conseguía con Rigoletto.

O sea, Germont padre, Renato (las dos arias en actitud y aptitud bien diferentes), Conde de Luna.

Es de destacar la lectura que hace de Il balen del suo sorriso de Il Trovatore  presente en el corte 5 de la selección y proveniente de la grabación completa de 1952. Este Conde de Luna se pasa toda la ópera demostrando su carácter agresivo de nobleza nacional, tanto frente a su rival Manrico como ante la gitana Azucena, incluso por momentos también frente a Leonora. Sin embargo, Verdi le coloca un aria donde ha de refrenar ese temperamento para dar cuenta de su pasión por la citada dama aragonesa. Warren reduce aquí sus poderosos medios para un canto de un lirismo e interioridad tan oportunos como apasionantes.

Es emocionante escucharle en el fragmento de La forza del destino  tras la cual dejó de existir. Coronada con un imponente agudo, es angustioso imaginar y asimismo soportar la idea de que esa voz enmudeciera para siempre. Quedan los discos, claro.

Falstaff no fue muy habitual en el repertorio de Warren. Pero captada en vivo nos legó un testimonio completo. Su Falstaff no tenía el verbo ni la gracia «natural» de colegas coetáneos como Gobbi y Taddei, pero no es d para desdeñar ni ignorar.

Pero en el presente recital ofrece el aria de Ford en otro alarde de su categoría. En  su lugar, sin embargo, hubiese sido preferible que el responsable de esta edición discográfica incluyera algún momento de Macbeth. En 1959 protagonizó en el Met una soberbia lectura que hubiera supuesto su reencuentro con Callas. Problemas de la Divina con Rudolf Bing lo impidieron (o quizás la soprano no se encontrara a punto para la maléfica Lady). De aquellas veladas se realizó una grabación de estudio en la que, junto al barítono figuraron Leonie Rysanek, Carlo Bergonzi, Jerome Hines, bajo la férrea batuta de Erich Leinsdorf. A ella remite al lector quien estas líneas redacta.

Por razones estructurales de las respectivas ópera, el recital no incluye nada de Amonasro de Aida, ya que la presentación del barítono forma parte de un pezzo d’assieme durante la escena triunfal del acto II.

Tampoco se refleja lo que fue su  Simon Boccanegra. Si de Amonasro queda constancia en una excelente grabación de estudio para RCA del Boccanegra subsiste una en vivo de  Metropolitan de 1950. Su primero en el teatro, acompañado por Astrid Varnay y Richard Tucker con Fritz Stiedry en el foso. Esta partitura, curiosamente, no cuenta con un aria para el protagonista titular mientras que el resto, incluido Paolo con un arioso, sí tienen lucidas páginas solistas a su favor.

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Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).