Da pena ver cómo el cine del Oeste es objeto de pésimas parodias en ámbitos como la publicidad. Y es que el western es uno de los géneros más despreciados, desconocidos y abandonados por el gran público, e incluso por algunos supuestos cinéfilos de nuevo cuño.
Estados Unidos, ese país que nos gobierna, no tiene prácticamente historia. Es una nación con apenas 240 años de trayectoria: menos que la mayoría de los árboles del Retiro. Pero todo país necesita una mitología. La de los yankees es la conquista del Oeste, unos territorios salvajes ocupados por nativos de culturas ancestrales.
Los colonos, en su mayoría inmigrantes europeos, se lanzaron a la dura peripecia de arrebatar territorios a esas tribus, que a su vez se arrebataban territorios unas a otras (tampoco eran los hippies que nos intentan vender ahora).
Fue una época violenta, en la que el mayor problema no fue la guerra contra los indios, sino la instauración de la ley y el orden en una zona en la que la única legislación que imperaba era la del plomo.
Sin duda, toda esta época de la historia estadounidense no fue tan apasionante como se relataba en las novelas de la época o en las posteriores películas sobre el tema, pero ya saben que a la hora de elegir entre la historia y la leyenda, se prefiere siempre lo segundo (y si no lo saben, no pierdan el tiempo y vean ahora mismo El hombre que mató a Liberty Valance).
Como casi todos los géneros cinematográficos, el western ha sufrido cambios a lo largo de la historia, reflejando los cambios de la sociedad. Si nos fiamos de lo que nos enseñan en todas las clases de cine, el primer western se realizó en una época en la que el oeste ya estaba prácticamente civilizado. Me refiero a The Great Train Robbery, realizado en 1903 por Edwin S. Porter. Este corto de 12 minutos incluía un plano en el que un forajido disparaba directamente a la cámara, para gran susto de los espectadores.
En la época muda, el western fue uno de los géneros más populares, especialmente los seriales de justicieros al estilo del Llanero Solitario. Eran westerns festivos, con mucho fleco y héroes simpáticos que hacían las delicias de los niños. En esta época comenzó su andadura el mejor director de cine de todos los tiempos, John Ford, que ya firmó por esas fechas westerns tan interesantes como Tres Hombres Malos.
Con la llegada del sonoro, las estrellas del cine mudo cayeron en declive. El western, por lo tanto, también entró en una crisis que casi lo hace desaparecer frente a musicales y comedias con diálogo. La salvación llegó de manos de Ford en 1939, con La diligencia. Usando el pretexto del viaje peligroso a través de territorio apache, el cineasta planteaba un nuevo concepto en el western, basado en el estudio de nueve personajes prototípicos del género.
La diligencia es un canto a los perdedores y una denuncia de la falsa moral (tema recurrente durante la filmografía fordiana) que convierte a las damas luchadoras por la decencia y el decoro en algo “peor que los apaches”.
Después de esta película, nuestro género volvió a brillar, y con más fuerza que nunca. John Ford realizó sus épicas visiones sobre la Caballería en filmes como Fort Apache o La Legión Invencible, sin olvidar la romántica Pasión de los fuertes, que junto a películas de otros muchos directores y actores, volvieron a forjar una mitología, esta vez más sólida y realista.
Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el cine se volvió oscuro y violento. Las películas del Oeste reflejaron esta pérdida de la inocencia en la sociedad americana. El director más representativo de esta época fue Anthony Mann, con maravillas como Winchester 73, El hombre de Laramie o El hombre del Oeste.
En estas películas, la violencia era más cruda de lo que se tenía acostumbrado, y se usaba a actores con tradición de “buenos chicos” como James Stewart (el mejor actor de la historia) o Gary Cooper para construir personajes con psicología ambigua, lo que los convertía en más humanos. Tampoco olvidemos la densidad de Centauros del Desierto, obra maestra de Ford y calificada por Spielberg como La Mejor Película de Todos los Tiempos. Imprescindible es también Río Bravo, obra cumbre del maestro Howard Hawks.
En la época de los 60 ya sabemos que pasaron muchas cosas, y el western las sufrió en sus carnes.
La sociedad cambió, y se produjo un rechazo a todo lo “antiguo”, que en cierto modo representaba el western. Las películas de corte clásico se volvieron repetitivas y se intentó, por parte de Hollywood, reanimarlas con más dinero y convirtiéndolas en filmes de aventura o comedia. Como ejemplo, ahí quedan films como La leyenda de la ciudad sin nombre o El oro de McKenna. El género se había vuelto demasiado autoconsciente, siendo el último western “puro” Los 7 magníficos, estupendo remake de la obra magna de Kurosawa Los siete samurais, realizada con maestría por John Sturges.
A partir de aquí, nos encontramos con dos vertientes distintas del western representadas por dos directores fundamentales:
Por un lado, tenemos al demente Sam Peckinpah, que inventó los llamados westerns crepusculares. En estas películas, los protagonistas ven como el tiempo de los viejos pistoleros acaba. Ya no tienen lugar en el nuevo mundo. Películas como Duelo en la Alta Sierra, Pat Garrett y Billy El Niño o la revolucionaria Grupo Salvaje han convertido en mito a este peculiar director, que instauró la ultraviolencia gráfica en el cine de Hollywood. La sangre lo llenó todo.
Por otro lado, tenemos a Sergio Leone, que puso patas arriba el mundo del cine con una estilización total del western. Desde la percepción foránea de un género tan americano, este realizador italiano rodó en España una serie de alucinados estudios sobre la estética y los estereotipos del género. Hablamos de películas tan conocidas como Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo o Hasta que llegó su hora.
Esta última es quizá su película más reconocida por la crítica, una obra clave en la que destaca su reparto, con Henry Fonda en un insólito papel de… ¡malvado!, amén del excelente guión de Dario Argento y Bernardo Bertolucci.
Leone inauguró un sub-género europeo, el del llamado spaghetti western, que murió con las parodias de Bud Spencer y Terence Hill, pero que produjo obras tan surreales e interesantes como Django o Sabata. Hay que destacar en las películas de Leone las bandas sonoras de Ennio Morricone y el lanzamiento de un nuevo mito, Clint Eastwood.
Precisamente Eastwood ha sido uno de los poquísimos directores que siguió cultivando el western después de los 60, dirigiendo con maestría tres obras fundamentales: El fuera de la ley, El jinete pálido y Sin perdón, la mejor película de la década de los 90.
En las décadas de los 80 y los 90 se rodaron westerns como Silverado, Arma joven o Wyatt Earp, con buena intención, pero que caían demasiado en el tributo.
Se suele decir que el western está muerto. Yo prefiero pensar que, al igual que los dinosaurios evolucionaron hasta convertirse en aves, los westerns también se transformaron. Y si no lo creen, fíjense en las películas de acción. Antes de los 70 apenas existía este género y, qué son sino westerns urbanos películas como Harry el Sucio, Robocop o La Jungla de Cristal.
Sin duda, seguiremos oyendo a mucha gente decir aquello de “a mí es que las del Oeste…” Es algo típico de personas que dicen amar el cine pero que no son capaces de valorar un género que ha dado títulos insuperables.
No todo está perdido: el espíritu de estas obras maestras todavía se filtra en películas como la excelente, y de momento incomprendida, 800 balas, de Álex de la Iglesia. Hasta que la ignorancia generalizada se disipe, nos vemos en el saloon.
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