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Ingmar Bergman, de memoria

Es sabido que el relumbrón internacional de Bergman se originó en el Río de la Plata. Más concretamente, en el Uruguay y aún más concretamente por la obra pionera del crítico Homero Alsina Thevenet. Se dio a mediados del siglo pasado lo que, por reducir el momento a unos pocos datos, se puede caracterizar por el existencialismo de posguerra.

Bergman, cuyo centenario se está conmemorando, venía de Suecia, país relativamente exótico, salvo para los suecos. No había padecido las guerras mundiales y, en materia de cine, sólo se había asomado al mundo mediando Hollywood. Los ejemplos fueron tan ilustres como escasos: Greta Garbo y Viktor Sjöstrom, sin ir más lejos.

Es curioso observar que Bergman, cuya notoriedad ya estaba consolidada en los años sesenta, se entremezcle con las novedades de las neovanguardias. Curioso porque, al lado de ellas, hoy revisto parece un clásico, es decir un reminiscente. Eran tiempos de la nueva ola francesa, el cine nuevo latinoamericano a partir del Brasil, la reformulada persistencia del neorrealismo italiano y el imperturbable heredero del surrealismo, Luis Buñuel, toda una escuela por sí mismo.

A esta circunstancia se une la aureola de intimismo escandaloso de sus historias. Recuperadas hoy en día se nos aparecen pudibundas hasta la ingenuidad pero a los adolescentes de esos tiempos se nos prohibía verlas hasta cumplir los dieciocho años. Así, los más altos de aquellas tierras, no obstante ser menores de edad, nos veíamos favorecidos y pudimos ver, saltándonos las censuras, Puerto, La sed, El demonio nos gobierna, Noche de circo y suma que sigue. El incomprensible idioma sueco y los nombres de unos actores y unas actrices, difíciles de descifrar, se nos hicieron familiares.

Insisto en lo curioso del caso. A los jovencitos porteños aficionados a los cineclubs y las semanas de revisión en las salas de arte y ensayo, Bergman nos recordaba el melodrama francés de preguerra y, por ello, poco y nada tenía que ver con las excentricidades de las neovanguardias. Era –y sigue siendo– un cine de base literaria y de desarrollo teatral, sostenido por un minucioso trabajo en cuanto a dirección de actores, que quizá sea el oficio central de Bergman. A menudo, la literatura abruma y petrifica sus relatos, que se alivian y fluyen cuando los personajes dejan de hablar, como ocurre en El manantial de la doncella El séptimo sello.

Había, además, un elemento filosófico que venía de la generación anterior, impregnada de existencialismo, el cristiano de Unamuno y el ateo de Sartre, por simplificar. Bergman nos mostraba –y nos sigue mostrando en sus mejores fábulas como Fanny y Alexander– un mundo moral desvencijado por el conflicto entre la necesidad de una explicación religiosa del sentido y una ausencia completa de fe. La religión existe en él pero como clero, institución y un instrumentario de castigos destinados a configurar una ética de la crueldad. El ser humano es malo y sus pasiones, una suerte de enfermedad. El mal, además de ser maligno por antonomasia, es para colmo, también fascinante. Dios, el único capaz de poner orden en esta creación marcada por el pecado nativo de la condición humana, está ausente y si acaso existe, es como si no existiera. Así es que las relaciones humanas se tiñen superficialmente con la atracción amorosa, más bien por el erotismo sexual, enmascarando un vínculo de real crueldad. Sus criaturas sufren por el pecado y la malevolencia pero no atinan a contar con Dios de su parte, ni para una religión redentora ni para un radical culto diabólico.

Con estas reservas y estos parámetros, creo que vale la pena volver, pacientemente, a Bergman, aunque más no sea por disfrutar como niños aquerenciados a Walt Disney, con su versión de La flauta mágica de Mozart. Termina bien. Bajo la implacable dominación de Sarastro, chico encuentra a chica, el príncipe a la princesa y el cachondo Papageno a la cachonda Papagena. Que una buena noche la tiene cualquiera, aunque más no sea en una sala de cine para mayores de dieciocho años.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")