«Epifanía»: escuché esta palabra en boca de Alejandro Vergara, en su explicación del cuadro Descendimiento de la cruz, del pintor flamenco Rogier van der Weyden. Epifanía, en su primera acepción, significa manifestación, revelación, aparición.
Hace muchos años, cuando el arte no me decía nada, cuando me ponía delante de un cuadro y no lograba captar ninguno de los mensajes que, supuestamente, esa obra debía enviarme, sí fui capaz de reconocer, al menos, dos expresiones artísticas que me conmovían: la arquitectura románica y la pintura flamenca.
Más tarde, cuando empecé con las investigaciones de mi tesis doctoral, mis lecturas paralelas me llevaron a conocer la pasión coleccionista de Felipe II. Después supe que esa querencia la había heredado de su tía María quien, a su vez, había sido discípula aventajada de su propia tía Margarita. Mujeres privilegiadas que habían podido liberarse de la esclavitud matrimonial y daban rienda suelta a sus aficiones artísticas y literarias, creando suntuosas cortes en cuyas paredes colgaban los cuadros de los artistas más afamados de su tiempo.
El descendimiento de van der Weyden llegó a la sacristía del monasterio escurialense procedente de la testamentaría de María, que hizo herederos de sus colecciones a los hijos de su hermano Carlos. Pronto el palacio monasterio de Felipe se transformó en una de las mejores colecciones de pintura flamenca del siglo XVI. Cuadros que, con el tiempo, pasaron al Museo del Prado. Entre otros, Las tentaciones de San Antonio Abad y El paso de la laguna Estigia, de Patinir. Me declaro fiel devota de los azules de este flamenco.
En aquellos días de noviembre de hace dos años, empecé viendo uno de tantos vídeos de Vergara, a la sazón Jefe de Conservación de Pintura Flamenca del Prado: “Patinir y la invención del paisaje”.
Y entonces, de la misma manera que me había ocurrido año y medio antes, cuando un cuadro de Remedios Varo me llevó, de inmediato, a los universos alquímicos largamente transitados, aquel vídeo fabuloso de Vergara, que se desplaza físicamente a los escenarios reales que pudieron servir de inspiración a Patinir, me trasladó a un libro que significa mucho para mí.
De repente, aquel paso de la laguna Estigia se me representó como el primero de los emblemas del mítico Lambspring, Lamspring, Lambspringk o Lambsprinck, un manuscrito alquímico alemán del siglo XVI, compuesto por quince dibujos alegóricos identificados con las quince fases o estados alquímicos. El conocido como Libro del Cordero, llamado así por la figura que aparece en la primera de sus páginas.
El primero de aquellos emblemas dice: “Observad bien y comprended verdaderamente que dos peces nadan en nuestro mar. El mar es el cuerpo, los dos peces son el espíritu y el alma”
El Libro de Lambspring fue publicado, por primera vez, en 1599, por Nicolas Barbaud, uno de tantos oscuros alquimistas de quienes apenas se tienen datos, más allá de los ofrecidos en las obras que publican. El anónimo alemán fue editado junto a otros dos tratados dedicados a la obtención de la piedra filosofal, bajo el título de Triga Chemica: De lapide philosophico tractatus tres (Ex Officina Plantiniana, 1599). Y Barbaud se lo dedicó, ¡oh, sorpresa!, a una princesa sueca, Anna Vasa, hija menor de Juan III de Suecia y de la princesa polaca Caterina Jagellón.
Anna Vasa, otra Eva alquímica, experta en hierbas medicinales, que tenía su propio boticario y su propio laboratorio, en el que realizaba toda suerte de experimentos, además de financiar el Herbarium de Simon Syrenius, conservado en la actualidad en el Museo de Farmacia de la Universidad Jagellónica de Cracovia.
Epifanía: a poco que escarbemos, las mujeres han estado presentes en todos los acontecimientos que podamos investigar. Tan sólo queda darles el lugar que les corresponde, contar la historia completa, buscar todos los hilos que conforman el entramado.
Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.