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«En las profundidades» («The Deep Range», 1957), de Arthur C. Clarke

El océano es una frontera que, como el espacio, se ha utilizado como marco para la ciencia ficción desde que el género empezó a tomar forma en el siglo XIX. El ejemplo más célebre, por supuesto, es Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), de Julio Verne. El escritor galo se inspiró parcialmente en las innovaciones tecnológicas que presenció en el curso de su propia vida. Se dice, por ejemplo, que el maravilloso Nautilus fue imaginado a partir de un modelo de submarino francés, Le Plongeur, que Verne pudo contemplar en la Exposición Universal de 1867.

Saltemos en el tiempo ocho décadas. En los años cincuenta del siglo XX y gracias a las nuevas tecnologías, los océanos estaban convirtiéndose en un territorio más accesible de lo que lo habían sido jamás en toda la historia del hombre y empezaba a jugarse seriamente con la idea de explorarlos a fondo y explotar todos sus posibles recursos. Fue por entonces que aparecieron los primeros equipos para submarinismo recreativo y los experimentos científicos, militares y comerciales con el buceo de saturación a considerable profundidad.

Uno de los que quedaron fascinados con aquellos descubrimientos fue Arthur C. Clarke, a menudo tan asociado con novelas de ciencia ficción ambientadas en el espacio que a menudo se olvida su otra gran pasión: el mar. Como él mismo escribió: “Me convertí en un adicto a la exploración submarina y poco después compré mi primer equipo de inmersión. Como un motorista en aquellos días pioneros previos a que algún burócrata incordiante soñara con los permisos de conducir, lo pedí a Abercrombie and Fitch, me lo ajusté y me zambullí en la masa de agua más cercana”.

En 1956, trasladó permanentemente su residencia a Sri Lanka, donde viviría hasta el final de sus días, en 2008. Ayer como hoy, la antigua Ceilán es un paraíso para los submarinistas y allí practicó Clarke con fruición esta actividad. En 1957, descubrió las ruinas sumergidas de un templo, abriendo en lo sucesivo esa zona al turismo de aficionados a esa práctica deportiva reciente pero en auge. Escribió varios libros sobre la materia, entre ellos La costa de coral (The Coast of Coral, 1956), The Treasure of the Great Reef (1964) y The Reefs of Taprobane (2002). Sin embargo y antes que en la divulgación, Clarke volcó esta pasión en la ciencia ficción y en fecha tan temprana como 1954, cuando la revista Argosy, en su número de abril, publicó una historia corta titulada “En las profundidades”, que tres años más tarde se expandiría hasta convertirse en novela y en la que se exploraba un entorno más cercano a nosotros que el espacio profundo pero a su manera igualmente ignoto.

En las profundidades transcurre en el mar, pero es tan ciencia ficción como las más famosas novelas de Clarke. Ambientada en el siglo XXI, la mitad de los océanos de la Tierra han sido “cercados” mediante boyas sónicas y sensores con el fin aprovechar racional y sosteniblemente su riqueza natural. Así, existen grandes granjas de plancton que, procesado, aporta alimento para una cuarta parte de la población mundial; y las ballenas son “pastoreadas” para que se alimenten del mismo, controlando sus migraciones y protegiéndolas de amenazas como las orcas para luego aprovechar de ellas la leche, la carne y el aceite. Sólo las profundidades se resisten a ser exploradas. Tal y como reflexiona un personaje: “¿Qué habrían dicho (…) en épocas anteriores si pudiesen ver esto? En algunos sentidos parecía la mayor y más audaz de todas las empresas humanas. El mar, que había impuesto su voluntad al hombre desde el principio de los tiempos, parecía humillado al fin. Ni siquiera la conquista del espacio podía considerarse un triunfo superior a aquél. Y, sin embargo, era una victoria que jamás podía considerarse definitiva. El mar siempre estaría esperando, y reclamaría cada año sus víctimas”.

En el corazón de esta novela se encuentra la tensión entre dos fronteras: el océano y el espacio. Clarke sugiere que a la humanidad se le han abierto dos caminos hacia el futuro: salir de la Tierra para explorar las estrellas; o permanecer en ella hasta que los océanos hayan desvelado sus misterios. Para el escritor, la opción correcta está clara y así lo verbaliza a través de uno de los personajes: “Como bióloga marina sabe de los lazos que tenemos con el mar. No los tenemos, en cambio, con el espacio, en consecuencia, nunca nos sentiremos a gusto allí… al menos mientras sigamos siendo sólo hombres”.

En las profundidades sigue la carrera profesional y personal de Walter Franklin, un antiguo ingeniero espacial que, tras sufrir un profundo trauma a raíz de un accidente, es asignado por los psicólogos, en un intento de sanarlo, a la División Marítima, un cuerpo de guardianes de los mares que depende del Secretariado de la Organización Mundial de Alimentos. La base de estos profesionales altamente tecnificados y que operan en patrullas de submarinos individuales, está en Isla Heron, en la Barrera de Coral Australiana.

La novela abarca un periodo temporal de bastantes años en el curso de los cuales Franklin y su mejor amigo e instructor, Don Burley, han de acometer diversas misiones arriesgadas en las que, por supuesto, también intervienen enormes criaturas. Ahora bien, no todos los desafíos a los que se enfrenta Franklin son de carácter físico. En la primera de las tres partes en que se divide la novela, “El aprendiz”, acaba de ser asignado a la Sección de Ballenas tras un periodo de recuperación y su mente todavía no ha podido sanarse completamente de la tragedia que le provocó fobia al vacío espacial y que le ha separado para siempre de su mujer e hijo, que viven en Marte y que jamás podrá volver a ver en persona (ellos, siendo nativos de su planeta y con una biología adaptada a las condiciones de aquél, tampoco podrían viajar a la Tierra). Poco a poco y no sin recaídas, encontrará en el mar un medio no solamente idóneo para su capacitación como ingeniero y astronauta sino un lugar en el que sanar su cuerpo y su mente, un entorno que no le es del todo ajeno –ya que es, a su manera, tan hostil como el espacio exterior– y en el que se desenvuelve con soltura.

En la segunda parte, “El guardián”, Franklin se ha convertido ya en un competente y reconocido miembro de la División y ha formado una nueva familia. En ese futuro, como he dicho, el hombre ha conseguido cierto control sobre las capas superiores de los océanos, utilizándolas a su conveniencia. Pero las profundidades aún están repletas de misterios, secretos y peligros. Así, el núcleo de este segmento son los esfuerzos de Franklin por capturar un ejemplar de kraken tras haber obtenido pruebas claras de su existencia. Henchido de confianza tras coronar con éxito el desafío –se lo conserva vivo como atracción en un parque temático–, intenta a continuación desvelar el misterio de esa esquiva serpiente marina de dimensiones colosales, que vive en las zonas abisales y que siempre esquiva los sistemas de detección de los guardianes. Pero esta misión que no solo desembocará en fracaso sino que le acarreará una devastadora pérdida personal.

En la tercera parte, “El vurócrata”, encontramos a Franklin ocupando el puesto de Director de la Oficina de Ballenas, cuyas responsabilidades administrativas no le permiten ya acercarse al mar tanto como deseara. Además de decidir la viabilidad de proyectos a priori dudosos como fabricar enormes ordeñadoras automáticas de ballenas o entrenar a orcas como “pastores” de los rebaños de cetáceos, el mayor desafío que se le plantea viene dado por un influyente líder religioso budista, Thero de Anuradhapura, que, en base a sus creencias sobre la santidad de toda vida, cuestiona abierta y públicamente la necesidad de seguir sacrificando ballenas, aunque hayan sido criadas para tal fin, ya que las necesidades alimenticias del planeta pueden satisfacerse con compuestos derivados del plancton.

La popularidad del religioso convertirá lo que parece una simple cuestión académica en un debate de ámbito mundial, situando a Franklin en una posición harto incómoda no solo desde el punto de vista profesional sino también personal, ya que sus debates con el religioso le hacen contemplar por primera vez su trabajo bajo una perspectiva que choca frontalmente con los intereses de la organización a la que sirve.

Teniendo en cuenta que se trata de una novela escrita en los años cincuenta, este cuestionamiento abierto a la ética de la caza de ballenas –y en el que Clarke toma claramente partido–, la convierte en un trabajo vanguardista. Llama asimismo la atención la simpatía que el escritor parece sentir hacia el budismo, anticipándose también al acercamiento hacia la espiritualidad oriental que iniciaría cierto sector de la cultura popular occidental tan solo unos años más tarde.

Es más, Clarke, un escéptico que en sus novelas no solía presentar a las religiones bajo una luz amable (como puede verse, por ejemplo, en El fin de la infancia (1953), aquí no carga las tintas contra el budismo. Sigue interpretándolo como un obstáculo al conocimiento científico y la mente abierta, pero en esta ocasión cumple una función positiva como motor de cambio y palanca para la implantación de políticas más respetuosas con el mundo natural y, por ende, a la explotación sostenible y humana de los recursos de nuestro planeta.

Como se ha podido ver por la descripción del argumento, En las profundidades es más una crónica que una novela tradicional. Está dividida en tres secciones separadas por amplias elipsis y cada una de las cuales relata un arco para el personaje de Franklin en su periplo vital. Sin embargo, cuando al principio conocemos a éste, ya cuenta con un rico bagaje (es un astronauta de éxito y tiene una familia) del que apenas se nos cuenta nada. En el curso de la historia, el protagonista va superando obstáculos y obteniendo logros tanto profesionales como personales, pero no estamos ante una obra encaminada a construir un clímax con un claro desenlace. También en esta poco frecuente aproximación, por tanto, Clarke nos ofrece una propuesta que se aleja de lo habitual en la ciencia ficción de la época.

El personaje de Franklin es uno de los mejor construidos de toda la obra de Clarke. Se nos ofrecen abundantes oportunidades de asomarnos a sus pensamientos y emociones; se explora con acierto su dependencia del mar, tanto en lo que éste le aporta de paz espiritual como de fuente de adrenalina; y, conforme van pasando los años y aprende a conocerse mejor, experimenta una auténtica evolución.

Por desgracia y como era frecuente en las novelas de Clarke, las mujeres no desempeñan un papel tan relevante como hoy sería deseable. Franklin se enamora y casa con Indra Langenburg, una mujer inteligente y sensible que, cuando se conocen, trabaja en su doctorado en ictiología. Indra es un factor fundamental en el proceso de recuperación de Franklin y la relación entre ambos está descrita con ternura y mejor ojo y sensibilidad del que solían demostrar en sus libros sus dos ilustres colegas Asimov y Heinlein. Sin embargo, en la segunda parte, Indra pasa a ser un personaje secundario, una mujer con mentalidad de los cincuenta que sacrifica su prometedora carrera para cuidar de su familia:

“No lamentaba gran cosa el haber tenido que interrumpir temporalmente su carrera. Cuando Peter fuese lo bastante mayor, se decía, volvería a la investigación; incluso ahora leía toda la literatura y seguía al tanto de los acontecimientos científicos. Sólo unos meses atrás el Diario de Selacios había publicado su carta «Sobre la posible evolución del Tiburón Goblin (Scapanorhynchus Owstoni)» y se halló envuelta en una agradable polémica con los cinco científicos cualificados para discutir el asunto. Aunque nada resultase de aquellos sueños, era agradable tenerlos y saber que podías obtener lo mejor de ambos mundos. Eso se decía Indra Franklin, ama de casa e ictióloga, mientras volvía a la cocina a preparar la comida para su hijo, que siempre tenía hambre”.

La prosa de Clarke, precisa y sin ambición estilística alguna, aporta claridad y ritmo a la historia. Fue este uno de los rasgos que le situaron como uno de los grandes de la Edad de Oro de la Ciencia Ficción junto a los mencionados Asimov y Heinlein. Para una parte quizá mayoritaria de los aficionados al género que lo que buscaba en éste eran sobre todo ideas más que belleza formal, Clarke era –y sigue siendo– perfecto, porque no comete los excesos en los que a menudo incurrían tanto los escritores pulp que pretendían –normalmente sin éxito– ser más estetas de lo que su talento les permitía; como de los militantes de la Nueva Ola que a mediados de los sesenta sacrificaron la claridad expositiva en aras de la experimentación formal.

Como le suele suceder a la ciencia ficción, la tecnología que nos presenta Clarke ha quedado desfasada. Lo cual no debe sorprender ni molestar a nadie, ya que es prácticamente imposible predecir con certeza cómo avanzará la ciencia y su aplicación práctica. Algunos de los problemas que nuestra sociedad moderna ya ha solucionado siguen sin estarlo en el futuro que propone Clarke; y algunas ramas del conocimiento y la tecnología que siguen en pañales, como el viaje espacial y la colonización de otros planetas, son descritos como perfectamente conocidas y hasta cotidianas. En concreto, el presentar a Venus como un planeta marino bullente de exotica megafauna fue un patinazo considerable habida cuenta de que no mucho después se descubriera que en realidad ese mundo es un caldero inhabitable de gases tóxicos.

Sobre todo, y con la perspectiva que da el tiempo, la pieza que falta en ese rompecabezas del futuro y que lo hace muy hijo de su época es el calentamiento global. En las profundidades es un libro sobre la protección del mundo natural, en particular los océanos, pero cuando fue escrito ni siquiera se había descubierto ese fenómeno y, mucho menos formaba parte del debate público. Todos los personajes están muy comprometidos con la conservación ecológica, pero ésta se centra en la fauna y, aunque sea disculpable, choca no ver referencias a la fusión de los casquetes polares o las extinciones masivas.

Algo parecido ocurre con el plano social, si bien aquí Clarke sí se esfuerza más por prever los cambios que podrían tener lugar. Ya he mencionado lo rápidamente que es apartado del centro de la historia el único personaje femenino, pero al menos Indra es presentada como alguien inteligente, muy capacitada, independiente –al menos hasta que se ata al rol de mujer casada– y que es tomada en serio por sus colegas. El autor no pudo anticipar la evolución que en las décadas siguientes experimentarían las ideas sobre los roles de género, pero del texto se desprende la sensación de que, de haberlas conocido, no le habrían supuesto ningún problema. De la misma forma, el libro integra en su reparto personajes de diferentes nacionalidades y culturas, aunque la dominante parece ser la occidental.

Menos fino estuvo con el destino de las religiones. Citando un pasaje del libro al respecto: “Nunca era prudente subestimar el poder de la religión, aunque se tratase de una religión tan pacífica y tolerante como el budismo. Era una situación que hubiese parecido inimaginable solo cien años atrás, pero los catastróficos cambios políticos y sociales del último siglo se habían combinado para hacerla inevitable. Con el fracaso o el debilitamiento de sus tres grandes rivales, el budismo era ahora la única religión que seguía poseyendo un poder real sobre las mentes de los hombres. El cristianismo, que nunca se había recobrado del todo del gran golpe que le habían asestado Darwin y Freud, había sucumbido por último, inesperadamente, ante los descubrimientos arqueológicos de finales del siglo veinte. La religión hindú, con su fantástico panteón de dioses y diosas, no había podido sobrevivir en una era de racionalismo científico, y el Islam, debilitado por las mismas fuerzas, había sufrido además una gran pérdida de prestigio cuando la triunfante estrella de David eclipsó al pálido creciente del profeta. Estas creencias aún sobrevivían, y continuarían haciéndolo aún durante generaciones, pero había desaparecido todo su poder. Sólo las enseñanzas del Buda habían conservado e incluso aumentado su influencia, al llenar el vacío dejado por los otros credos. Al ser una filosofía y no una religión, y al no basarse en revelaciones vulnerables a la pirueta del arqueólogo, el budismo apenas si se había visto afectado por los cataclismos que habían destruido a los otros gigantes. Aunque purgado y purificado por formas externas, su estructura básica permanecía inalterable”.

Y en cuanto a las guerras: “Una de las desventajas de la vida en un estado mundial pacífico y bien organizado era que con la desaparición de guerras y crisis quedaba muy poco de lo que antes se llamaban «noticias». Realmente, se afirmaba que al eliminarse la soberanía nacional, había sido también abolida la Historia. Así que todo se redujo al club y a la cocina”.

Clarke era un optimista, como tantos escritores de ciencia ficción de la Edad de Oro. Hoy seguimos padeciendo guerras y, lejos de avanzar hacia un gobierno mundial, el fervor nacionalista se ha extendido en las últimas décadas. A diferencia de lo que el economista político Francis Fukuyama auguraba en su libro de 1992, la Historia no ha terminado ni está claro que la democracia liberal sea el inevitable futuro para todo el planeta. Por su parte, los medios de comunicación siempre pueden encontrar alguna crisis que magnificar hasta las dimensiones de una amenaza existencial con la que aterrorizar a las masas y vender más publicidad.

Y otro pasaje sobre el que merece la pena reflexionar: “Una de las consecuencias inesperadas de la revolución electrónica del siglo XX fue que por primera vez en la Historia fue posible tener un auténtico gobierno democrático, en el sentido de que cada ciudadano podía expresar su punto de vista en cuestiones políticas. Lo que los atenienses, con diverso éxito, habían intentado hacer con unos cuantos miles de hombres libres, podía lograrse ahora en una sociedad global de cinco mil millones. Instrumentos automáticos de recogida de datos fabricados en principio para establecer la cuantía de audiencia de los programas de televisión, habían tenido al final un significado mucho más amplio, al hacer que fuese relativamente simple y barato descubrir exactamente lo que pensaba en realidad el público sobre cualquier tema; naturalmente, tenía que haber salvaguardia, y un sistema tal habría sido desastroso antes de que existiese la educación universal… antes, en realidad, de principios del siglo veintiuno. Incluso ahora, era posible que un tema emocionalmente cargado empujase a la gente a votar algo que en realidad fuese contra los intereses de la comunidad, y ningún gobierno podía funcionar a menos que mantuviese el derecho último a decidir cuestiones de política durante su período. Aunque el mundo exigiese determinada acción por un noventa y nueve por ciento de los votos, el Estado podía ignorar la voluntad expresa del pueblo… pero habría de dar cuenta de su conducta en las siguientes elecciones”.

No hace falta decir, por desgracia, que ya estamos en el siglo XXI y seguimos sin tener gobiernos verdaderamente democráticos en la mayor parte de los países del mundo, incluso los que así se consideran. Tampoco existe todavía la educación universal y el racionalismo escéptico y la abolición de las supersticiones están más lejos de lo que a Clarke le hubiera gustado.

Por tanto, En las profundidades, como buena parte de la ciencia ficción clásica, contiene un pellizco de amarga desilusión, incluso pesimismo. Clarke presenta en estas páginas su idea de cómo deberían ser las cosas en el futuro –o de como él creía que efectivamente serían–, de lo que la Humanidad debería estar haciendo y de lo que sería capaz de conseguir. Y, desgraciadamente, resulta imposible esquivar la comparación con el estado actual del mundo. Al fin y al cabo, también ésa es una de las misiones de la ciencia ficción.

Dado que la buena ciencia ficción nos hace mirar al futuro y revisar lo que mentes lúcidas y optimistas esperaban del mismo en el pasado, es entristecedor tomar conciencia de lo lejos que estamos de esas luminosas visiones. En las profundidades nos describe una sociedad que ha dejado atrás las guerras, que ha aceptado el conservacionismo como una necesidad y que se esfuerza continuamente por conseguir un mundo mejor y alcanzar horizontes lejanos. Según Clarke, ya deberíamos haber colonizado Marte, pero seguimos discutiendo sobre si merece la pena salvar los arrecifes de coral o la conveniencia de reinstaurar la caza de ballenas.

Puede que las predicciones de Clarke no fueran muy certeras respecto a nuestra capacidad para hacer de las ballenas un dócil y abundante ganado al que se sacrifica sin remilgos, o a controlar las corrientes marinas. Pero sí acertó de lleno en dos aspectos. Por una parte, en la perdurabilidad de una idea que hoy sigue muy viva en el debate científico, político y comercial: el de la exploración y explotación de los océanos; por otra, nuestra incapacidad –por el momento– para vencer la resistencia de las profundidades abisales a revelar sus secretos.

Y hay otra cosa más en este libro que tras más de seis décadas no ha envejecido un ápice y es esa tensión entre el espacio y los océanos a la que hacía referencia algo más arriba. Hoy, los defensores de la exploración submarina siguen utilizando esa metáfora de la “frontera” y trazan paralelismos entre el mar y el espacio. El explorador, oceanógrafo y arqueólogo Robert Ballard suele recordar en sus conferencias que disponemos de mejores mapas de la superficie lunar que del fondo de los océanos. Como Clarke, James Cameron es otro apasionado de la ciencia ficción y de los mares y en una ocasión afirmó: “Por mucho que ame la exploración espacial, no tenemos que ir al espacio para encontrar grandes horizontes que descubrir. Lo podemos hacer aquí mismo, en la Tierra”. Y la jefa científica de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos y exploradora de National Geographic, Sylvia Earle, comentó: “Entendemos la importancia de alcanzar las estrellas, de contemplarnos a nosotros mismos desde la perspectiva del universo, de formular grandes preguntas tales como ¿de dónde venimos? o ¿cómo es que estamos aquí, en esta mancha azul en el espacio? o ¿hacia dónde nos dirigimos? Y hemos dedicado una enorme cantidad de tiempo y recursos a avanzar en ello; pero mientras tanto, hemos descuidado el comprender cómo esta parte del sistema solar –nuestro hogar, nuestro soporte vital– funciona realmente”.

En las profundidades no es una de las novelas más conocidas y citadas de Clarke, pero sí ofrece una lectura entretenida y, como vemos, ideas muy interesantes. ¡Y en menos de doscientas páginas! Además de ser el estudio de la redención y autodescubrimiento de un personaje y su evolución a lo largo de los años y las vicisitudes, es una reflexión sobre la relación y el equilibrio –o falta de él– entre el hombre, los océanos y los animales que en él viven; una celebración de la belleza y los misterios de la Tierra; y, también, una interesante y bien expuesta analogía entre la exploración espacial y la oceanográfica; no solo desde el punto de vista científico, sino ético, porque la manera en que tratamos a la vida, inteligente o no, con la que compartimos el planeta, bien podría ser en el futuro lo que marcará nuestra actitud hacia otras formas de vida que hallemos en el universo.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".