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«70 minutos para huir» («Miracle Mile», 1988), de Steve De Jarnatt

Steve De Jarnatt creció en los cincuenta del pasado siglo, los años en los que la Guerra Fría y el fantasma del holocausto nuclear planeaban pesadamente sobre todo el planeta y en las escuelas norteamericanas, además de los simulacros de incendio, se hacían ridículos ejercicios para protegerse de posibles ataques nucleares. El joven padecía de terribles pesadillas sobre el fin del mundo. Vivía sus días con temor a que la Unión Soviética lanzara un diluvio de bombas radioactivas sobre el país. Esa obsesión fue la que le llevó a tener la idea para un guion de película que bastantes años más tarde y a base de una perseverancia fuera de lo común, consiguió dirigir.

Harry Washello (Anthony Edwards) toca por afición música jazz con una banda pero por el día trabaja como guía en el Museo La Brea, en Los Ángeles. Allí conoce a la camarera Julie Peters (Mare Winningham) y los dos congenian inmediatamente. Harry concierta su primera cita con ella en la cafetería donde ésta trabaja, al término de su turno, a medianoche. Pero un fallo eléctrico en su apartamento desconecta el despertador y Harry llega tres horas tarde al encuentro. Por supuesto, ella ya no está y mientras espera en la puerta inseguro sobre qué hacer, empieza a sonar el teléfono de la cabina cercana. Responde y resulta ser una llamada a un número equivocado por parte de un soldado destinado en un silo de misiles y que cree estar hablando con su padre. Entre balbuceos, le dice a un desconcertado Harry que los Estados Unidos han lanzado una ofensiva nuclear contra Rusia y que el contraataque de éstos caerá sobre Los Ángeles en cincuenta minutos. Después, alguien le interrumpe, suena un disparo y otra voz le dice que olvide lo que ha oído.

Impactado pero todavía inseguro acerca de si sólo ha sido víctima de una broma, discute la cuestión con otros comensales de la cafetería, uno de los cuales resulta tener contactos entre los militares y, tras una llamada, confirma el inminente ataque. Todos empiezan a hacer rápidamente planes para huir en avión a la Antártida, desplazándose primero en helicóptero al aeropuerto. Pero Harry quiere recoger antes a Julie y emprende una desesperada y angustiosa carrera contra reloj mientras el rumor sobre lo que está por venir se extiende por la ciudad y cunde el pánico.

Probablemente fue mucha gente la que sufría pesadillas similares a la que atormentaba la mente de De Jarnatt pero fue él quien, no mucho después de graduarse en la Universidad, tuvo no solo la imperiosa necesidad de exorcizar ese demonio sino la oportunidad de hablar de su idea con Mark Rosenberg. Éste, pese a ostentar el cargo de presidente de Warner Brothers desde 1983, no era un ejecutivo maduro de la vieja escuela. Sus treinta y tantos años lo convertían en uno de los directivos de Hollywood más jóvenes en llegar tan alto. De hecho, era solo tres años mayor que De Jarnatt y quizá ello influyera en que ambos conectaran bien.

Pero pese a su interés, el guion no convencía a nadie. Demasiado deprimente, opinaba todo el mundo. Y cuando se decidió llamar a un equipo de guionistas profesionales para que lo reescribieran, De Jarnatt se encontró con que le arrebataban su criatura y le daban una forma con la que estaba en desacuerdo. Además, él no tenía experiencia alguna como director y sus pretensiones para encabezar la producción acabaron en saco roto. Era demasiado tarde. El guion ya era propiedad de Warner.

Decidido a recuperarlo antes de que se agotara el plazo para optar al mismo, De Jarnatt escribió rápidamente otro para la pareja de cómicos compuesta por Rick Moranis y Dave Thomas: Extraño brebaje (Strange Brew: The Adventures of Bob & Doug McKenzie, 1983). Los 25.000 dólares que percibió por este trabajo fueron directamente a Warner Brothers para recomprar el libreto del único film que realmente le importaba. Lo reescribió una y otra vez y el resultado debió convencer a Warner, que le ofreció volvérselo a comprar por nada menos que 400.000 dólares con la idea de incluirlo en la antología En los límites de la realidad (1983). De Jarnatt dijo que ni hablar.

Y así, 70 minutos para huir acabó ingresando en esa poco deseada lista de “Los 10 mejores guiones de hollywood sin producir” junto a otros futuros clásicos como Desafío total (1990) o La escalera de Jacob (1990). De Jarnatt declinó dirigir Loca Academia de Policía (1984) y La gran aventura de Pee Wee (1985) para centrarse en su propia película. Era 70 minutos o nada.

El frustrado De Jarnatt paseo el guion por diferentes estudios, pero aquella extraña mezcla de comedia romántica, thriller y ciencia ficción apocalíptica desconcertaba a los ejecutivos, por no hablar del deprimente final. Por fin, Orion Pictures mostró interés e incluso se contactó con Nicolas Cage para encarnar al protagonista. Eso sí, el entonces presidente del estudio (y uno de sus fundadores), Mike Medavoy, le dijo a De Jarnatt que antes de dejarle dirigir la película, tenía que bregarse en el puesto y le enviaron el guion de Michael Almereyda para Cherry 2000 (1988), una historia de ciencia ficción postapocaliptica ambientada en 2017. El anterior director se había retirado y necesitaban a alguien para sustituirle.

Su testarudez, puede que incluso obsesión, volvió a interponerse. De ninguna manera iba a apartar 70 minutos durante más tiempo. Fue necesario una llamada del abogado de Nicolas Cage para comunicarle que en lugar de 70 minutos, el actor iba a participar en la película Peggy Sue se casó (1986), dirigida por su tío, Francis Ford Coppola. Y aún peor, durante dos años, no estaría disponible para el film de De Jarnatt. Éste se rindió y aceptó dirigir Cherry 2000, protagonizada por Melanie Griffith y David Andrews. El resultado fue tan estrafalario que nadie sabía muy bien qué hacer con ella. Se rodó en 1985, no se estrenó hasta tres años después y sobre un presupuesto de diez millones de dólares, solo recaudó 14.000 en taquilla.

Después de semejante batacazo, obviamente, Orion no estaba demasiado dispuesta a cederle el timón de su propia película, así que De Jarnatt hubo de buscar otro patrocinador. Y lo encontró en el productor británico John Daly a través de su compañía Hemdale Film Corporation. Aunque tenía reputación de hacer verdaderas escabechinas en la sala de montaje y estafar a los directores, Daly había conseguido trabajar con gente como James Cameron (Terminator), Oliver Stone (Platoon), Dan O’Bannon (El regreso de los muertos vivientes) o Bernardo Bertolucci (El último emperador) y lanzar las carreras de actores como Denzel Washington, Julia Roberts o Keanu Reeves. Daly le concedió a De Jarnatt un magro presupuesto de 3,7 millones de dólares que le obligó a poner dinero de su propio bolsillo para filmar escenas adicionales. Las seis semanas de rodaje nocturno en Los Ángeles durante la primavera de 1987 resultaron ser una experiencia surrealista para todos los implicados.

Y eso es lo que transmite la película porque 70 Minutos para Huir tiene una dosis de excentricidad que lleva a pensar en una fusión entre el Jo, qué noche (1985), de Martin Scorsese, y El día después (1983), de Nicholas Meyer.

De Jarnatt se apoya en la situación de base que mueve la trama para escarbar en el barniz de la civilización y mostrar cómo se comportaría la gente ordinaria ante la certeza del fin del mundo. Hay algunas escenas muy conseguidas, como el dilema moral que Harry ha de afrontar cuando Wilson le suplica que lo mate porque ya no tiene nada por lo que vivir y los misiles están a solo unos minutos en el futuro; o cuando el protagonista sale de los grandes almacenes para entregarse a la policía y la cámara hace un barrido elevándose para mostrar cómo el pánico se está adueñando de la población, entregada al saqueo y la violencia; o el momento en el que se sube al capó de un coche para divisar un interminable atasco y darse cuenta de que todo eso está sucediendo por una llamada telefónica que aún no sabe si era verdadera o no.

Toda la película parece un tratado sobre la teoría del caos y el efectos mariposa: cómo un pequeño acontecimiento como una llamada equivocada va ramificándose y convirtiéndose en un desastre colosal. Empezando incluso más atrás, por el cigarrillo que Harry tira por la ventana de su apartamento, es recogido por un pájaro y causa un fuego eléctrico que detiene su despertador y hace que llegue tarde a su cita con Julie pero justo a tiempo para coger la llamada del soldado. O cómo la discusión entre Harry y Wilson en una gasolinera degenera en un tiroteo que accidentalmente vuela por los aires el lugar.

La película comienza como una comedia romántica no particularmente inspirada y con un toque onírico muy propio de los ochenta; pero su atmósfera va enrareciéndose rápidamente para transformarse en un thriller que termina derivando a la ciencia ficción apocalíptica. Desde el momento en que Harry contesta al teléfono, el ritmo mantiene el pulso y la emoción, desarrollándose la acción en tiempo real y contra reloj. Quizá esa falta de coherencia global contribuyera, por una parte, a dificultar la labor de los responsables de marketing a la hora de venderla y publicitarla; y, por otra, al desconcierto de los espectadores menos exigentes que esperaban ver algo más convencional. Como digo, hay romanticismo, pero también terror, acción y pasajes que rozan lo onírico e incluso lo surrealista.

En medio del creciente suspense y sensación de angustia, hay momentos de humor negro, como las dos rotundas jóvenes que llegan al helipuerto con una caja de condones y conversando sobre si los necesitarán o, por el contrario, deberían centrarse en repoblar el planeta. O los clientes de la cafetería que, sentados en la trasera de la furgoneta que les lleva al helipuerto, discuten sobre qué famosos es conveniente que les acompañen. También es cierto que esas inserciones de humor absurdo son a veces innecesarias y no casan bien con el tono general de la trama.

Y por supuesto, uno de los momentos más sorprendentes, oscuros y emotivos de toda la película es el clímax (Atención: espóiler), en el que Harry y Julie se estrellan en el helicóptero en el que trataban de huir y se abrazan mutuamente, dándose cuenta de que van a morir ahogados en brea tal y como les sucedió a los dinosaurios sobre los que bromeaban en el Museo. (Fin del espóiler).

La película se apoya completamente en el personaje de Harry. La historia no nos muestra otros escenarios en los que él no participa; no vemos quién le habla al otro lado del teléfono ni se cortan las escenas para mostrarnos a los otros personajes que se preparan para huir de la ciudad en helicóptero. Al principio, la idea era que el personaje fuera más maduro, alguien que regresara a la ciudad tras una larga ausencia y la tragedia lo reconciliara con su ex mujer. De Jarnatt pensaba en alguien como Paul Newman o Gene Hackman. Pero más tarde, en una de las múltiples reescrituras que realizó, decidió hacerlo más joven, y ahí es donde (tras el mencionado Nicolas Cage y un Kurt Russell que también prefirió optar por otro proyecto) entró Anthony Edwards, en plena racha tras su participación en Top Gun (1986) y que aporta a la película un bienvenido grado de humanidad, inocencia y verosimilitud.

Precisamente, lo que menos verosímil resulta en la historia es la relación romántica entre los dos protagonistas. Mare Winningham no era ni mucho menos una actriz vistosa, más bien lo contrario, y cuesta creer que Harry, un músico de jazz treintañero, se sienta tan intensamente atraído por ella tras verla solo una vez; tanto, de hecho, que en el umbral del apocalipsis arriesga su vida por ir a buscarla y tenerla a su lado.

El apartado visual de 70 minutos para huir es muy básico, limitándose a la iluminación, la fotografía y el sonido para sugerir primero caos y luego devastación. Se planificaron efectos especiales más llamativos que pudieran aportar mayor peso dramático, como un hongo nuclear, pero el magro presupuesto de 25.000 dólares en ese apartado no daba demasiada flexibilidad.

Uno de los ingredientes que mejor contribuyen a la atmósfera opresiva y de peligro inminente es la música. De Jarnatt escribió el guion de 70 minutos en plena noche mientras escuchaba la banda sonora que el grupo alemán de música electrónica Tangerine Dream compuso para la película Carga maldita (1977), de William Friedkin, así que tiene sentido que pensara en ellos para orquestar la suya. Sin esperanzas de que aceptaran participar, les envió un copión de la película. Para su sorpresa, le dijeron que sí, de modo que viajó a Viena durante una semana para trabajar con ellos en la música. Este es uno de los elementos más característicos de la cinta. Logra sumergir al lector en la historia con el inocente romance inicial y luego sacudiéndolo con el tic tac de relojes e intensos sintetizadores que anuncian el apocalipsis y que no dejan espacio para respirar.

Tras casi diez años de gestación, producción y rodaje, 70 minutos para huir se proyectó por primera vez en el Festival de Toronto en 1988 y pasó al circuito comercial, de forma muy limitada, unos meses después. Recibió críticas elogiosas e incluso, con el pasar de los años, fue entrando en ese impreciso limbo de los “films de culto”, pero en su momento distó de ser un éxito financiero, logrando apenas recuperar en todo el mundo los 3,7 millones de dólares que costó. Es probable que el público fuera a verla con las expectativas equivocadas, porque ni es plenamente una comedia romántica ni un thriller de acción, y para colmo, cuenta con un final coherente pero trágico, que debió molestar a todos aquellos que acudieran a las salas de cine para salir de mejor humor de como entraron.

Por otra parte, el momento de su estreno no fue el más indicado. Sencillamente, había tardado demasiado en producirse y el rodillo de la Historia la había descabalgado de la actualidad. En 1985, la Perestroika y un año después la Glasnost, empezaron a conjurar el fantasma atómico de la mente colectiva; y en 1989, con la caída del Muro de Berlín, la Guerra Fría se esfumó. Y con ella, el interés por este tipo de películas destinadas a advertir de unos peligros que ahora parecían cosa del pasado.

Para colmo, la productora de Daly quebró unos pocos años después hundida en un marasmo de operaciones corporativas y demandas. El dinero que De Jarnatt había puesto de su propio bolsillo y que ascendía a varios cientos de miles de dólares, nunca le fue reembolsado aun cuando la película, gracias al mercado del video, estaba generando beneficios diferidos.

Quizá por todo ello no sea de extrañar que De Jarnatt, desencantado, abandonara el cine para centrarse en la televisión, ya fuera como director, productor o guionista, pero siempre con un perfil menos destacable del que probablemente merece. Es una lástima que no tuviera más oportunidades para seguir desarrollando su estilo, porque las dos únicas películas que dirigió son, desde luego, muy personales y alejadas de lo que estaban haciendo sus contemporáneos.

Con la Guerra Fría relegada ya a los libros de historia (al menos la nuclear. Hoy estamos inmersas en un fenómeno geopolítico semejante aunque con otros jugadores), las nuevas generaciones pueden encontrar aquí una ventana a los miedos de aquella época mucho menos complaciente que otras películas más comerciales. El nutrido grupo de nostálgicos de los ochenta también hallarán en esta cinta un film de culto a recuperar. 70 minutos para huir tiene un presupuesto y unos medios obviamente limitados, pero no le hace falta mucho más que lo que tiene para conseguir su objetivo.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".