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«El capitán Vídeo y los guardianes del universo» (1949-1955), de Lawrence Menkin y James Caddigan

La ciencia-ficción ha tenido una presencia continuada en el cine desde sus inicios (ver Viaje a la Luna de Georges Méliès). Lo mismo se puede decir de la televisión y por las mismas razones. De hecho, las películas de ciencia-ficción constituyeron un importante precursor a los programas de televisión del género. Ambos medios, por tanto, guardan una cercana relación.

Durante la primera mitad de los cincuenta, la radio y la televisión compitieron por la preeminencia –y la supervivencia– sirviéndose en sus programas de los géneros temáticos, entre ellos la ciencia-ficción. Pero el resultado de la contienda era inevitable. La propia televisión era una tecnología tan nueva y sorprendente que ella misma casi parecía un ejemplo perfecto de ciencia-ficción, y al final de la década había establecido claramente su dominio. Como resultado, los programas dramáticos radiofónicos, antaño inmensamente apreciados, desaparecieron completamente de la cultura popular norteamericana.

La genealogía de la ciencia-ficción televisiva es más extensa de lo que a primera vista puede parecer. Sus predecesores más directos fueron los seriales cinematográficos de los años treinta, en particular los tres de Flash Gordon y el de Buck Rogers, todos ellos protagonizados por el atlético Buster Crabbe. Estos seriales, a su vez, estaban basados en los cómics de prensa que, por su parte, bebían de las populares space opera que se publicaban en las revistas pulp.

De hecho, los seriales cinematográficos fueron desapareciendo rápidamente una vez la televisión se convirtió en un medio cada vez más extendido. Aquellas aventuras de ciencia-ficción, de orientación infantil y juvenil, que una vez dominaron las sesiones matinales de los sábados, se mudaron a la pequeña pantalla. Ésta, sin embargo, se hallaba en aquellos años fundacionales seriamente limitada por consideraciones presupuestarias, y los imprescindibles efectos especiales eran aún peores que los utilizados en los seriales cinematográficos de veinte años atrás. Tomando como modelo a los héroes espaciales popularizados en seriales y cómics y creando aventuras dirigidas claramente a un público infantil, las primeras series de ciencia-ficción televisiva consiguieron, no obstante, abrirse un hueco en la imaginación popular.

Primera del trío de pioneras series de ciencia-ficción que contribuyeron a establecer la importancia de ese género en el nuevo medio, El capitán Vídeo y los guardianes del universo (Captain Video and His Video Rangers), estrenada en 1949 en la cadena DuMont, fue una de las maravillas de más bajo presupuesto de la pequeña pantalla: exploró la galaxia por el módico coste de 25 dólares semanales.

Como muchos programas de los cincuenta, Capitán Video reflejaba una ambivalencia social hacia la ciencia y tecnología, tanto como portadoras de un nuevo y maravilloso futuro como herramientas para una destrucción global.

Así, por un lado, el intrépido Capitán Video (encarnado primero por el suave Richard Coogan, y a partir de 1950, por el más aguerrido Al Hodge) era un genio científico de trescientos años en el futuro con la misión de hacer del universo un lugar más seguro. Desde su cuartel general secreto en la cima de una montaña, controlaba una vasta red de agentes ayudado por Video Ranger (Don Hastings) y un robot –el primero de la televisión– bautizado como Tobor (los responsables de atrezzo se equivocaron al colocar invertido el troquelado con el que se pintó el nombre en su cuerpo)

Por otro lado, sus exóticos adversarios incluían a Mook el Hombre Lunar, Kul de Eos, Murgo de Lyra, el doctor Clysmok y el doctor Pauli, el diabólico líder de la Sociedad Asteroidal, cuyo armamento científico rivalizaba con el del Capitán Video: mientras que el Escilómetro Óptico del Capitán le permitía ver a través de los objetos sólidos y su Vibrador Cósmico reducir a sus enemigos, el doctor Pauli era capaz de desviar las balas con su Compensador Trisónico y ocultarse con sus Capas de Silencio e Invisibilidad. El Capitán Video se enfrentaba siempre con éxito a estos y otros contrincantes utilizando su inteligencia y sabiduría científica más que la violencia y las armas.

Como otros programas de la época, Capitán Video se emitía en directo desde un pequeño estudio situado en el piso superior de un hotel de Manhattan, e incorporaba material de vetustos westerns y dibujos animados presentados por el propio Capitán. Había sido creado por James Caddigan para la mencionada Dumont, una cadena televisiva neoyorquina y la producción corrió a cargo de Larry Menkin. Su formato era de episodios de treinta minutos que en el momento de su máxima popularidad llegaron a emitirse cinco noches a la semana. En su primera etapa (1949–1953) la mayor parte de los guiones fueron firmados por Maurice Brockhauser, aunque también intervinieron algunos de los principales escritores de ciencia-ficción del momento, como Jack Vance, Damon Knight, James Blish, Robert Sheckley, C.M. Kornbluth, Walter M. Miller Jr., Isaac Asimov e incluso Arthur C. Clarke.

El éxito del programa propició otros espacios en la competencia que trataban de aprovechar su éxito, como Tom Corbett, Space Cadet (1950-1955) Space Patrol (1950-1955) o Rocky Jones, Space Ranger (1954).

Dos años cosechando popularidad y aumentando el número de cadenas que emitían el programa (hasta 24 por toda la nación), convencieron a Columbia para adquirir los derechos del personaje y producir un serial cinematográfico de 15 episodios, según anunciaron –incorrectamente–, el primero de su especie en estar basado en un programa televisivo. Captain Video: Master of the Stratosphere (1951), constó de 15 episodios dirigidos por el veterano Spencer Gordon Bennet complementado por Wallace Grissell. A pesar de contar con efectos especiales algo mejores que los del programa televisivo, el tono de la historia era igualmente infantil. Vultura (Gene Roth), siniestro dictador del planeta Atoma, desea conquistar tanto el pacífico planeta de Theros como la Tierra sirviéndose del traidor científico terrestre Dr.Tobor (George Eldredge) y sus secuaces. Pero el Capitán Video (Judd Holdren) y sus Video Rangers, gracias a su nave y avanzada tecnología, frustran los planes invasores.

Fue un serial soso y en absoluto destacable, con peleas absurdas, la habitual combinación de automóviles de los cuarenta y cohetes, persecuciones sin propósito alguno y cháchara científica con más fantasía que rigor (como el rescate del héroe recurriendo a un «incremento temporal de la fuerza gravitacional terrestre»). Para mostrar los vuelos espaciales se recurría a la animación, como ya se había hecho anteriormente en los seriales de Superman producidos también por Columbia. Al menos, la ausencia de mujeres ahorraba las tópicas escenas de insulso romanticismo.

En 1953, el programa televisivo abandonó el formato de serial y se adoptó un nuevo nombre, The Secret Files of Captain Video, convirtiéndose en un programa semanal con historias autoconclusivas. El formato de serie fue una consecuencia de la esponsorización comercial que formaba parte integral del negocio televisivo norteamericano. La inserción de anuncios publicitarios marcaba tanto el tempo narrativo de cada entrega como su longevidad: en tanto en cuanto los patrocinadores estuvieran satisfechos, la serie continuaría sin final a la vista. Este planteamiento contrastaba con el de la televisión británica, más proclive a los programas unitarios o las miniseries (como El experimento del doctor Quatermass) y menos sujeta a los mandatos de los anunciantes.

Sin embargo, esta nueva encarnación del Capitán Video no sobrevivió ni siquiera un año. En 1955, Hodge retomó su papel para un programa infantil de sesenta minutos y cadencia semanal producido por él mismo. Aunque aún vestía su característico uniforme –mezcla del de un marine y un portero de hotel– se limitaba a ejercer de presentador de films de aventuras y sencillos cortos de espíritu «educativo» sobre los que luego debatía con el público infantil del estudio. En 1956, el Capitán Video puso punto final a su carrera (que incluyó su propio comic-book a cargo de George Evans y Al Williamson) con otro programa, Captain Video´s Cartoons, the Master of Time and Space, si bien ya sólo se ocupaba de presentar los cortos de animación que conformaban el grueso del programa.

La calidad de los escenarios, la interpretación, las historias y los efectos era mínima. Pero, en honor a la verdad hay que reconocer que nadie en estos inicios de la historia televisiva estaba produciendo material que pudiera ni remotamente compararse con lo que hoy podemos disfrutar en este medio. No puede extrañar que Hollywood contemplase con desdén la televisión y, al principio, no la considerara en absoluto un digno rival.

Capitán Video estaba pensado para rellenar sus treinta minutos diarios con cualquier cosa que pudiera hablar o moverse. La mayor parte del programa transcurría con los actores sentados frente a un «panel de control», hablando sin parar sobre la galaxia que atravesaban en ese momento –aunque nunca se veían más que fondos rudamente pintados–. De cuando en cuando, el Capitán activaba su Teletransportador Remoto para monitorizar el progreso de sus «agentes de California», en realidad metraje de pobre calidad, extraído de westerns de serie B insertado sin criterio alguno y con los que ocupar los diez minutos que los tramoyistas tardaban en cambiar el decorado y retomar la emisión en directo.

La razón por la que apenas nadie se acuerde ya del Capitán Video no tiene tanto que ver con su falta de calidad como por una cuestión meramente mercantil. Dado que se emitía en directo, no era factible su reposición una y otra vez en la misma u otras cadenas. Para colmo, la mayor parte de las grabaciones se destruyeron sin remordimientos hace ya cuarenta y cinco años. Todo ello, a su vez, hizo que apenas se licenciaran productos con los que estimular el fetichismo coleccionista de los aficionados al vintage y al kitsch, auténticos conservadores no oficiales de tantas efímeras estrellas de la cultura popular.

Hoy muchos críticos ven tanto a los seriales de Buck Rogers y Flash Gordon como a estas series pioneras y otras que le siguieron (especialmente las creadas y producidas por Irwin Allen en los sesenta) como infantiles, banales y más centradas en el espectáculo que en la historia, productos de una industria sin escrúpulos que antepone los beneficios a la honestidad y seriedad intelectual.

Algo de eso hay, pero su importancia es mayor de la que se le quiere otorgar. En primer lugar, no podemos equiparar la situación del cine en los cincuenta, que ya llevaba medio siglo experimentando temática y narrativamente, con la de la televisión. Hollywood ya era capaz de ofrecer proyectos ambiciosos que hacían uso de nuevas tecnologías como el Technicolor, el Cinemascope o incluso el 3D. Pero la televisión aún debía recorrer su propio camino y los temas relacionados con la destrucción de la humanidad o las amenazas alienígenas, ya bien explorados en la pantalla grande, deberían esperar hasta el comienzo de los años sesenta para saltar a la televisión. Por el momento, como había sucedido en el caso del cine con los seriales de aventuras, se limitaron a contar sencillas peripecias espaciales protagonizadas por gallardos héroes.

En segundo lugar, y en referencia a los reproches relacionados con la preeminencia de lo efectista sobre el argumento, es preciso recordar que la ciencia-ficción en los medios visuales siempre ha dejado amplio espacio para la exhibición de efectos especiales; al fin y al cabo, la recreación de mundos y tecnologías no existentes es uno de sus puntos fuertes, tanto como la caracterización de personajes lo es de la literatura. Y por último pero no menos importante, esos críticos olvidan a menudo que esta modalidad de ciencia-ficción-espectáculo satisfizo una necesidad de evasión en un momento concreto y jugó un papel fundamental no sólo en la mera supervivencia sino en el mismo desarrollo hacia la madurez de la ciencia-ficción como género en la gran y pequeña pantalla.

Sin los seriales de Flash Gordon en los cuarenta, que animaron a los muchachos a acudir con regularidad a las salas de cine, la ciencia-ficción bien podría haber languidecido y muerto, imposibilitando la revitalización que se produjo en los cincuenta con películas como Con destino a la Luna, Los invasores de Marte o Planeta prohibido.

Series como Capitán Video fueron hijas de un tiempo en el que la carrera espacial con la Unión Soviética exigía una total devoción a las promesas de la exploración interestelar. Desde el comienzo de la televisión, las series de ciencia-ficción sirvieron de barómetros del clima social, entonces dictado por el consenso ideológico: América debía ser la primera en llegar al espacio y ganar la Guerra Fría, so pena de poner en peligro su tan estimada libertad. Las space operas destinadas a los niños puede que se basaran en personajes arquetípicos, sobados tópicos y reiterativos argumentos, pero también, con la perspectiva que da el tiempo, nos brindan un reflejo de la cara más conservadora de la psique nacional.

Las astronaves y cohetes que aparecían en Capitán Video, los mostrados en películas como Con destino a la Luna (1950) y sus contrapartidas reales del Programa Mercury de la NASA, brindaron inspiración para arquitectos, inventores y diseñadores involucrados en la Guerra Fría entre América y Rusia. Los coches de los cincuenta, con sus pulidas formas y exagerados alerones, eran ejemplos perfectos del movimiento a través del diseño, símbolos del optimismo tecnológico de la Edad Espacial, réplicas suburbanas de los cohetes que algún día irían al espacio.

Por otra parte y volviendo a la televisión, la naturaleza infantil y valores conservadores propios de la Guerra Fría que exhibía Capitán Video no estaban destinados a perdurar. Lo que es importante es que ese programa y los que surgieron en su estela, a pesar de sus deficiencias técnicas y narrativas, abrieron para la ciencia-ficción la puerta de los hogares de millones de personas –muchas más de las que acudían a los cines o leían libros y revistas– y los prepararon para el siguiente paso en su evolución. Ya a finales de la década de los cincuenta surgieron series compuestas de episodios autoconclusivos como La Dimensión desconocida o Rumbo a lo desconocido, que ofrecían una perspectiva madura sobre la sociedad y la cultura norteamericanas a través del filtro de la ciencia-ficción, el terror y la fantasía.

En último término, lo que hicieron estas series fue demostrar que la televisión era un medio capaz de integrar lo alienígena y lo humano en un entorno futurista. Se habían sentado las bases. Como suele pasar en la propia ciencia-ficción, lo que estaba por venir aún era imposible de imaginar.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".