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«El diluvio» («Deluge», 1933), de Felix E. Feist

El año 1933 fue desastroso para Nueva York… en la ficción. Primero, un simio gigantesco traído de una remota isla sembraba el caos hasta caer abatido desde lo alto del Empire State Building. Y luego, un devastador tsunami servido por el director Felix E. Feist destruye la ciudad y sume a la civilización en el caos.

Deluge (El diluvio, aunque también podría ser traducido como Inundación) tuvo una historia accidentada más allá de la trágica ficción que narra. Producida de forma independiente por una pequeña empresa llamada Admiral Productions Inc,, la cinta fue adquirida por una RKO ansiosa de aprovechar la buena racha de taquilla cosechada por King Kong . Su estreno tuvo lugar en agosto de 1933 y fue recibido con críticas en su mayoría favorables y un éxito comercial considerable. De repente, se desvaneció. Si no fuera por el impacto que en la memoria de quienes la vieron causaron sus efectos especiales, bien podría decirse que jamás había existido.

Durante décadas fue considerado un film perdido hasta que en 1981, durante una visita a un archivo cinematográfico en Roma, Forrest J. Ackerman (uno de los más acérrimos coleccionistas y aficionados a la ciencia ficción) descubrió una copia… doblada al italiano. Hasta el momento, es la única copia conocida.

La película discurre a un ritmo alarmantemente rápido. Antes de que siquiera los personajes principales se hayan presentado, ya vemos una escena con perplejos científicos discutiendo sobre extrañas pautas meteorológicas, noticiarios sobre terremotos, eclipses inesperados, predicadores apocalípticos… Queda claro que se acerca una gran catástrofe. El inevitable pánico se extiende por todo el mundo.

A los siete minutos de haber dado comienzo la película, los edificios comienzan a desplomarse. En treinta segundos mueren millones y el océano se traga toda la costa Oeste norteamericana. Terremotos de una intensidad sin precedentes tienen lugar por todo el globo. La radio anuncia: «Un desastre increíble está provocando el caos por doquier. No hay motivo para el pánico. Cierren todas las llaves de gas» (Frase absurda que probablemente deba achacarse a que no existe versión original de la película, sino una copia doblada al italiano y luego torpemente subtitulada en inglés).

A continuación, sigue una memorable escena en la que Nueva York es engullida por una enorme ola. A diferencia del resto de la película, esta sección del metraje nunca llegó a perderse gracias a que fue adquirida por Republic Pictures para su inclusión como relleno en varias de sus producciones de bajo presupuesto entre 1939 y 1949, como uno de sus seriales de Dick Tracy de 1941.

Tras esta generosa dosis de destrucción, la película se centra en los problemas de los supervivientes, quienes han de arreglárselas para salir adelante en un mundo muy diferente del que habían conocido, compuesto de pequeños y islotes de tierra separados entre sí por extensiones acuáticas. Aunque han pasado un par de meses, en un par de minutos de metraje ya estamos viendo cómo dos matones, Jephson (Fred Kohler) y Norwood (Ralph Harolde) salvan de la muerte a Claire Arlington (Peggy Shannon), arrastrada inconsciente hasta la orilla, vestida solo con su ropa interior, detalle éste que hace enloquecer de lujuria a sus violentos rescatadores. Mientras pelean por ella, Claire huye internándose de nuevo en las aguas.

Shannon hace un buen papel de mujer no muy atractiva pero de fuerte carácter que soporta la pesada carga de ser la única fémina superviviente en muchos kilómetros a la redonda. Su papel de mujer resuelta, moderna e independiente no tuvo una contrapartida feliz en la vida real. Peggy había firmado un contrato en 1931 como estrella en ciernes para sustituir a Clara Bow (que había sufrido un colapso nervioso). Alcohólica precoz, su adicción le dificultó cada vez más conseguir trabajo hasta que acabó definitivamente con ella en 1941. Tenía sólo 34 años. Un par de semanas más tarde su marido se suicidó en el mismo lugar donde la había hallado muerta. La propia ex mujer de Felix E. Feist, Lisa Howard, una actriz convertida en exitosa periodista y presentadora de televisión, murió en trágicas circunstancias tras sufrir un aborto. Feist, por su parte, falleció de cáncer un par de semanas más tarde.

Mientras tanto, y volviendo a la película, la vida vuelve a florecer. Como si de un drama neorrealista se tratara, se suceden escenas que remiten al renacer de la vida en pequeñas comunidades en las que bancos, peluquerías y familias tratan de reconstruir la perdida civilización. Huyendo de sus captores, Claire se establece con Martin Webster (Sydney Blackmer), a quien el desastre separó de su esposa e hijos, a los que supone muertos. Pero la ilusión de felicidad dura poco. La esposa de Martin, Helen (Lois Wilson), está viva y espera reunirse con él, pero Tom, otro superviviente, le informa de que una nueva ley (hay que ver lo rápido que la gente se lanza a aprobar leyes tras una catástrofe como esta) ordena que todas las mujeres en edad fértil deben casarse.

Tom también tiene otras cosas de las que ocuparse, como encabezar una revuelta contra la cruel banda de Bellamy, que ha estado dedicándose a rapiñar y violar en la mejor tradición masculina postapocalíptica. Las mujeres, atrapadas entre un matrimonio forzoso y los ataques de los matones, se convierten en objetos de adoración entre los supervivientes varones.

El drama se intensifica hacia el final, cuando Helen y Martin se reúnen. Claire se niega a abandonarle, y por un momento parece que van a conseguir vivir felizmente como un trío… hasta que el director decide que en ese mundo postapocalíptico el matrimonio no ha perdido su carácter sagrado. La pobre Claire se lanza mar adentro, nadando hacia un horizonte pintado, una decisión que parece un suicidio y que, en cualquier caso, es una bofetada al movimiento por la liberación de la mujer.

El diluvio es una película fronteriza. Podría ser encajada en el género de desastres más que en el de ciencia ficción, principalmente porque no ofrece ninguna explicación acerca de la causa del cataclismo mundial. Por lo que al guionista se refiere, bien podría ser un castigo divino. De hecho, la cinta se abre con una cita del Génesis, un recordatorio del pacto entre Dios y Noe: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho». Este pasaje está incluido para tranquilizar al espectador, asegurándole que es una fantasía, no una especulación científica.

Es una película de desastres también por la forma en que traslada el foco respecto de su fuente original, la novela escrita en 1927 por Sydney Fowler Wright. Fue éste un autor contemporáneo de H.G. Wells y, como él, escribió historias entonces denominadas romances científicos . Pero ahí terminaba el parecido, porque las filosofías subyacentes en sus respectivas obras eran totalmente opuestas.

Fowler, como muchos intelectuales de la posguerra mundial, albergaba un profundo resentimiento hacia el complejo financiero-industrial, al que consideraba en parte responsable del conflicto bélico. Pero su hostilidad no se detenía ahí: desconfiaba del mismo concepto de civilización, achacándole lo que interpretaba como una degeneración de la especie humana. El progreso, la ciencia, la ley… todo tenía, según él, un efecto pernicioso sobre el hombre y por ello disfrutaba en sus libros barriéndolo de la faz de la Tierra y dejando tan sólo a un puñado de supervivientes en un mundo diferente, pero en el fondo superior. Era el caso de sus obras The Amphibians (1924) o The World Below (1929) y, desde luego, El diluvio (1928). De esta forma, en la novela la catástrofe global que barre la faz del planeta y extermina a todos excepto un puñado de humanos ocupa tan sólo un par de páginas. Para Fowler, el cataclismo en forma de seísmos y tsunamis no era más que el medio para conseguir un fin.

El guionista de la película, en cambio, deseaba ofrecer a sus espectadores algo que no hubieran presenciado jamás en una pantalla. Ciertamente, no era la primera cinta en la que se mostraba destrucción a gran escala, pero esto sería algo nuevo, la destrucción de una ciudad contemporánea. Sydney Fowler Wright era británico y situó la acción de su novela en Gran Bretaña, dejando sólo las Midlands –que no era la región más conocida del país– sobre el nivel del agua tras el desastre. Los productores de El diluvio, en cambio, trasladaron la acción no sólo a América, sino a su ciudad más emblemática. De esta forma, sentaron un precedente que desde entonces las películas de desastres han seguido con escrupulosidad ejemplar. Incluso ahora, ochenta años después, cuando existen en el planeta muchas otras ciudades con gran poder de evocación, la pobre Nueva York continúa siendo arrasada y destruida por todas las amenazas imaginables, terrestres y alienígenas.

Quizá lo más destacable de El diluvio sea el que se trató no de una superproducción pagada por un gran estudio, sino de un proyecto alumbrado y financiado por una pequeña empresa independiente de las que por entonces operaban en los márgenes de Hollywood. Burt Kelly, Sam Bischoff y William Saal pasaron los primeros años treinta realizando westerns en serie a través de su compañía, KBS Productions, pero cuando su distribuidor se arruinó, decidieron fundar una nueva compañía, Admiral Productions. Sólo produjeron tres películas: un western, una comedia negra y El diluvio. Pero cumplió su propósito: tal fue el impacto de esta última que los tres socios fueron inmediatamente fichados por los grandes estudios. No se lo pensaron dos veces, porque dado el coste de los espectaculares efectos especiales de la película, Admiral había quedado en una posición financiera comprometida. Un año después, esa productora ya no existía.

Los efectos especiales a base de miniaturas son convincentes al tiempo que extraños (la irrealidad de las imágenes tiene una cualidad pesadillesca): Los edificios se agrietan y desploman aplastando a sus residentes, una enorme ola llega desde el mar engullendo el puerto primero y la ciudad después, la tierra se abre, el Empire State Building se desintegra y sólo la Estatua de la Libertad permanece en pie desafiando la catástrofe.

Naturalmente, con la perspectiva que da el tiempo y los avances técnicos, es fácil reconocer los defectos en esa secuencia, principalmente la poco convincente sobreexposición de metraje, pero también las maquetas y esa lacra de tantos films de desastres: la falta de escala y movimiento en las escenas acuáticas. Pero al final, estos fallos no son relevantes. La pura ambición e intensidad de esta secuencia de cuatro minutos hace pasar por alto la aspereza técnica. No es de extrañar que sus diseñadores fueran rápidamente contratados por otras empresas y que muchos de los espectadores que acudieron a verla en las salas de cine conservaran vívido el recuerdo de aquellas impactantes escenas incluso décadas después.

Los efectos especiales de El diluvio fueron diseñados por tres hombres, el fotógrafo Billy Williams (años más tarde a cargo de los créditos de apertura de Vértigo de Hitchcock), el pintor Russell Lawson y el maquetista Ned Mann, que ya tenía experiencia previa en desastres cinematográficos gracias a su participación en El arca de Noé (1928), de Michael Curtiz.

El trabajo de Mann (construyó una maqueta completa de Nueva York y su puerto, que ocupaba un estudio entero con aislamiento especial para que pudiera ser inundado) le valió un contrato un par de años después por Alexander Korda para diseñar los escenarios y maquetas de La vida futura (Things to Come, 1936), de William Cameron Menzies. Los productores apostaron fuerte por esta escena como sostén de la película y no se molestaron en pagar a un director de renombre. Por entonces, Felix E. Feist, era un joven debutante de 23 años, hijo de un ejecutivo de la MGM, que tras unos cuantos films de género negro acabó dirigiendo su poco destacable carrera hacia la producción televisiva en los cincuenta

Una de las claves de cualquier película de desastres es la estructura. Por definición, el género se apoya en el espectáculo visual: ¿Cómo se articula? Y más importante aún, ¿Cuándo? ¿Al comienzo? ¿Al final? ¿Repartido por todo el metraje? ¿Es el catalizador de la historia o su clímax? Muchas de ellas reconocen la vena sádica del público y presentan a una lista de personajes destinados a sufrir un destino sangriento, imaginando que la audiencia quedará compensada por toda esa muerte y destrucción presenciando la reconciliación de una pareja o la reunión de una familia separada.

El diluvio debe quedar exenta de este tipo de análisis puesto que cuando se rodó no había tópicos ni esquemas al respecto. Fue la primera y su única fuente era la novela sobre la que se adaptó.

La película comienza con fuerza para luego asentarse como una cinta de serie B, pero no se limita a seguir los dictados del establishment hollywoodiense. Es posible que se realizaran cortes en el montaje que afectaran al desarrollo de los personajes, puesto que parece algo raro el que, con excepción de Peggy Shannon, ninguno se presente hasta que sucede el desastre.

Como la mayoría de la historia tiene lugar tras la catástrofe apocalíptica, y ésta sucede al principio, todo el argumento es anticlimático y centrado en el drama más bien sentimental entre los miembros de una familia rota por la separación.

En la novela de Wright, los hombres supervivientes superan a las mujeres en una proporción de cuatro a uno. No se ofrece explicación alguna de tal fenómeno, especialmente teniendo en cuenta que el libro fue escrito tras un conflicto bélico que dejó como resultado una sociedad claramente desequilibrada a favor de las mujeres. Hay una mención de pasada a la especial crueldad de los hombres, en relación a que, cuando llegó la catástrofe, éstos optaron por salvarse a sí mismos y abandonar a su suerte a las mujeres que trataban de ayudar a otros. Al fin y al cabo, la base de la teoría social de Wright era la conveniencia de la desaparición de los débiles –para él, degenerados–. En ese sentido, la Claire literaria abandona a su inválido esposo en un asilo sin remordimiento aparente, lo que la califica como aspirante a la supervivencia en el nuevo mundo.

Podría pensarse que en un mundo que necesita de una completa reconstrucción, la mujer adquiriría, por mera necesidad, una situación de igualdad con el hombre. Pero Sydney Fowler Wright tenía otras ideas. Dado que hay tan pocas mujeres para tantos hombres, ninguna hembra tiene el derecho a quedarse sin pareja. O elige a su hombre o alguien lo hará por ella; no hay otra alternativa. Por supuesto, este es un arreglo impuesto por los hombres de acuerdo a su propia conveniencia. A las mujeres ni se las consulta.

En cuestión de minutos, en este nuevo mundo, la mujer es reducida al estatus de mercancía, de esclavitud, sin libre albedrío más allá del concubinato voluntario o la violación. Por supuesto, de acuerdo con la visión de Wright, las mujeres que logran sobrevivir al cataclismo no solamente son todas físicamente atractivas y en edad de engendrar hijos, sino que no ven razón alguna para quejarse.

En líneas generales, la película sigue la misma idea, e incluso llama la atención el tono políticamente incorrecto propio de las películas previas a la imposición del Código Hays de censura. Aparte del actor de color que actúa de bufón, la mayor parte del argumento versa sobre la amenaza latente en la sexualidad masculina. El peor de los supervivientes, el más libidinoso y aspirante a violador es un tal Jepson. Por si la visión de Peggy Shannon arrastrada a la orilla en ropa interior no fuera lo suficientemente fuerte para la sensibilidad de la época, ahí tenemos el manoseo de Kohler de sus pechos.

Pero todo tiene su límite, claro. La novela resolvía el triángulo amoroso abogando por la poligamia –la poliandria, en cambio, se interpreta como algo monstruoso–. Martin reparte sus deberes conyugales entre la encarnación de la mujer-madre (Helen) y la mujer–guerrera (Claire). Pero semejante resolución –una fantasía emanada de una mentalidad netamente machista– era demasiado para la moralidad de la época, especialmente si no se adoptaba en el ámbito de la comedia, sino en el de una película dramática. Y aunque se sugiere que los tres viven juntos, nunca se da a entender que compartan lecho. Alguien tenía que ser el perdedor para que la institución matrimonial preservara su vigencia, y estaba claro quién iba a ser. La pobre Claire, relegada por Helen, decide suicidarse.

Y este es, quizá, el motivo de la desaparición de la película durante tantos años. En aquellos tiempos, no había televisión o vídeo, y muchas películas eran estrenadas en las salas de cine varias veces. Sin embargo, a partir de 1934, los productores se encontraron en las manos con una película que, para ser distribuida otra vez, debía ajustarse a las exigencias morales del Production Code. Algunas cintas no tuvieron ningún problema, otras debieron realizar recortes de escenas impropias que la censura no admitía, y en otros casos, los productores no se molestaron siquiera en efectuar los cambios exigidos. El diluvio se incluyó probablemente en esta última categoría. Lo más probable es que la película hubiera quedado reducida a su mínima expresión. Los censores no habrían admitido ni la brutal refundación de la sociedad, ni la cohabitación de Martin y Claire, ni el suicidio de esta última, ni el metraje en el que deambula en ropa interior…. y es que el Código Hays podía considerar aceptable la destrucción total del mundo, pero no que una mujer enseñara el ombligo.

La importancia de El diluvio reside en su carácter fundacional de todo un género cinematográfico: el de desastres, aunque esto sólo se pudo ver con el paso del tiempo. Es fascinante comprobar cuántos de los que hoy consideramos clichés de ese género tuvieron su primera aparición aquí.

A pesar de su buen recibimiento por parte del público y su éxito en taquilla, no se puede decir que la influencia de El diluvio fuese inmediata. Habrían de transcurrir aún casi cuatro décadas hasta que el género de desastres se convirtiera en uno de los más populares, presentando catástrofes de todo tipo, desde terremotos hasta accidentes aéreas pasando por naufragios, huracanes y edificios en llamas. Para entonces, la película de Feist permanecía olvidada en un viejo archivo italiano.

Lo que sí se puede afirmar es que Roland Emmerich no inventó nada. Sólo lo aumentó.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".