El pueblo de los malditos, adaptación al cine de la novela Los cuclillos de Midwich (1957), de John Wyndham, ha sido una cinta a menudo infravalorada y tachada de fría y sin corazón. Otros, en cambio, se han atrevido a decir que es un film de ciencia ficción perfecto, una historia a la que no le sobra ni falta nada. Lo cierto es que para muchos aficionados esta modesta producción de la MGM es incluso mejor que el libro original, ya que recoge su atmósfera siniestra y amenazadora pero mejorando su ritmo narrativo y añadiendo cierto sentido de lo maravilloso.
Por alguna inexplicable razón, todas las criaturas vivientes en y alrededor del pequeño y apacible pueblecito inglés de Midwich, se quedan inconscientes durante unas horas. Meses después, todas las mujeres de la localidad en edad fértil quedan embarazadas y los niños que nacen al cabo del correspondiente periodo de gestación resultan ser unos seres muy parecidos entre sí, enigmáticos, introvertidos y con unas capacidades psíquicas únicas.
Gordon Zellaby (George Sanders), “padre” de uno de esos niños, David (Martin Stephens), investiga el misterio empeñado en averiguar qué son esas criaturas, de dónde vienen y qué pretenden, aunque para ello deba protegerles de unos militares crecientemente aprensivos. Con el paso de los años, Zellaby empieza a sospechar que el origen del “coma” de los vecinos y la impregnación de las mujeres fue algún tipo de energía extraterrestre. Incapaz de atemperar con la enseñanza moral y ética el comportamiento cada vez más abiertamente agresivo de los niños y enterándose de que no son sino la avanzadilla de una conquista silenciosa de la Tierra, se ve abocado a tomar medidas drásticas.
El pueblo de los malditos fue uno de los pocos intentos exitosos de trasladar al otro lado del Atlántico la paranoia que desprendían tantísimos films de ciencia ficción norteamericanos de los cincuenta, como Llegó del más allá (1953), Invasores de Marte (1953) o La invasión de los ladrones de cuerpos (1956). El guión adapta el miedo a la invasión comunista presente en la sociedad norteamericana de esa década y lo traslada a la sensibilidad inglesa, jugando con el contraste entre la tranquila normalidad del campo inglés y la llegada de lo inexplicable.
Lo que resultaba efectivo de las películas de invasiones silenciosas de los cincuenta es que los alienígenas no eran monstruos de ojos saltones, antenas y carne viscosa, sino seres virtualmente idénticos a los humanos, pero sin nuestras características emociones. En El pueblo de los malditos se va incluso un paso más allá, ya que los invasores, los monstruos que quieren y pueden acabar con nosotros, son las criaturas que a menudo están más protegidas y son más queridas por cualquier grupo humano: los niños (los cuales, como en la novela, tienen un sospechoso y nada casual aspecto ario).
Además de la paranoia que semejante concepto podía despertar, resultaba sumamente incómodo ver a unos niños tan decididamente perversos, como en esa escena en la que una madre quema accidentalmente con la leche caliente a su hijo y éste la castiga forzándola mentalmente a introducir su mano en agua hirviendo. Y es que estos niños nada tienen que ver con esos repelentes infantes que se habían visto en muchas producciones americanas de ciencia ficción de los cincuenta, y que más tarde protagonizarían tantas películas de los ochenta, sobre todo porque El pueblo de los malditos era una película pensada para un público adulto mientras que las producciones de Spielberg o Lucas de veinticinco años después estaban dirigidas primordialmente a los adolescentes.
Martin Stephens, que interpreta a David, el hijo de Zellaby, resulta particularmente desasosegante como portavoz de la mente colectiva. Su expresión fría y carente de cualquier tipo de emoción transmite la sensación de esconder una inteligencia desconcertante para su edad, tanto por su nivel como por su inhumana ausencia de sentimientos.
Como suele ser la norma en este tipo de películas de invasiones silenciosas, la infiltración alienígena tiene lugar en el apacible núcleo de un hogar corriente, pero en un giro muy europeo, se muestra que las mujeres afectadas pertenecen a todo tipo de condición social, desde la muchacha soltera de clase trabajadora a la dama de clase media-alta. Podemos imaginar el impacto que en su momento la película tuvo sobre los tabús morales establecidos por la censura. Y es que en la historia hay embarazos no deseados de madres solteras y casadas, alusiones a la Inmaculada Concepción, parricidios, infanticidios… De hecho, esta fue la razón por la que esta película se produjo en Gran Bretaña.
Desde el mismo momento de la publicación de la novela de John Wyndham, en 1957, la Metro Goldwyn Mayer compró los derechos de adaptación al cine, escogiendo a Ronald Colman como protagonista. Pero he aquí que entra en escena la Liga Católica de la Decencia, que expresa sus más enérgicas protestas por la intención de rodar una película en la que se incluían tanto los aspectos arriba comentados como una visión de la infancia abiertamente negativa (no parecieron darse cuenta de que no eran niños humanos sino criaturas alienígenas). Esas protestas –y la muerte de Ronald Colman por enfisema en 1958‒ llevaron al estudio a trasladar la producción a su filial británica, que aunque había sido fundada en 1936, sólo tras la Segunda Guerra Mundial empezó a funcionar a pleno rendimiento encargándose de películas como Ivanhoe (1952), Los Caballeros del Rey Arturo (1953), Mogambo (1953) o Anastasia (1956).
El director Wolf Rila acertó de pleno al contratar a George Sanders como el doctor Zellaby, el alma intelectual y brújula moral de la historia. Sanders nació en San Petersburgo de padres británicos expatriados que regresaron a su país al comienzo de la Revolución Rusa. Curiosamente, estudió en la Bedales School más o menos por la misma época que John Wyndham y empezó su carrera como actor en los escenarios teatrales a comienzos de los años treinta. Su participación en películas inglesas llamó la atención de Hollywood, que lo adoptó atraído por su impecable elegancia y atractivo acento de clase alta. A menudo encarnó papeles de individuo irónico, carismático dentro de cierta excentricidad y con un sentido de humor sardónico. En 1951 ganó un bien merecido Oscar por su trabajo en Eva al desnudo.
En El pueblo de los malditos, Sanders está más contenido que de costumbre, construyendo un gran personaje, un hombre maduro, sensato, tranquilo, moderado y que combina una mente analítica con un sólido sentido de la moral, virtudes que se ponen aún más de manifiesto cuando los acontecimientos se descontrolan. Y ello aun cuando su Zellaby se distancia considerablemente del que Wyndham presentaba en el libro. En éste, Zellaby no se mostraba tan apasionadamente defensor de los niños como en el film. De hecho, el motivo por el que allí se convertía en su profesor y se ganaba su confianza era aprender lo máximo de ellos para, llegado el momento, enfrentar directamente su amenaza. En la película, en cambio, adopta cierto aire de mad doctor de película de los cincuenta, el científico cegado por la sed de conocimiento que antepone éste a la seguridad de la comunidad (aunque al final sí tome la decisión “correcta”). De hecho, su profesión original de escritor es aquí transformada en la de científico fascinado por un fenómeno que puede cambiar el destino de la humanidad.
Por otra parte, en la película, Zellaby tiene una implicación emocional indirecta con los Niños que no existía en la novela. En ésta, su “hijo” (o el hijo de su mujer, según se quiera ver) moría a corta edad. En la película, en cambio, David no sólo sobrevive sino que se convierte en el líder del resto de sus compañeros. El niño –como sus congéneres- es cualquier cosa menos cariñoso y Zellaby no parece sentir gran cosa por él aparte de curiosidad científica y cierto grado de aprensión. Pero aún así su esposa y madre de David, Anthea (Barbara Shelley), sigue albergando evidentes sentimientos hacia él y es su respeto y amor hacia ella lo que, en parte, lleva a Zellaby a proteger a los niños de los militares.
Desde la secuencia de apertura en la que Midwich se sume en el letargo (muy bien dirigida, sin música de fondo) al excelente final (Atención: espóiler) en el que los niños desmontan poco a poco las defensas mentales de Zellaby hasta averiguar su plan de acabar con ellos (fin del espóiler), el director consigue atrapar la atención del espectador. La concatenación de escenas en las que se utiliza una caja rompecabezas china para mostrar tanto el superior intelecto de los niños como su mente comunal es perfecta en su claridad. Y en cuanto al efecto de los ojos brillantes, el truco óptico fue añadido en el último momento para darle mayor empaque visual (nunca mejor dicho). Pero lejos de estropear el tono sobrio, maduro y realista de la cinta, como algunos críticos sostienen, ese efecto añade un bienvenido toque de melodrama y sentido de lo maravilloso a una historia por lo demás sobresaliente y en la que es difícil detectar fallos.
Los hijos de los malditos (1964) se vendió como una secuela, pero más bien puede considerarse como una reformulación del mismo tema con un guión más flojo. John Carpenter, por su parte, hizo un remake de la original en 1995, con resultados bastante decepcionantes.
El pueblo de los malditos merece una mayor reputación que la que habitualmente se le ha otorgado. Es una película inquietante y cautivadora y aunque su tono, ritmo y estética son muy británicos, los temas que aborda son universales.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.