George Pal fue un nombre fundamental en el cine de ciencia ficción de los cincuenta y sesenta del pasado siglo ya fuera como productor o director de clásicos como Con destino a la Luna (1950), Cuando los mundos chocan (1951), La Guerra de los Mundos (1953), La conquista del espacio (1955), El pequeño gigante (1958) o El tiempo en sus manos (1960). Ya en los sesenta, Pal había caído en desgracia en los grandes estudios y se encontró con dificultades a la hora de sacar sus proyectos adelante, como La Atlántida: El continente perdido (1961), El maravilloso mundo de los hermanos Grimm (1962) o Las siete caras del Doctor Lao (1964), títulos que solo tuvieron un modesto éxito.
Por el camino se quedaron otras propuestas, como sendas secuelas de El tiempo en sus manos o Cuando los mundos chocan; la adaptación de la interesante novella de Philip Wylie La desaparición; el proyecto que años más tarde se convertiría en La fuga de Logan (1976) o la producción interrumpida de The Voyage of the Berg. El poder fue el penúltimo film que consiguió llevar a la pantalla
El poder fue un producto de estudio, en este caso la MGM, que se anunció en fecha tan temprana como 1964 pero a la que le costó nada menos que cuatro años llegar a la pantalla. Los films de género no eran precisamente bien comprendidos ni apreciados por los ejecutivos de los estudios, pero los años sesenta empezaron a impulsar cambios en la percepción cultural de la ciencia ficción. Algunas películas británicas de bajo presupuesto pero interesantes en su concepción llamaron la atención de los aficionados; programas de televisión como La Dimensión Desconocida o Rumbo a lo Desconocido eran muy populares y la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética era tema habitual en titulares de prensa y conversaciones cotidianas.
Con frecuencia, los temas y premisas que durante los años cincuenta habían sostenido las películas del dúo George Pal–Byron Haskin no eran muy elaboradas y el verdadero atractivo de sus colaboraciones consistía sobre todo en los coloristas y espectaculares efectos especiales que fascinaban al niño que todo espectador esconde en su interior independientemente de su edad. El poder, sin embargo, apareció en un momento en el que la ciencia ficción cinematográfica, habiendo dejado atrás las películas de monstruos e invasiones alienígenas, seguía sin haber salido de su estatus marginal y distaba de tener el peso en la cultura popular de que disfruta hoy. Es por eso que, a pesar de su premisa claramente fantacientífica, su estructura sea la propia de un thriller dramático al estilo de, por ejemplo, Estación 3 Ultrasecreto (John Sturges, 1965) o Colossus: El proyecto prohibido (Joseph Sargent, 1970), teniendo poco que ofrecer desde el punto de vista visual.
En un centro de investigación espacial, seis científicos (George Hamilton, Suzanne Pleshette, Richard Carlson, Earl Holliman, Nehemiah Persoff y Arthur O’Connell), investigan los límites del dolor y la resistencia humanos con el fin de determinar las capacidades de los futuros astronautas. Durante una reunión del grupo de trabajo a la que asiste el supervisor del gobierno, Arthur Nordland (Michael Rennie), el doctor en antropología Henry Hallsom (Arthur O’Connell) insiste en haber realizado un gran descubrimiento y les presiona para participar conjuntamente en un experimento de psicoquinesis que revela que entre ellos se encuentra un superhombre con grandes poderes mentales.
A partir de ese momento, los científicos empiezan a ser retirados del Proyecto de formas extrañas. El doctor Hallson es encontrado muerto en una centrifugadora que parece haber perdido el control. Y el doctor Tanner (George Hamilton) es acusado de fraude y expulsado por haber falsificado sus credenciales académicas. Éste se une a su colega y amante, Marge Lansing (Suzanne Pleshette), en una investigación que, siguiendo una serie de pistas, tratará de averiguar la identidad del asesino. Entretanto, más miembros del equipo acaban muertos y se hace evidente que tal será el destino de Tanner y Lansin si antes no pueden encontrar al culpable.
El poder está basada en una novela de 1956 escrita por Frank M. Robinson, más conocido en los setenta por sus libros de desastres, como aquél en el que se basó El coloso en llamas. En esta ocasión, Pal eligió como director a un viejo conocido, Byron Haskin, con quien ya había colaborado en La Guerra de los Mundos, Cuando ruge la marabunta» (1954) y La conquista del espacio. Además de estos títulos, Haskin había tocado el cine de género en otras películas como Tarzán en peligro (1951), De la Tierra a la Luna (1958), Las aventuras de Simbad (1963), Robinson Crusoe de Marte (1964) o diferentes episodois de la serie de television Rumbo a lo Desconocido (1963-1965). Como guionista figura John Gay, que había firmado los libretos de películas como Rebelión a bordo (1962), La Conquista del Oeste (1962) o La Batalla de las Colinas del Whisky (1965).
La música corría a cargo de un clásico de Hollywood como Miklós Rozsa y de la fotografía se encargó Ellsworth Fredericks, cuyo nombre figura en películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), Sayonara (1957) o Siete días de mayo (1962). Y en cuanto a la dirección artística, George W. Davis había participado en Eva al desnudo (1950), La tentación vive arriba (1955), Rebelión a bordo o El tiempo en sus manos.
Por desgracia, El poder es una película cuyo resultado artístico es considerablemente inferior a lo que podría esperarse de semejante reunion de talentos. La historia es plana y no muy interesante, los diálogos acartonados, la subtrama romántica poco creíble y los personajes unidimensionales. El ánimo moralizante acaba diluyendo la fuerza y potencial que tiene el concepto de un superhombre psíquico y sus implicaciones quedan sin explorer.
Así, la trama es mayormente una investigación detectivesca punteada por escenas de acción poco conseguidas, como esas imágenes de archivo de unos cazas bombardeando un sector del desierto al que ha ido a parar el protagonista; o la secuencia moderadamente psicodélica en el tiovivo de una feria. Byron Haskin dirige la película con profesionalidad pero sin carisma y a pesar del prometedor arranque nunca llega a sacar provecho del suspense y la paranoia inherentes a la historia. Por ejemplo, el borrado sistemático de cualquier dato del pasado de Tanner mediante la destrucción de los registros oficiales, ha pasado a ser un tópico de los thrillers desde que los ordenadores controlan la vida económica y social. Así, su expediente académico desaparece y, podemos suponer, su cuenta corriente es vaciada, proyectando la sombra de la duda sobre todos los aspectos de su identidad. Por desgracia, el guión no exprime en absoluto las posibilidades dramáticas y de suspense de semejante pesadilla y prefiere concentrarse en la investigación de Tanner y su huida de la policía.
El estilo escogido por Haskin es sobrio y realista, una opción acertada dado que normaliza el elemento fantástico en lugar de exhibirlo como algo excepcional y exótico. Con excepción, eso sí, de un par de secuencias que adoptan la visión subjetiva de Tanner cuando es atacado psíquicamente. Estos montajes psicodélicos y saturados de color, aunque han sido lo que peor ha envejecido de la película, siguen una tradición bien asentada que incluye los momentos alucinógenos de, por ejemplo y entre muchos otros, The Mask (Julian Roffman, 1961), El viaje (Roger Corman, 1967) o, más adelante, Viaje alucinante al fondo de la mente (Ken Russell, 1980).
Otra idea interesante a destacar es que las instalaciones donde realizan su trabajo los científicos sean de paredes de cristal, pudiendo todo el mundo controlar lo que hacen los demás y dificultando que el asesino actúe. En cambio y contra lo que suele ser habitual en estas historias, al abandonar Tanner ese espacio confinado y moverse libremente por espacios abiertos, queda expuesto en cualquier momento y lugar a los ataques del asesino psíquico. La batalla mental en el clímax entre Tanner y el asesino (cuya identidad no voy a revelar aquí), con el uso de los latidos de corazón como forma de incrementar la tension, serviría de inspiración para la posterior Scanners (1981), de David Cronenberg.
Tampoco puede resaltarse demasiado el apartado interpretativo, que a menudo roza lo kitsch, con O’Connell sobreactuando tanto que cabe preguntarse cómo alguien tan inestable puede estar trabajando en un proyecto de alto secreto; o George Hamilton tratando de llenar el papel de protagonista sin que aparentemente nadie le haya dicho cómo hacerlo. Acierta más a la hora de convencer al espectador de que las ilusiones que percibe son reales y el terror y confusión que se apoderan de él. Suzanne Pleshette poco puede hacer con su papel de interés romántico de Tanner y se limita a permanecer siempre leal y colaboradora. Podría habérsele dado mayor peso dramático si el villano la hubiera manipulado para minar aún más la ya precaria situación del protagonista y corroer su tambaleante identidad y estabilidad psíquica. Tal y como está planteado, por el contrario, ni él llega a dudar nunca de sí mismo ni tampoco lo hace ella.
El poder fue la última película que dirigió Haskin y también la última que George Pal produjo bajo contrato de MGM. Según aquél, el estudio estaba tan ansioso por librarse de Pal que sabotearon deliberadamente el film, utilizando un casting inadecuado, asignando un presupuesto mínimo y racaneando en los pocos efectos visuales que se incluyeron.
Por todo lo dicho, no es de extrañar que El poder no resultara un producto rentable. Para colmo, el estreno aquel mismo año de dos títulos de ciencia ficción tan relevantes como 2001: Una Odisea del Espacio y El Planeta de los Simios, no solo le hurtó la atención del público, sino que a su lado parecía una película anticuada y falta de ambición.
Los malos resultados financieros de esta película hicieron que Pal tardara nada menos que siete años en estrenar su siguiente y última propuesta, Doc Savage, el Hombre de Bronce (1975), otro desastre que supuso el último clavo en su ataúd cinematográfico. Pal murió en 1980, irónicamente en una época en la que la ciencia ficción estaba regresando por la puerta grande a los cines y cuando su nombre estaba empezando a ser reivindicado como uno de los padres fundadores del género en el medio.
Hay algunos críticos y aficionados que consideran a El poder como un clásico menor del género. Puede considerársele así. Pero sobre todo, fue un claro precursor de los thrillers paranoicos de los setenta. De hecho, podría haber sido una película mejor recibida de haberse estrenado unos años después, cuando la fiebre por las conspiraciones y la moda de los poderes mentales hacían furor en la sociedad y la cultura popular. Sin embargo, apareciendo en el momento en que lo hizo, estos elementos –los más interesantes de la historia– quedaron sin desarrollar adecuadamente y, en general y para el público mayoritario, la película sin duda ha envejecido más de lo que sería deseable para su pleno disfrute.
En una época como la actual, en la que Hollywood parece hacer más remakes que nunca, El poder es una película que podría beneficiarse de esa política. En manos de un director competente, con los cambios argumentales adecuados, los actores idóneos y la ayuda de la tecnología digital para los combates mentales, podría llegar a ser lo que en su día no fue capaz.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.