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«El mundo perdido» (1925), de Harry O. Hoyt

Basada en la novela homónima de Arthur Conan Doyle (1912), es difícil estimar el efecto que esta su primera adaptación cinematográfica tuvo en el momento de su estreno. Hoy los críticos no le prestan demasiada atención, pero es muy posible que los efectos visuales de Willis O’Brien causaran un gran impacto en el público porque nunca antes se había visto nada semejante en pantalla. Se dice que el propio Conan Doyle mostró alguna escena de los dinosaurios a varias personas diciéndoles que eran auténticos. Le creyeron.

La historia es bien conocida. El profesor Challenger (Wallace Beery) es, según palabras de Conan Doyle, «una mente privilegiada encerrada en un cuerpo de Pitecántropo». No conforme con su condición de sabio excéntrico, ejerce de temido polemista en los foros científicos londinenses, afirmando que tiene pruebas de que los dinosaurios todavía existen. Para demostrar una teoría tan atractiva como inverosímil, organiza una expedición al Amazonas. Además del profesor Challenger , los expedicionarios son el periodista a la búsqueda de fortuna Edward Malone (Lloyd Hughes), Paula White (Bessie Love), el cazador sir John Roxton (Lewis Stone) y un competidor y escéptico crítico de Challenger , el profesor Summerlee (Arthur Hoyt).

El grupo llega a la meseta brasileña de Maple White, en la que, efectivamente, encuentran que la evolución se ha detenido y por cuyos bosques y llanuras aún deambulan los grandes reptiles jurásicos. Los expedicionarios consiguen no sólo sobrevivir a esas bestias, a los ataques de hombres primitivos y erupciones volcánicas, sino escapar llevándose consigo un brontosaurio cautivo.

Una vez en Londres, la criatura no tardará en escapar, provocando el pánico antes de caer al Támesis y desaparecer. A excepción del subargumento romántico y un final algo diferente, se puede decir que el guión permanece en líneas generales fiel a la novela original.

La película es sorprendentemente corta –alrededor de una hora, aunque existen algunas copias cuya duración se extiende hasta los noventa minutos–, pero la esencia de la historia está bien condensada: no se pierde tiempo en contar el viaje hasta la recóndita meseta y las pistas que apuntan a que el padre de Paula White –quizá perdido allí en una expedición anterior– podría aún estar vivo se dejan sin resolver.

La interpretación de los actores es en ocasiones exagerada, pero esto era algo común en la mayoría de las películas mudas. Wallace Beery realiza un buen papel como el matón y dominante profesor Challenger , más fiel al espíritu del personaje literario que en otras versiones que tienden a representarlo como un tipo gruñón pero en el fondo encantador. La joven Bessie Love (que, por algún motivo, figura como cabeza de cartel), interpreta su papel con toda la inocencia angelical propia de las féminas cinematográficas de los años veinte; cuatro años después estaría nominada al Oscar por Melodías de Broadway (1929) y, a diferencia de la mayoría de estrellas del cine mudo, continuaría trabajando hasta bien entrados los años ochenta. Por su parte, Lloyd Hughes y Lewis Stone se especializaron posteriormente en papeles románticos.

Pero en realidad, la razón para detenernos en esta película es su revolucionario papel en el campo de los efectos especiales, que corrieron a cargo de Willis O’Brien, no sólo un pionero en este campo, sino maestro de otra leyenda: Ray Harryhausen. Nacido en California en 1886, O’Brien desempeñó en su juventud diversos trabajos, de los cuales tres fueron clave en su posterior carrera: guía de campo para antropólogos en la región de Crater Lake, escultor e ilustrador periodístico. Un día, mientras realizaba maquetas con un amigo, tuvo una idea. ¿Por qué no animar los modelos utilizando el mismo principio que los dibujos animados? Podría modelarse una figura de arcilla y luego mover o modificar ligeramente sus diferentes partes, fotografiando sucesivamente cada uno de esos cambios y proyectándolos luego a velocidad normal consiguiendo una ilusión de movimiento. Aunque este método, conocido como animación por stop-motion, ya había sido inventado y utilizado, por ejemplo, por Georges MélièsO’Brien no sólo lo desarrolló por su cuenta sin atender a sus predecesores, sino que lo perfeccionó de forma notable.

Cuando se decidió a rodar una pequeña película de demostración con la que vender su invención a los productores de Hollywood, recurrió a su otra gran afición: las criaturas prehistóricas. El resultado fue un corto de un minuto y medio en el que un hombre de las cavernas luchaba contra un dinosaurio. No era un gran trabajo –los movimientos resultaban artificiales y los modelos se fundían por el calor de los focos–, pero sí suficiente. Consiguió 5.000 dólares para rodar otro corto, al que tituló El dinosaurio y el eslabón perdido (1915), una comedia sobre los dilemas prenupciales de un Neandertal. Aquella película gustó a Thomas Alva Edison, que compró sus derechos y contrató a O’Brien para su estudio cinematográfico.

Siguieron otros cortometrajes y films educativos producidos por el famoso inventor y empresario americano. Aquellas pequeñas películas no contaban con un enfoque narrativo: como sucedía en Viaje a la Luna, de Georges Méliès, la historia se utilizaba como mera excusa en la que insertar las imágenes fantásticas que constituían la auténtica razón de ser de las breves películas. Como las duraciones estaban limitadas a diez minutos como máximo, había poco espacio para el desarrollo de un argumento o la caracterización de personajes. Los espectadores que buscaran una historia sólida acudían al teatro; el cine quedaba relegado al papel de espectáculo visual, de soporte para imágenes trucadas que el escenario no podía mostrar. Esta tradición de cine como espectáculo fue la dominante durante la primera década y media del siglo XX y en ella se inscriben los primeros trabajos de O’Brien.

Un productor llamado Herbert Dawley se hizo con los servicios de O’Brien para animar una película de larga duración, El fantasma de la montaña de los sueños (1919), en la que también aparecían dinosaurios. Aquel proyecto fue una decepción para O’Brien: sus 45 minutos iniciales fueron recortados hasta un escaso cuarto de hora y aunque la película generó un beneficio de 100.000 dólares, el cheque que recibió fue bastante miserable. Peor aún, Dawley se atribuyó la animación, negando que su empleado hubiera tomado parte creativa en ellos. Aun así, el mundillo de la industria no se dejó engañar y O’Brien fue contratado por First National Pictures para un encargo mucho más ambicioso: la primera película de larga duración, aliento épico y generoso presupuesto en la que la animación stop-motion jugaría un papel fundamental. Su título sería El mundo perdido.

Hay otro nombre que, en justicia, debería mencionarse junto al de Willis O’Brien. Aunque éste tuvo la visión para comprender el potencial técnico de la stop-motion, también fue lo suficientemente honesto como para reconocer que su habilidad como escultor no estaba a la altura. Así que, en 1923, contrató a un ayudante, el estudiante mexicano residente en EEUU Marcel Delgado. Fue éste el que construyó los cincuenta modelos de dinosaurios que aparecen en El mundo perdido, inspirándose tanto en las descripciones de Conan Doyle como en las pinturas «prehistóricas» de Charles R. Knight. A diferencia de las maquetas de madera y arcilla un tanto toscas que utilizaba O’Brien, las marionetas de Delgado estaban fabricadas con armazón de aluminio, articulaciones móviles y músculos y piel de látex. A partir de ellos, O’Brien supervisó el tedioso proceso de la animación.

En concreto, la primera aparición de un dinosaurio en stop-motion está realizada con un gran detalle –la respiración, los movimientos…–, ofreciendo el mismo sentido de la maravilla que el público de ochenta años después sintió al contemplar por primera vez los dinosaurios de Parque Jurásico (aun cuando éstos, claro está, gozaban de un grado de perfección técnica muy superior). Y aunque otros planos con dinosaurios nos puedan parecer hoy algo toscos (la falta de detalle de las maquetas se evidencia especialmente en los primeros planos y los movimientos son demasiado rígidos debido a que se proyectaba a 16 fotogramas por segundo en lugar de los 24 de, por ejemplo, King Kong), irradian una convicción ausente en producciones posteriores. Al fin y al cabo, tratándose de una técnica intensiva en horas de trabajo, la stop-motion era muy cara y probablemente O’Brien contaba con un presupuesto ajustado (First National, aunque conocido entonces, no era uno de los grandes estudios de Hollywood) y hubo de recortar en las escenas secundarias.

Por otro lado, hay momentos muy bien coreografiados, como la lucha entre el alosaurio y el brontosaurio en el borde del acantilado o la desesperada lucha del último debatiéndose en el barro. El mundo perdido es una de las pocas películas de estos primeros años del cine que el público de hoy aún puede disfrutar a pesar de la ausencia de diálogos, por otra parte innecesarios puesto que los actores se pasan buena parte del tiempo inmóviles, atónitos ante los dinosaurios animados de O’Brien).

El mundo perdido fue un éxito, pero O’Brien tuvo dificultades para continuar la racha, dificultades no achacables a él mismo sino a la volubilidad de Hollywood. Su siguiente proyecto fue una película sobre la Atlántida, pero cuando ya llevaba varios meses trabajando con modelos a escala, se canceló. A continuación se planteó una secuela de El mundo perdido, pero también quedó aparcado debido a cambios en la dirección de First National Pictures. Su siguiente gran película sería King Kong (1933).

De hecho, el argumento de El mundo perdido fue reutilizado en gran medida unos años más tarde en King Kong, la cumbre de las películas de mundos perdidos. Ambas cintas presentaban exploradores aventurándose en un primitivo y remoto mundo en el que encontraban bestias prehistóricas, regresando luego a la civilización con una de esas criaturas solo para que ésta se escapara causando el pánico en la ciudad antes de ser abatidas subrayando la violencia de nuestra propia especie (en el libro, el profesor Challenger sólo llevaba a Londres un huevo de pterodáctilo que incubaba hasta su eclosión, sobrevolando el recién nacido dinosaurio la asombrada ciudad).

La gran innovación de King Kong, menos de una década después, consistió en dotar al gran simio de una personalidad y tejer una extraña relación con la protagonista femenina. King Kong tenía un guión completo y sólido, mientras que El mundo perdido adolecía de cierta torpeza narrativa, si bien este puede ser un juicio injusto dado que años más tarde Warner Brothers recortó la película original nada menos que treinta minutos, dando absoluto protagonismo a las escenas de dinosaurios en detrimento de aquellas que desarrollaban la historia por parte de los actores. Y esta versión mutilada es la que hoy se puede adquirir.

Por otra parte, King Kong integró perfectamente sus dinosaurios en la narración principal, mientras que en El mundo perdido se tiene la impresión de que han sido arbitrariamente colocadas, además de filmarse desde puntos de vista imposibles para los personajes, defecto este también solucionado en King Kong. En definitiva, la película del gorila gigante integró con mayor habilidad y coherencia la narrativa y el espectáculo y eso es lo que la convirtió en un clásico inmortal, relegando a El mundo perdido a la condición de mera curiosidad histórica.

O’Brien, simplemente, llegó demasiado tarde. Su protegido, Ray Harryhausen, en cambio, maduró como profesional en un momento en el que las películas de ciencia–ficción y fantasía se establecían como género diferenciado. Sus ideas encontraron eco en realizadores que las comprendían y ejecutivos que sabían de la rentabilidad de sus maquetas y trucos. Así, poco a poco, obtuvo encargos de forma regular al tiempo que control sobre su tarea, desarrolló su propio estilo y se responsabilizó de un trabajo creativo que todavía hoy llama la atención aún cuando los avances en animación digital hayan convertido en obsoleta el stop-motion. Por el contrario, su padrino O’Brien fue un visionario en una época en la que los films con monstruos gigantes y seres fabulosos eran la excepción; sus propuestas fueron a menudo rechazadas por productores escépticos impidiendo que su carrera obtuviera el esplendor y respeto merecidos.

Por su parte, en unas u otras manos, el relato de Conan Doyle demostraría una perdurabilidad asombrosa en una civilización cada vez más tecnificada, sucediéndose las versiones cinematográficas (1960, 1992) y televisivas de incluso superior calidad (1993, 1998, 1999, 2001), sin contar otras películas y series deudoras de la historia de Conan Doyle en las que se mezclaban humanos y dinosaurios: El monstruo de los tiempos remotos (1953), las diferentes encarnaciones de Godzilla o Parque Jurásico (1993) son sólo los títulos más destacados de una larga lista que demuestra nuestra inagotable fascinación por esas criaturas.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".