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«La Guerra en Sudáfrica», de Arthur Conan Doyle

El árbol genealógico que enlaza el ensayo idealista y la propaganda suele tener ramificaciones complejas. De ahí que, en el caso de esta obra, uno acabe por no distinguir ese punto donde acaban el quijotismo o el pensamiento elevado y empiezan el fervor o la maniobra imperial.

En todo caso, lo que es innegable es la calidad literaria del conjunto. Nadie ha de esperar menos, teniendo en cuenta que La Guerra en Sudáfrica lleva la firma de Arthur Conan Doyle, ese titán de las letras inglesas que, por esas paradojas que tiene la imaginación, es menos famoso que su criatura más perfecta: el detective Sherlock Holmes.

No me incomoda confesar que cualquier libro de Doyle ‒incluido éste, tan atípico‒ cuenta con mi simpatía. En esta ocasión, se trata de un encendido panfleto, en el que defiende la movilización de los casacas rojas durante la segunda guerra anglo-bóer (1809-1902).

Es cierto que, si nos fijamos en el contexto histórico, aquella campaña tuvo similitudes con eso que los norteamericanos llamaron el «destino manifiesto». Apropiarse del Estado Libre de Orange y de la República de Transvaal, ambas bajo dominio bóer, fue una de esas operaciones que, vistas en su época, se adornaron de un romanticismo victoriano casi irresistible, pero que hoy, cuando ya nos suenan determinados preceptos del derecho internacional, pueden resultar mucho menos justificables.

Cuando estallaron las hostilidades, Conan Doyle ya había cumplido 41 años, una edad acaso excesiva para ponerse el salacot y empuñar un rifle Lee-Metford con bayoneta, pero que no le impidió servir, a lo largo de tres meses, en un hospital militar de Bloemfontein.

Esos tres intensos meses de 1900 fueron suficientes para que nuestro escritor se hiciera una idea cabal del conflicto. Ya había pasado la primera etapa de la guerra, centrada en la ofensiva bóer, y con hechos de armas tan conocidos como la invasión de Natal o el asedio de Mafeking, defendida por las tropas de Robert Baden-Powell, quien luego alcanzaría notoriedad como fundador de los boy-scouts.

Cuando Conan Doyle llega a Bloemfontein, comienza el periodo más atroz de la guerra, caracterizado por la contraofensiva británica, la puesta en marcha de la guerrilla bóer y la creación de los campos de concentración, ese invento inglés que más adelante fue tristemente imitado en otros conflictos.

No es, desde luego, el único escritor comprometido con el esfuerzo bélico. En la Imperial South African Association ya militaban figuras como Rudyard Kipling o Henry Rider Haggard, convencidos de que las tropas británicas merecían una gloria que discutía otra agrupación formada en 1899, el South African Conciliation Committee, a cargo del liberal Leonard Courtney.

De regreso a su país, Conan Doyle redactó The Great Boer War, una crónica de la guerra, escrita con toda la imparcialidad de la que era capaz un victoriano patriótico. Es curioso que Inglaterra, donde tanto prosperó y se cultivó la Leyenda Negra española, fuera por aquellas fechas objeto de una interpretación que Doyle juzgó como negrolegendaria: así, la prensa internacional comenzó a denunciar las atrocidades que cometieron las tropas británicas. El escritor, decidiendo que era exagerada y torticera esa visión de la guerra, se apresuró a completar una segunda obra para justificar a su país: La Guerra en Sudáfrica, que salió de imprenta en enero de 1902.

No me parece casual que este lanzamiento tuviese lugar después de que Conan Doyle y Winston Churchill se reunieran en el Pall Mall Club, el 25 de octubre de 1900. ¿Su tema de conversación? El heroísmo y la honorabilidad de los oficiales británicos en Sudáfrica.

Como ven, volviendo a nuestra Leyenda Negra, está claro que con propagandistas de este calibre y talento, a nadie debe extrañarle que Inglaterra siempre haya sido capaz de trasformar desastres o infamias en relatos épicos formidables. En ese afán, los españoles hemos sido mucho menos eficaces, y hemos preferido creer todo aquello que se decía sobre nosotros más allá de nuestras fronteras.

España, por cierto, descubrió a Conan Doyle gracias a La Guerra en Sudáfrica. Fue su primer libro publicado entre nosotros, con la traducción de Fernando de Arteaga y Pereira que reencontramos en esta magnífica reedición, a cargo de José Luis García Martín y con el sello de Espuela de Plata.

Sinopsis

Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, escribió al filo del novecientos dos obras, a medio camino entre la historia y el periodismo, sobre la Segunda Guerra Bóer (1899-1902), que enfrentó a los afrikáners y al imperio británico, y que tuvo una amplia repercusión en la Europa de su tiempo. La primera de ellas fue The Great Boer War, publicada en 1900, antes de que concluyera el conflicto y por ello acrecentada en sucesivas ediciones; la segunda, esta de La guerra en Sudáfrica (1902). Su objetivo, según nos informa el autor en sus memorias, no es escribir la historia de la guerra, cosa que ya hizo en el libro anterior, «sino tocar ciertos puntos acerca de los cuales se ha tratado de desviar la opinión en el continente y en los Estados Unidos», y lo hará «no a la manera del abogado que prepara un informe, sino con la recta intención de pintar la cosa tal cual es, aun en aquello en que me atrevo a diferir, ya del modo de obrar del gobierno inglés, ya del de los generales en el campo». El resultado, una minuciosa y bien trabada defensa de la postura y actuación británicas, una pionera obra maestra de la propaganda política, tuvo un éxito inmediato en Inglaterra y fue pronto traducida a las principales lenguas (sería el primer libro suyo traducido al español).

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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