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El lenguaje de la ciencia: «Los espejismos de la certeza», de Siri Hustvedt

A los legos curiosos y atentos que nos interesamos por las ciencias nos resultan algunos de sus textos laboriosamente intrincados, rayanos en lo ilegible dada su técnica densidad. Por eso agradecemos libros como el de Siri Hustvedt Los espejismos de la certeza (traducción de Aurora Echavarría, Seix Barral, Barcelona , 2021).  “No es difícil que una persona se pierda ante una mala prosa”, por citar sus palabras, puede servir de epígrafe. En efecto, buena parte del texto está dedicada a echar luz sobre algunas falsas certezas y paralogismos que halla en su intenso recorrido por la bibliografía de las disciplinas dedicadas al fenómeno humano. Se trata del único animal que mata por ideas, tal es la influencia de su pensamiento en su conducta. La pregunta crucial, que la bióloga no contesta por ser fiel a sus postulados, puede ser: ¿Cómo?

Es obvio que la ciencia se vale de las palabras y que, conforme al clásico principio del logos, pensamos lo que ellas dicen. Lo que decimos con ellas, lo que ellas nos hacen decir, lo que ellas nos dicen incitándonos al diálogo, lo que entra a dialogarse entre ambos incisos.

Hustvedt va más allá sosteniendo que la ciencia se vale de la metáfora. Que la ciencia piensa y dice de modo metafórico ya lo sabemos, al menos, desde el barroco. Hustvedt hace hincapié en dos nombres de tal época, tan metaforizante en su literatura: el reconocido y estimado Giambattista Vico y la olvidada y recuperada Margaret Cavendish. Dando un salto de siglos, uno de los mayores hermeneutas contemporáneos, Sigmund Freud, se apunta al caso. Fue neurólogo antes que psicoanalista y al estudiar el significado de los sueños emplea dos figuras de la retórica clásica: la metáfora que es concentración (Verdichtung) y la metonimia que es desplazamiento (Verdrängung, a veces traducida como represión).

Muchos son los tópicos (léase: temas) peculiares que examina la autora. Me detengo sólo en uno, la mente. Se utiliza profusa-mente (sic) pero no hay consenso acerca de lo que significa y, en especial, dónde reside. No hay una categorización tajante y sí bastante confusión al respecto. Nos inclina a sospechar que estamos tratando con una conjetura como el inconsciente y la psique (alma: Seele). No obstante se sigue hablando de lo mental y de las relaciones entre la mente y el cuerpo, en especial entre la mente y el cerebro. Hay otra palabra que, sugestivamente, se muestra aquejada de parecidas dificultades: amor.

Sin duda, la mente sucede en el cuerpo y es inaceptable pensar en una mente incorpórea. Lo crucial es que lo que entendemos por cuerpo no se reduce a la masa individual de tejidos que lo componen, receptáculo de un enjambre de herencias genéticas a las que a veces, en un ejercicio reduccionista, se atribuyen mecánicamente nuestras conductas. Es cierto que nacemos con nuestra dosis de ADN y nuestro esquema genomático, pero nuestra vida no se reduce a ellos, porque vivir es experimentar y la experiencia es algo social y cultural, a partir, precisamente, de la palabra que se nos enseña para incorporarnos a determinada sociedad y a determinada cultura, es decir: para pasar de ser meros ejemplares individuales de una especie a ser sujetos humanos.

La mente no se sabe bien ni mal dónde conviene ser situada. El lugar preferido es el cerebro, pues si no contáramos con él careceríamos de ella. No obstante, el tejido neuronal que lo caracteriza aparece en otros órganos del cuerpo, a contar desde la placenta, un fascinante tercer cerebro transitorio que muere al nacer cualquiera de nosotros y que media entre los cerebros de la madre y del nascituro.

La mente se explicita a sí misma y se duplica en este ejercicio de autoconocimiento que ciertos filósofos adjudican a una entidad fantasmal llamada espíritu. Hustvedt se pregunta por qué no hay una sola ciencia centrada en ella, ya que el cerebro es materia de la neurología mientras la mente lo es de la psiquiatría. Pero Grullo añadiría que si se estudia la relación de la mente con otras cosas es porque es distinta de esas otras cosas, por ejemplo: el cerebro. Hasta podríamos llegar a la ficción científica leyendo los intentos de la inteligencia artificial para dotarnos de la inmortalidad.

Este libro se legitima en su proyecto de exhibir la ciencia como algo legible para el lego, no como un convenido y benévolo trabajo de divulgación, sino gracias a la calidad de su escritura, que refuerza la cita ya entrecomillada. Lo abraza su concepto de naturaleza, un todo en proceso y cuyo autoconocimiento compete al ser humano. La naturaleza tiene inteligencia pues inteligen todos los seres vivos y hasta las materias inorgánicas que “saben” combinarse para dar lugar a otras materias. La razón es humana porque es mensura, ponderación de los eventos naturales para ocuparse de su explicación. Finalmente, una cuestión de palabras. Matizo, siguiendo a Hustvedt: de metáforas.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")