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«El juego de Ender» (2013), de Gavin Hood

Orson Scott Card es uno de los grandes escritores de ciencia ficción modernos. Su nombre se halla grabado en la ciencia ficción con letras de oro junto al de otros autores como William Gibson, Kim Stanley Robinson, China Mieville, Neal Stephenson o John Varley. Card, además de prolífico, ha demostrado ser capaz de mantener una notable calidad en todo lo que hace, ya sea ciencia ficción o fantasía. Su primera obra publicada fue la versión corta de El juego de Ender (1977) en la revista Analog y desde entonces ha escrito más de cincuenta novelas y desarrollado varias series literarias en diferentes géneros, como la pentalogía La Saga del Retorno, que reinterpreta El Libro de Mormón como una épica de ciencia ficción; o la Saga de Alvin Maker, compuesta hasta el momento de seis volúmenes y en la que narra una historia alternativa de los Estados Unidos en la que existe la magia.

El juego de Ender (1985), la ampliación a formato novela del cuento mencionado, le hizo ganador tanto del premio Hugo como del Nébula, una hazaña que repitió con la secuela, La voz de los muertos (1986), en la que Ender viajaba por la galaxia buscando la redención por el genocidio cometido en la primera entrega. La serie fue luego ampliándose en varias direcciones pero no me voy a extender demasiado en ello puesto que esto se tratará en otros artículos.

La película que ahora nos ocupa fue la primera adaptación cinematográfica de una obra de Card. Anteriormente el escritor había realizado la novelización, bastante notable por cierto, de Abyss (1989), el film de James Cameron. Lo que sí había venido haciendo Card fue escribir guiones para varios cortos que narraban historias del Libro del Mormón e incluso llegó a dirigir uno de ellos; pero, evidentemente, estamos hablando de producciones dirigidas a un público muy concreto y limitado.

El juego de Ender, la novela, ha sido desde su publicación la puerta de entrada de numerosísimos lectores a la ciencia ficción. Según muchos, es uno de los pocos libros del género que pueden convertir en fans a quienes normalmente se proclaman enemigos del mismo. Así que no es de extrañar que durante muchos años fuera objeto de deseo por parte de cineastas y estudios. Sin embargo, receloso acerca del tratamiento que los ejecutivos de Hollywood podrían dar a su historia, Card se resistió durante bastante tiempo a vender los derechos, disconforme ante los planteamientos que se le hacían. A mediados de los noventa cofundó la productora Fresco Pictures y decidió escribir él mismo el guión, un trabajo que le llevó años hasta que en 2003 lo presentó a Warner Brothers, donde asignaron a dos guionistas profesionales, David Benioff y D.B. Weiss (cocreadores de la serie Juego de Tronos), para colaborar con él junto a quien iba a ser el director del proyecto, el alemán Wolfgang Petersen, responsable de títulos como El submarino (1981), Enemigo mío (1985) o Estallido (1995).

Después vinieron más y más problemas de reescritura del guión. Card llegó a escribir seis tratamientos diferentes antes de que, en 2009, la productora Odd Lot Entertainment reuniera un equipo de producción y anunciara que sería Gavin Hood el responsable de dirigir el film además de escribirlo (Card se aseguró de figurar como productor). Las credenciales de este director sudafricano eran algo dudosas. Llamó la atención internacional con el excelente drama ambientado en los guettos negros de Johannesburgo Tsotsi (2005), para pasar luego al thriller con Expediente Anwar (2007) y al cine de superhéroes con X-Men Orígenes: Lobezno (2009), ambas con resultados creativos discutibles.

Quizá para apoyarle, en 2011 se anunció la entrada como productores de Alex Kurtzman y Roberto Orci, esperando que sus nombres animaran a más inversores a participar. Por fin, en 2012 empezó a rodarse y el estreno tuvo lugar un año después.

En el futuro, la Tierra será atacada por una especie alienígena conocida como los Insectores. Fueron rechazados pero desde entonces las fuerzas de la Humanidad han estado preparándose para una nueva oleada. Parte de esa preparación pasa por seleccionar y adiestrar a niños con capacidades extraordinarias, con la esperanza de hallar entre ellos al siguiente genio militar que pueda liderar la flota terrestre a la victoria.

El joven Andrew «Ender» Wiggin (Asa Butterfield) es uno de los seleccionados por el coronel Hyron Graff (Harrison Ford), quien piensa que posee la mente y actitud necesarias para convertirse en el líder supremo. Se lleva al muchacho a la Escuela de Batalla, una estación orbital en la que debe enfrentarse a diferentes desafíos mientras aprende el arte de la guerra en una serie de juegos librados entre equipos en un espacio de gravedad cero. Allí, Ender demuestra su genialidad a la hora de dar con tácticas y estrategias ajenas a la ortodoxia, lo que le vale la promoción a la jefatura de una serie de simulaciones en las que dirige a la flota terrestre contra una supuesta guerra final contra los Insectores.

La película no obtuvo el resultado económico deseado. Recaudó 125 millones de dólares sobre un presupuesto de 115 millones. Se hizo una considerable labor de promoción pero el estreno en Estados Unidos vino acompañado de cierta polémica espúrea que –al menos en ese país– pudo tener un efecto negativo.

Lo cual nos lleva a las creencias personales de Orson Scott Card. Fue criado como mormón y, de hecho, afirma descender del mismísimo segundo líder de esa iglesia, Brigham Young. Card fue misionero y escribe regularmente una columna en el Mormon Times. Cualquiera que, con cierta distancia, examine el Libro de Mormón, verá que sus afirmaciones han sido refutadas por la arqueología y la genética. Así que la postura de Card parece a menudo entrar en contradicción con sus propias creencias. Se postula seguidor de un movimiento que ve el mundo como algo divinamente ordenado, pero también cree en la evolución. Escribe parábolas pacifistas como El juego de Ender o La voz de los muertos, pero apoyó la campaña para la reeleción de George W. Bush en 2004 y la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Fue miembro del Partido Demócrata pero, como digo, prestó su mano a Bush y escribió un polémico ensayo en el que imaginaba como una distopía el país gobernado por Barack Obama. Ha hecho duras declaraciones en contra de los gays, pero en libros como El maestro cantor (1980) incorpora personajes homosexuales con un enfoque amable.

La abierta oposición de Card al matrimonio homosexual (es miembro de la Organización Nacional para el Matrimonio, contraria a esa fórmula, y ha escrito varios ensayos polémicos en esa línea) siempre ha sido un arma arrojadiza contra el escritor. Hubo, por ejemplo, un movimiento opuesto a que se encargara de escribir la colección de Superman para DC Comics y una campaña de boicot organizada por Geeks Out! contra la película El juego de Ender.

Ahora bien, la cuestión es que, se esté o no de acuerdo con las ideas políticas, religiosas y sexuales del escritor, él tiene derecho a tenerlas y defenderlas públicamente. Si dejamos que en el mundo del entretenimiento participen solamente profesionales que compartan nuestros puntos de vista, estaremos entrando en el espinoso terreno de la correción política y la censura que ello conlleva. Al fin y al cabo, la libertad de expresión incluye la de la gente que defiende ideas y creencias opuestas a las nuestras.

Después de todo, hay una larga tradición de escritores de ciencia ficción con idearios extremistas. John W. Campbell, el editor de la revista más importante del género, Astounding Science Fiction, y una de las figuras más influyentes de la Edad de Oro, defendía los méritos de la Cienciología y el esclavismo. Robert A. Heinlein, uno de los más grandes escritores del género, postulaba ideas libertarias a las que ni siquiera se atreven a acercarse los miembros del Tea Party actual. La polémica ha acompañado también a muchos actores o directores de cine, cuyas discutibles vidas personales no les han impedido hacer grandes películas. Lo mismo ocurre en cualquier campo del arte, de la pintura a la poesía pasando por la música.

Lo que muchos necesitan entender a la hora de abordar este tipo de debates es que es necesario separar los méritos del trabajo de un autor de sus manías, creencias o ideologías. No puede juzgarse una obra por la animadversión que nos causen aquéllas. ¿Habría que despreciar sistemáticamente las películas de actores polémicos como Tom Cruise o Mel Gibson? En mi opinión, no. Me gusta el estilo de Card y demuestra una capacidad de argumentación sobre sus puntos de vista lo suficientemente sólida como para que pueda escuchársele atentamente. Lo cual no quiere decir que esté de acuerdo con él.

Dicho lo cual, resulta interesante fijarse en la forma en que el estudio trató de distanciarse de la posturas anti-gay de Card. Harrison Ford habló pública y contundentemente al respecto mientras que la mayoría del reparto y figuras prominentes del equipo de producción se manifestaron en contra del escritor en este punto. El estudio fue tan lejos como para anunciar que haría un estreno benéfico para la comunidad LGTB. Todo esto apunta claramente a un deseo de amortiguar cualquier polémica alrededor de la película. Desde el punto de vista del departamento de relaciones públicas, no sé si les puede culpar, sobre todo si se tiene en cuenta que habían invertido 110 millones de dólares y que existía todo un movimiento anti-Card que amenazaba el estreno del film. Pero, por otra parte, parece un movimiento desconsiderado, dado que Card estaba vivito y coleando, que su compañía de producción participaba en la película y que, al fin y al cabo, su obra les estaba dando de comer a todos. Al final, el propio escritor se sintió obligado a saltar al ruedo y emitió una tibia e insatisfactoria declaración argumentando que «las leyes han cambiado por lo que mi oposición ya no importa» y no ofreciendo defensa, retractación o disculpa alguna por sus puntos de vista.

Pero dejemos todos estos fuegos artificiales –que, al fin al cabo, hacen ruido durante el estreno pero años después a nadie le importan ya– y pasemos a la película propiamente dicha.

Las expectativas previas que el film generó entre los aficionados fueron mixtas. Ya he dicho que el director y guionista no ofrecía una garantía muy sólida. Algo parecido podía decirse del dúo de productores Alex Kurtzman y Roberto Orci, en cuya carrera dentro del cine de género había ya demasiados ejemplos de premisas inteligentes convertidas, en manos de directores poco inspirados, en vehículos para el espectáculo vacío. Ahí están, como ejemplo, La isla (2005) o la saga de los Transformers (su participación en las dos primeras películas de la rediviva saga Star Trek fueron un compendio algo más equilibrado de aciertos y fallos). Tampoco el tráiler de la película llamaba al entusiasmo dado que enfatizaba sobre todo la acción y los aspectos visuales más llamativos cuando en realidad sobre lo que trata el libro es la evolución interior de un niño.

Por eso resulta una sorpresa que El juego de Ender sea mejor película de lo que se había esperado. Como no podía ser de otra forma en una obra escrita hace treinta años, se han hecho algunas actualizaciones y cambios, pero el guión de Hood, en general, es fiel al libro en la mayoría de lo que vemos en pantalla, siendo las desviaciones poco sustanciales. Por otra parte, ha dejado fuera algunos aspectos, sobre todo en lo que se refiere a los personajes secundarios. Valentine, la hermana de Ender, y especialmente su hermano Peter, reciben poco metraje y son caracterizados y despachados rápidamente mientras que en la novela ambos se convertían en portavoces políticos que influían en el devenir de los acontecimientos en la Tierra. Igualmente diluido está el personaje de Bean, que en la historia original acababa siendo primero un aliado y luego némesis de Ender. En la película, la justita interpretación de Aramis Knight no da a entender ni por asomo que ese personaje pudiera rivalizar en ningún momento con Ender, no digamos ya inspirar su propia serie de cinco libros.

Durante mucho tiempo, Card peleó –y llegó a estipularlo por contrato– para que el personaje de Ender fuera interpretado por un actor que tuviera alrededor de doce años. Los productores siempre se inclinaban por escoger a alguien en edad adolescente, probablemente porque de esta forma esperaban atraer a un público de esa misma edad, que es la que mayoritariamente acude a las salas de cine. Por la razón que fuera (cansancio, dinero), Card acabó dando su brazo a torcer y se llegó a una solución de compromiso.

El elegido fue Asa Butterfield, que a la sazón contaba dieciséis años –si bien tenía un aspecto aniñado que le hacía parecer ligeramente más joven–. Butterfield había aparecido poco antes en Hugo (2011), de Martin Scorsese (en la que, curiosamente, también Ben Kingsley interpretaba a una suerte de mentor) y puede decirse que hace un excelente Ender teniendo en cuenta lo difícil que resultaba el papel por lo complejo de su personaje: un joven que confía en sus capacidades pero no alardea de ellas; consciente de su brillantez pero preocupado por cómo ello afecta a los demás; solitario pero deseoso de conectar con los demás; cauto pero no robótico; brutal cuando la ocasión lo requiere, pero sensible en su corazón.

Por otra parte, Gavin Hood hace un buen trabajo replicando el escenario y escenas de combate en la Escuela de Batalla y cómo Ender se desenvuelve en ellas. El diseño de todos los elementos futuristas, sin ser particularmente novedoso, sí es eficaz, verosímil y estéticamente agradable. Fue una lástima que el estreno de El juego de Ender tuviera lugar tan sólo unas semanas después de Gravity (2013) y su extraordinaria representación del movimiento en gravedad cero, por lo que los logros de aquélla quedaron hasta cierto punto ensombrecidos. No es algo sobre lo que se pueda culpar a los responsables de la película; sencillamente, fue mala suerte y seguramente esas imágenes habrían causado más impacto de haber aparecido un poco antes.

En cualquier caso, el segmento de adiestramiento de Ender en la Escuela de Batalla constituye el punto fuerte del guión. El ascenso gradual del niño entre sus compañeros y cómo éstos reaccionan ante su rebeldía, aplomo y liderazgo constituye el núcleo emocional de la historia, conteniendo las escenas en las que se forjan las relaciones y se perfilan las personalidades. Pese a que hay pocos diálogos tomados literalmente del libro –algo que en sí no es un inconveniente tratándose de formatos y lenguajes narrativos diferentes–, el film sí replica el tono emocional de aquél.

En lo que sí peca la película respecto a la novela es en el maniqueísmo a la hora de tratar los personajes. Tanto Peter (Jimmy Pinchak) como Valentine (Abigail Breslin) así como Graff y la comandante Gwen Anderson (Viola Davis) ocupan posiciones más extremas en la escala «buenos-malos». Gracias a la interpretación de Davis, Anderson parece más compasiva y humana y, por el contrario, Peter se presenta como un mal bicho sin facetas. No es algo que vaya a molestar a los espectadores que no conozcan la obra de referencia, pero tal falta de sutileza probablemente sí será algo que los fans de la misma critiquen.

Tampoco funciona bien el extraño romance que el guión quiere encajar entre Ender y Petra (Hailee Steinfield). Podría haber tenido cierto sentido dado que en esta versión Ender es algo mayor que en la novela, pero esa relación se siente forzada, como si de lo que se tratara fuera de complacer al público adolescente. Darle a la amistad entre los dos jóvenes un peso mayor en la historia no me parece una desviación inadmisible del libro, pero ir más allá sólo da como resultado algo a medio cocinar, un intento innecesario y fallido de introducir un bocado dulce en una historia que es todo menos eso. Y es una lástima porque Hailee Steinfeld hace un buen trabajo con el papel que le dan.

Aún más grave, la película tropieza en su recta final. Aquellos que no hayan leído la novela, quizá no sepan que la conclusión incluye un giro épico, pero cuando éste llega en la película, no estoy seguro de que resulte del todo inteligible. Las explicaciones se engarzan a toda velocidad sin dejar tiempo a asimilar el impacto de lo que ha ocurrido.

A la postre, el principal problema de El juego de Ender quizá sea que, aunque permanezca fiel a la esencia de la novela, es posible que ésta no sea un material idóneo para llevar al cine. En parte, ello es debido al momento que se escribió. Orson Scott Card la concibió antes de internet y cuando los videojuegos aún tenían gráficos 2D. En muchos aspectos, Card fue un visionario: toda la premisa de la historia se asemeja a una experiencia inmersiva en un videojuego; mientras que el personaje de Valentine era una bloguera mucho antes de que nadie acuñara el término. El hecho de que el mundo real haya alcanzado y sobrepasado esas ideas no debe hacernos olvidar lo novedosas y convincentes que éstas fueron en su momento.

Por otra parte, la gran sorpresa –»no era un juego después de todo»– no lo es tanto por dos razones. La primera, que en las últimas dos décadas se han hecho demasiados films sobre realidad virtual y/o videojuegos como para que al espectador mínimamente veterano el desenlace le coja con la guardia baja; la segunda, que Gavin Hood, en lugar de hacer que el combate final entre naves terrestres e insectoras parezca una simulación de entrenamiento capaz de engañar al protagonista y al espectador por igual, invierte demasiados medios y drama para que sea lo más realista posible. Además, la idea de un niño–genio con inmensos poderes o talentos destinado a grandes cosas está expuesta con muy poca sutileza. Por no hablar de que es algo que se ha utilizado mucho, demasiado, en el cine. Ahí están, por ejemplo, las películas de Harry Potter o no pocas distopías adolescentes.

En cuanto al reparto, lo que más choca es la elección del británico Ben Kingsley para interpretar a un maorí: Mazer Rackham. Con todos los respetos que merece el actor –pese a las pésimas producciones en las que a menudo ha participado– y habida cuenta de que se hizo un elogiable esfuerzo por escoger una selección variada de etnias para los alumnos de la Escuela de Batalla que representara la unión planetaria y el esfuerzo bélico global, no veo qué problema hubiera habido en contratar a un auténtico maorí para el papel. Ahí están, por ejemplo,Temuera Morrison, Cliff Curtis, Rawiri Paritene o Nathaniel Lees. Por no hablar –nunca mejor dicho– de los fallidos intentos de Kingsley por adoptar un acento neocelandés.

Al final, El juego de Ender es una película demasiado irregular como para que vaya a ocupar un puesto destacado en el cine de ciencia ficción. Funciona razonablemente bien como versión audiovisual del libro para aquellos que lo conozcan –y que no sean particularmente estrictos con las adaptaciones–. Pero, por otra parte, dudo que nadie ajeno al mismo se haga fan de la historia viendo la película. Le falta la intensidad dramática que sí hace de la novela una obra seminal. Nunca llegamos a sentirnos de verdad involucrados en los problemas de Ender; y la forma en que descubre los secretos de la estrategia militar que le convierten en un genio no es más que una solución funcional que permite avanzar a la trama.

Es una lástima que esta película no estuviera a la altura de la obra literaria porque Card tiene otras novelas que son perfectamente adaptables pero que quizá ahora no encuentren un productor entusiasta. La voz de los muertos podría haber sido una excelente continuación y los libros de Alvin Maker son ideales para una serie televisiva en la línea de, por ejemplo, Juego de Tronos.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".