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El espectador participativo

Hoy en día es difícil saber cómo se veía el cine en sus orígenes, porque nos hemos acostumbrado, década tras década, a los cambios que se han ido produciendo en el lenguaje cinematográfico. Es un asunto al que me he referido en El guión de cine y los prejuicios.

El cine mudo, según parece, no se veía en religioso silencio, como a veces se muestra en algunas películas actuales, sino que el público comentaba las cosas que le llamaban la atención, gritaba, avisaba a los personajes del peligro, participaba en definitiva.

Como decía McLuhan: «Los espectadores africanos no pueden aceptar nuestro papel de consumidores pasivos ante una película. La característica normal de un público culto es que acepta íntegramente el papel de consumidor pasivo ante un libro o una película, pero un público africano no ha sido entrenado para seguir, privada y calladamente, un proceso narrativo.»

El guionista Jean-Claude Carrière explicaba en alguno de sus libros que en ciertos lugares del norte de África hacía falta un «explicador», y Buñuel recordaba que en la España de su juventud todavía existía esta figura. En palabras de John Wilson, del Instituto Africano de Londres, tras sus estudios en Ghana en los años 60 del siglo pasado: «Un público africano no permanece sentado y en silencio, sin participar. Quiere participar, y la persona que le muestra una película y hace el comentario vivo, debe ser flexible, incitante, y conseguir reacciones. Si se da una situación en que un personaje canta una canción, se canta la canción y se invita a los espectadores a corearla. Cuando se hacía la película, se tuvo que pensar en esta participación y procurarle oportunidades. Los comentadores directos que habían de presentar las películas tenían que ser entrenados perfectamente en el conocimiento de la significación de la película y en la interpretación que habían de darle ante públicos diferentes. Eran africanos elegidos entre los profesionales de la docencia y preparados para este objeto.»

Así que, en sus inicios el cine era un medio más frío, en terminología de McLuhan, de lo que ha sido después. Es decir, era un medio que favorecía la participación, porque no dominaba toda la experiencia sensitiva del espectador. No sólo porque carecía de sonido (aunque sí había pianistas y orquestas a menudo), sino que también, al ser en blanco y negro y en dos dimensiones, obligaba al espectador a completar o imaginar lo que veía.

Con el tiempo, el cine añadió el color y el sonido y se hizo mucho menos participativo, menos comunitario y compartido: el público empezó a asistir a las salas de cine no como quien va a una representación visual, sino como quien acude a misa. Los espectadores se sentaban juntos, pero en silencio, a oscuras, con la vista y el oído concentrados en la pantalla.

Es curioso observar que las innovaciones técnicas del sonido hicieron que los espectadores salieran un poco de esta especie de conexión casi umbilical con la pantalla, pues de pronto el sonido podía proceder de diversos lugares de la sala, creando una experiencia envolvente, pero, al mismo tiempo, haciendo percibir y sentir al espectador que se hallaba en un espacio con lugares diversos y separados. Lo mismo sucede, de manera paradójica, con el 3D: parece dominar aún más al espectador, pero en realidad lo libera de ese espacio sin espacio que es la pantalla en dos dimensiones y el hipnotismo que ejerce.

Imagen superior: proyeccionista de la sala Elgin Talkies, un cine de Bangalore que lleva abierto desde 1896, el año en que el cinematógrafo llegó a la India. El equipamiento de la sala data de los años treinta (Autor: Paul Keller, CC).

En la película india Road, movie (2009), dirigida por Dev Benegal, los protagonistas recorren India en una furgoneta que es un cine ambulante. En ella podemos ver cómo era la experiencia cinematográfica en sus inicios, porque, según tengo entendido, algunas de las personas del ámbito rural que vemos contemplando las películas que les proyectan los viajeros de ese cine ambulante era la primera vez que veían una película.

En sus rostros se ve el asombro que quizá presidió las primeras proyecciones, antes de que el público se acostumbrara poco a poco al nuevo medio y comenzará a participar activamente. Antes, en cualquier caso, de que el sonido los domesticara (nos domesticara) de nuevo.

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Imagen superior: «Nikka Zaildar 3» (2019).

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.