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Un experimento acerca de los prejuicios (El guión de cine y los prejuicios: 4 de 5)

En mis clases de guión me gusta mostrar a los alumnos la existencia de los prejuicios y códigos aprendidos sin saberlo de una manera clara e intuitiva.

Ya en mis primeros cursos empecé, casi por azar, un experimento, que luego he repetido en cada nuevo curso, porque es una manera estupenda de demostrar como funcionan los prejuicios de manera casi inadvertida.

Suelo poner este ejercicio casi después de las presentaciones, antes de que me conozcan y sepan de mi afición a las bromas, trucos y paradojas.

Se trata, en este primer contacto, de que escriban de manera rápida y espontánea, y no para complacerme a mí, porque mi teoría es que cuando uno hace las cosas espontáneamente es casi seguro que lo que hace es seguir su intuición, es decir, sus instintos, es decir, sus prejuicios.

Luego justificaré esta asimilación entre intuición y prejuicios, que estoy seguro de que a muchos les habrá sonado un poco raro, y que muy poca gente acepta, si no es tras un largo debate, sobre todo en esta época en que vivimos, tan partidaria de la intuición.

El lenguaje del guión

El ejercicio consiste en convertir un texto que está en lenguaje literario a otro que esté en lenguaje cinematográfico. Precisamente, se trata de mostrar cuál es la diferencia entre un texto literario y un guión de cine. Porque si alguien, por ejemplo el alumno de un curso de guión, quiere escribir un guión, lo primero que tiene que hacer es aprender que un texto literario no tiene casi nada que ver con un guión.

Por eso les pongo este ejercicio y les digo: he seleccionado un texto literario, un fragmento de una novela, y ahora quiero que lo transforméis en un guión.

Texto neutro

Este es el texto:

“Caminé durante media hora y vi la casa. Llamé a la puerta pero nadie me respondió, así que entré. Caminé por un largo pasillo cubierto de estanterías y llegué a un salón. No había ninguna persona. En una mesita vi unas botellas. Me serví una copa y me senté. Llamaron a la puerta.
‒Hola
‒Hola.”

A mis alumnos les digo que imaginen que al día siguiente se tiene que grabar la escena descrita en ese breve texto, y que, por ello, tienen que explicar a su equipo de producción qué es lo que se necesita, es decir, que es lo que verá el espectador.

La indeterminación literaria

En el texto literario anterior hay muchas cosas que no se describen: cómo es la casa, dónde está, cómo es el salón. El texto sirve, pues, para mostrar lo diferente que es un texto literario y un guión.

En un texto literario, el lector lo pone todo: sitúa la casa en algún lugar, pone los muebles, imagina cómo es la puerta.

En el cine o la televisión las cosas son muy diferentes: hay una persona que se ocupa de localizar una casa concreta, otras personas, atrezistas y decoradores, colocan los sillones, la mesa con las bebidas, todos los objetos que luego el espectador verá.

En una novela puedes escribir que doscientas naves espaciales bombardean un asteroide, mientras los héroes de la historia huyen por los subterráneos. El lector ya se encargará de poner el asteroide, los subterráneos, las doscientas naves espaciales y todo lo demás.

En el cine las cosas se complican extraordinariamente y a menudo lo que el guionista ha imaginado como un baile en un palacio con una orquesta y toda la nobleza reunida se tiene que convertir, por problemas de presupuesto, en dos personas descalzas bailando en la habitación de un hotel de carretera con un iPod.

Curiosamente, a veces ese cambio obligado mejora las cosas.

Así que esta es una diferencia esencial entre un texto literario y un guión: el texto literario llega directamente al lector, pero el guión pasa por intermediarios. El texto de una novela es la novela, pero el guión no es la película.

Un guión es una receta que tiene que ser cocinada, un manual de instrucciones que tienen que seguirse con cuidado, un mapa que permite orientarse, una formula que hay que interpretar.

En teoría semántica, un guión y una novela se definen de manera muy diferente: un guión se compone de símbolos que han de convertirse en otra cosa, pero el espectador no llega a ver esos símbolos, sino tan sólo su traducción por parte de un equipo de personas. Ve la película. Sin embargo, el lector de una novela se enfrenta a un sistema de símbolos que él mismo debe interpretar, sin intermediarios.

El guión no es la obra final

Es cierto que un escritor necesita un editor para que su libro se lea, pero es una intermediación casi accidental: hoy en día cualquier escritor puede ser leído directamente si sube sus textos a Internet, por ejemplo en una revista como ésta.

La prueba de que un guión no es la película es que nadie se compra los guiones para leerlos, a no ser los estudiantes de cine o los cinéfilos empedernidos. Y lo que habitualmente se vende como el guión de una película no es el verdadero guión, sino una transcripción de la película.

Jean-Claude Carrière demuestra de manera elocuente esa naturaleza del guión: ¿qué sucede el día final de un rodaje? Que todos se van a sus casas, dejando el suelo lleno de guiones tirados.

Nadie tira un libro después de leerlo, pero el guión, cuando ya esta hecha la película, muere. Carrière lo compara con el paso del gusano de seda a mariposa.

Volvamos al texto neutro y a todas esas cosas que no se describen claramente en el. ¿Cómo es la casa, la puerta, los protagonistas?

La indeterminación de la novela

En literatura se pueden producir errores como el de una novela de Dumas, no recuerdo si es en Los tres mosqueteros, en la que el héroe lucha con una espada, agarra un cofre con otra mano y extiende otra mano para sujetar una cuerda que le permitirá saltar al otro edificio.

Pocos lectores se dan cuenta de que hacen falta tres manos para lograr tal hazaña, pero en el rodaje de una película alguien se dará cuenta tarde o temprano de que no hay actores con tres brazos.

En State and Main, de David Mamet, cuando el equipo llega a rodar a un pueblecito en el que hay un famoso molino molino, descubren que ya no hay molino, que se quemó años atrás. En una novela no habría pasado nada, pero en una película hay que irse a otro pueblo o construir otro molino.

En este vídeo de Prodigy se produce una situación similar (en las clases a veces creo necesario advertir que es un vídeo para adultos, no sé si también es conveniente hacerlo en una página web: se trata de la versión no censurada de Smack My Bitch Up).

Bien, no sé si se te habrás dado cuenta de que en el texto neutro que puse antes, en el ejercicio que pongo a mis alumnos, no se revela en ningún momento el sexo del protagonista. Puede ser un hombre o una mujer.

“Caminé durante media hora y vi la casa. Llamé a la puerta pero nadie me respondió, así que entré. Caminé por un largo pasillo cubierto de estanterías y llegué a un salón. No había ninguna persona. En una mesita vi unas botellas. Me serví una copa y me senté. Llamaron a la puerta.
‒Hola
‒Hola.”

En una novela también puedes mantener secreta la identidad sexual del protagonista. En la excelente novela de Jeanette Winterson Escrito en el cuerpo, hasta casi la mitad del libro muchos lectores piensan que se trata de un hombre, simplemente porque se acuesta con mujeres y tiene un carácter asertivo y a veces agresivo, habitualmente asociado con lo masculino (con bastante razón, tal vez).

En inglés es fácil mantener esta ambigüedad, simplemente usando frases como “I was excited”, que puede querer decir “estaba excitado” o “estaba excitada”. En español es más difícil, pero se puede hacer, hay que escribir cosas como “Sentí una fuerte excitación”.

En el guión de cine, esa ambigüedad no se puede mantener, porque inevitablemente veremos en la pantalla a un hombre o a una mujer. Excepto cuando usamos la cámara subjetiva, como el vídeo de Prodigy que he puesto un poco más arriba.

Pero, claro, cuando se usa la cámara subjetiva, cuando vemos a través de los ojos del personaje, enseguida sospechamos que pasa algo extraño, con lo cual la narración no fluye de manera despreocupada y natural. En mi libro Las paradojas del guionista cuento cómo Orson Welles intento hacer la primera película rodada en plano subjetivo de principio a fin, intentando adaptar El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad (en el capítulo La indeterminación en el cine).

Mantener la indeterminación sexual es muy sencilla en un texto literario y se puede dar el caso de un cuento en el que el lector imagine que el protagonista es un hombre o una mujer, sin llegar a saberlo nunca. En un mismo cuento, dos lectores pueden ver a un protagonista completamente diferente.

Pero en un guión tendremos que decidir si es hombre o mujer, porque el departamento de producción tendrá que contratar a un hombre o a una mujer, a alguien joven o mayor, guapo o feo, alto o bajo, gordo o flaco.

Por fin los prejuicios

El verdadero objetivo de mi ejercicio, aparte de mostrar las diferencias entre el lenguaje del cine y el de la novela era, como anticipé al inicio, mostrar los prejuicios de los que no somos conscientes.

Porque el resultado que siempre se obtiene al revisar los ejercicios y ver lo que los alumnos han imaginado al adaptar el texto literario a un guión es asombroso, especialmente en lo que se refiere al protagonista de la historia:

85% hombre

10% mujer

5% indeterminado

El resultado es sospechosamente desequilibrado: el 85% de los alumnos leen el texto literario neutro e intuyen o “ven” que el protagonista es un hombre. Es un desequilibrio que, como es obvio, no puede ser casual. Lo curioso es que esa desproporción es casi la misma entre alumnos y alumnas.

Es una estupenda manera de mostrar que somos mucho más víctimas de lo que creemos de los prejuicios y códigos aprendidos.

Es también una primera muestra de que cuando creemos actuar espontáneamente e intuitivamente, lo hacemos en realidad instintivamente, como un perro de Pavlov ante un estímulo: al perro le tocan una campana y comienza a salivar aunque no haya comida delante. A nosotros nos dicen: “protagonista de una película” y respondemos: “hombre”.

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Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.