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El crepúsculo de John Rambo

Rambo es la Greta (1) de la derecha estadounidense. Es el rincón más puro e inocente del pionero imperialista. Es todo candor en sus premisas.

Los españoles, por ejemplo, no podemos hacer épica, porque nos ganamos la acusación segura de ser fachas por parte de otros españoles.

Pero sí podemos dibujar cómics fachas estadounidenses o trabajar de secundarios en pelis fachas estadounidenses, porque el facherío de los Estados Unidos pesa menos que el complejo de inferioridad que sentimos hacia ellos o la dependencia emocional hacia sus obras fachas, las cuales llenaron desde siempre nuestra memoria sentimental.

Lo bueno del imperio es que trabajar para él causa envidia y admiración en mis compatriotas, sean del signo político que sean. Todos queremos ser el hindú que despide a Indiana Jones en el aeropuerto con fanfarrias de John Williams. Todos los antimonárquicos desearíamos ejercer de felpudo chewbacca a los pies de la princesa galáctica.

Así que Rambo: Last Blood está plagada de buenos actores españoles ‒entre ellos el que dio vida al Capitán Trueno en una de las más épicas estafas no solo a la épica sino también al Estado por parte del cine español‒ interpretando a los principales personajes mexicanos que residen en México.

A los mexicanos que residen en Estados Unidos los encarnan mexicanos reales. El apropiacionismo cultural por parte de actores morenos venidos del Segundo Mundo y de un país más alejado de California supongo que no se considera tan grave como cuando acontece perpetrado por actores primermundistas y rubios. Al final de los créditos hay un agradecimiento de Rambo, digo de Stallone, al gobierno español. No sé si eso sucederá con Podemos en el poder: pensadlo. Es una de las cuestiones de fondo que deja en el aire el visionado de esta película.

Imagen superior: «Rambo: Last Blood» (Adrian Grunberg, 2019).

Los dos héroes más populares de Sylvester Stallone han pasado por las mismas etapas conceptuales, vinculadas imagino a la propia sensación vivencial del actor / guionista / director: tanto Rocky como Rambo empezaron como reflejo idealizado pero con entorno realista del perdedor de barrio humilde que sueña con triunfar / realizarse a través del sueño americano más básico, los axiomas “tú puedes ser lo que desees/tu responsabilidad ciudadana te exige defender a tu país”, hasta desengañarse y descubrir la basura bajo la alfombra.

Imagen superior: «Rambo: First Blood Part II» (George P. Cosmatos, 1985).

Sin embargo, prosiguieron en subsiguientes versiones como iconos triunfalistas del superhombre tradicionalista estadounidense, adulterando su propia génesis; y terminaron con una más que digna vejez, en simpáticas películas sorprendentemente pequeñas que parecen contradecir la trayectoria de superproducciones del pasado para buscar un recodo más genuino de la esencia de ambos personajes originales, a los que el amojamamiento estaloniano insufla de una cierta autenticidad y existencialismo que a los garrulos pueblerinos y patanes de provincias como yo llena de satisfacción.

Imagen superior: «Rambo» (Sylvester Stallone, 2008).

A mí, desde luego, me gustan mucho más el Rocky y el Rambo del siglo XXI que los de las planas secuelas ochenteras. Hay mucha más verdad en los de hoy.

Si Tarantino nos la acaba de colar por la escuadra con una película de derechas y reaccionaria, Stallone ha sido aún más listo y ha convertido a su superhéroe facha en un protector de las mayores víctimas de nuestra sociedad civil en “tiempos de paz”.

¿Qué hay más despreciable que un explotador sexual? Al establecerse como “asunto personal” una cruzada contra la trata de blancas, los sectores progresistas esta vez no dirán ni pío ante el ramboso y rumboso método de no tomar prisioneros. Stallone solamente yerra, claro, en que al sector culto y progre que podría apreciar dicho gesto jamás lo pillarán ni harto de vino metiéndose en el cine a ver una película de Rambo. Pero lo interesante de la jugada es que a Rambo le sale de natural masacrar proxenetas. Como mínimo, contrarresta posibles críticas por su pasado de psicópata glorificado e impune.

Vale, esta última entrega ha sido pateada con saña por el creador literario de Rambo, David Morrell, pero viniendo de alguien que después de escribir buenas novelas violentas con su justa dosis de pathos (como la propia Primera sangre o el western sobre la revolución mexicana La última diana), se aviene a trastocar la naturaleza vulnerable y antiestablishment del John Rambo primigenio para consentir en su redefinición de antihéroe a símbolo capitalista, transformándose el mismísimo escriba en mano del verdugo al firmar las novelizaciones de Rambo II y Rambo III, pues hombre… Atente a tus acciones, machote. ¡Tú creaste este monstruo de Frankenstein! (Dicho esto, con razón Kirk Douglas no aceptó ser el coronel Trautman en la primera película por la simple razón de que la “máquina de matar” Rambo no moría al final del metraje a manos de su mentor: Kirk sí sabía hasta donde podía degenerar aquello… ¡y todavía vive para verlo!).

Así que Sylvestre Stallone nos ha vuelto a endosar doblada una nueva despedida de su entrañable personaje en otra espiral de exterminio de villanos, que ahora son mexicanos, pero podrían haber sido tranquilamente españoles. Lo mejor de Rambo: Last Blood es la honestidad a prueba de balas de Stallone. Entrega lo que siente que debe ofrecer y no balbucea en hacerlo ante la corrección política. Además, hasta las últimas consecuencias: no hay ni redención del monstruo (en este caso de los malos, pero tampoco del monstruoso Rambo) ni conmiseración hacia el enemigo…

Esta apuesta por el cine épico y crepuscular en realidad entronca en sus antecedentes casi más con el horror de Viernes 13 (la maldad y su respuesta son imparables y casi equitativamente horrorosas) como con la exaltación de los bajos instintos del espagueti western. Y el resultado es subversivo, al fin. ¿O ya no os acordáis de cuando los paladines del buen gusto acusaban a Sergio Leone de fascista?

Y, lo mejor de todo, Rambo: Last Blood expone la maldad como hacedora de un daño real e irreparable, escandalosamente palpable para el espectador, alejando este título de la tendencia del Hollywood actual: no es connivente con el lema bobalicón del cine mayoritario, ese que propone “vamos a marearlo todo para dejarlo todo igual”. Rambo no hace prisioneros ni su película hace concesiones.

La maldad y la estupidez sí tienen consecuencias irreversibles.

Por eso, Rambo es Greta. Aunque sea sin querer.

Y por eso, tras esta sangrienta sesión de yoga rámbico, uno sale del cine pensando que el mundo es un lugar horrible. ¡Por supuesto, misión cumplida! Y que claro que a este ritmo el mundo se va a acabar pronto. Pero no el mundo en sí, sino el mío y el tuyo. Y que, por desgracia, otro distinto pero igual de horrible o peor seguirá vigente por los siglos de los siglos. Sólo que en él no estaremos ni tú ni yo. Y puede que eso sea lo que en el fondo jode. Por más que todo el mundo se ponga apocalíptico por tropegésima vez ¡como los fanáticos religiosos de antaño!

Como dice la amiga mexicana de Rambo en este filme malo y grandioso, otorgando de paso a la actriz Adriana Barraza la única frase de diálogo digna, resonante como un mazazo en el corazón:

‒Sé que voy a estar triste hasta el día que muera.

Lidiemos con eso.

(1) Nota para lectores del futuro: en 2018 Greta Thunberg, una activista medioambiental sueca, emprendió su cruzada en torno al cambio climático. Tenía quince años cuando intervino en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre esta cuestión. Promovió huelgas estudiantiles y protestas ecologistas. En 2019, la revista «Time» nombró a Greta «líder de la próxima generación».

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Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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