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Eisenstein, de la mudez al estruendo

La historia dio a Serguéi Eisenstein (1898-1948) la múltiple posibilidad del iniciador, del pionero. En efecto, le tocaron diversas iniciaciones: la Revolución Rusa, el cine en general, el cine soviético en particular, las vanguardias de todos los colores, el paso del mudo al parlante y de éste al sonoro, es decir: del silencio al estruendo.

Sus personales comienzos fueron en el teatro, como diseñador y director. Ambas cualidades las mantuvo en el cine. Quien dice teatro dice asimismo circo, music-hall, los espectáculos de barracón, los cortometrajes de cómicos franceses y americanos, el maestro Max Linder (Toribio Sánchez) y Charles Chaplin (Carlitos, Charlot), los filmes documentales y los noticiosos.

Del teatro le quedaron distancias, recuperaciones y alguna curiosa marca como el kabuki, la escena popular japonesa. Llegó a compararlo con el fútbol y la ópera, y en esta lo tuvo en cuenta al poner en escena su única experiencia en el género, La valquiria de Wagner, en homenaje al canciller nazi Ribbentropp en 1940. Del kabuki observó lo mismo que en las otras dos artes: el ‘monismo de conjunto’, la capacidad de mover una multitud. Además: la sinestesia, el unir el sonido y la visión, como en el músico Scriabin con su curiosa máquina de ‘cromotonos’. Como estructura, la actuación del kabuki prescinde de las transiciones y, al igual que en el cine, procede con cortes. Los actores tienen la independencia de los ejecutantes en un conjunto de cámara hasta el punto de mover cada miembro corporal por separado. Lo mismo que, poco antes, un joven estudiante de psicología, Sigmund Freud, observó viendo actuar a Sarah Bernhardt. La histeria del actor y la teatralidad de las histéricas del doctor Charcot.

La primera experiencia cinematográfica la tuvo al manejar una moviola uniendo dos trozos de película junto a Esther Schub. Se trataba de El doctor Mabuse de Fritz Lang. Entonces comprobó que lo suyo era el cine, no contemplarlo sino hacerlo a partir del montaje. Fue lo que siempre evocó como el ‘efecto Schub’.

De las vanguardias recibe la influencia de la pintura cubista, que le permite pasar de la puesta en escena teatral a la puesta en cuadro (encuadre) cinematográfico. También le interesó el intento de la pintura cinética italiana del futurismo —Severini, Balla— con su intento de representar ‘pintado’ el movimiento. La cosa venía de lejos. Ya en el barroco, Velázquez hizo ‘girar’ la rueca de las hilanderas y Watteau, ‘caminar’ a sus parejas de amantes rumbo a Citerea. Eran inopinados reclamos para la existencia del cine.

Aparte de estas precedencias digamos que técnicas, la mayor parte de tal categoría es la literatura. Flaubert, en Madame Bovary, en las escenas del paseo de los amantes junto al río, del encuentro furtivo durante la feria en la plaza y en el capítulo de las bodas con su multitud coral que afluye desde distintos lugares, propone, sin saberlo, una lectura cinematográfica de trasfondo musical: el montaje paralelo, el contrapunto visual.

De esta lectura, de esta actitud de leer viendo un filme imaginario y oyendo una música igualmente imaginaria, pasa el joven Eisenstein por las novelas de Dickens a los largos metrajes de un maestro que él admite como tal: David Griffith. No sólo el de las grandes realizaciones —Intolerancia, El nacimiento de una nación— sino en títulos menores como Las dos huérfanas, La villa solitaria… Los montajes del cineasta están ya en Dickens, también y tan bien leído por Griffith. El contrapunto dickensiano entre el Londres apacible gran ciudad del lujo y miserable ciudad industrial, se da en el otro por medio de las dos Norteaméricas: la provincial, íntima y austera, y la gran urbe, imponente, multitudinaria, dispendiosa.

El montaje en el joven Eisenstein supera el hecho de que trasladar la actuación teatral a la pantalla muda, impone amordazar a los cómicos. Lo hace suprimiendo, en principio, a los personajes individuales a favor de la masa, la gente conjuntada por el socialismo como opción al individualismo burgués. El coro en vez de las voces solistas.

En fin, se ha impuesto el cine. Tiene la mágica calidad de ser un arte nuevo, privilegio que los artistas no tuvieron durante milenios. Un arte sin historia y, por tanto, sin clásicos, sin maestros ni códigos ni antecedentes. La falta de referencias da campo abierto a la experimentación y la libertad. Son más que posibilidades. Para un muchacho, son deberes.

El cine soviético

Todo era joven, todo era cosa de muchachos. La revolución, el cine, la vanguardia. No siempre se llevaron bien. Los vanguardistas rusos, futuristas y formalistas, se apuntaron a la revolución, la cual tuvo un principio libertario de simpatías hacia las vanguardias pero que enseguida exigió censura, academia y juicio político a los desviacionistas y revisionistas. No faltaron cárceles, exilios y suicidios. Toda esta barahúnda histórica la atravesó Eisenstein, con harta astucia y algo de buena suerte.

El cine soviético empezó siendo masivo. Mostró a un pueblo sin personajes dominantes, un coro sin solistas, una democracia opuesta a toda aristocracia. La masa estaba sola, carente de historia y de personajes, ese elemento teatral rescatable. Vendría con el sonoro pero su inicio fue mudo. Así en La huelga y en Lo viejo y lo nuevo. Su culminación se dio en El acorazado Potemkin. Ya en Octubre resultó inevitable personificar a Lenin, el líder. También aparecía Trotski, pero no se lo podía nombrar. Fue un ciclo breve y veloz, un quinquenio: de 1924 a 1929.

En términos materiales, este cine se define como realista y socialista, pero Eisenstein admite que no existen realismos absolutos, no obstante la fórmula oficial fuera la de un materialismo realista científico. Toda visión de una sociedad se hace desde un lugar de la misma sociedad, desde una ideología. Esta admisión, tan lúcida, mereció críticas internas. El partido único no toleraba que su ciencia, única y universal, fuese considerada una ideología, una falsa conciencia de los hechos. Los hechos, en tal cine, eran los que se veían en sus filmes. Lo demás era falsía burguesa. O algo peor: pequeña burguesa, carne de fascismo.

A nuestro cineasta no se le ocultó que estaba ante una dicotomía, dos términos opuestos que, dada la dialéctica oficial, exigían una validación sintética. Se dio en el tercer quinquenio, entre 1930 y 1935, con la incorporación del sonido, incluida la música. Se oyen voces y la voz es individual. Se impone iniciar un nueva etapa que Eisenstein denomina clasicismo, admitiendo incorporar al arte soviético la antigua bestia negra: lo clásico, el sujeto personal. Es lo que intenta en su primera aproximación al sonoro, El prado de Bezhin, que es juzgada inadmisible por la vigilancia estalinista, y queda inconclusa.

El cine sonoro

Eisenstein había visto innúmeros paisajes filmados y siempre le habían sugerido sinfonías ejecutadas por una suerte de orquesta: el bosque. Pero, naturalmente, eran sinfonías mudas, música inaudita. A la vez, los compositores se habían empeñado en describir sonoramente unos paisajes, lograr imágenes espaciales por medio de notas musicales. Ni Beethoven, ni Richard Strauss ni tantos otros lo habían conseguido.

No obstante, la música había hallado las leyes que rigen las armonías interiores de nuestra vida afectiva. Los ejemplos de imágenes polifónicas ya se encuentran en el barroco. Este asunto preocupó a nuestro director, quien encontró en el cine la posibilidad de representar, uniendo imagen y sonido, ese monólogo interior sugerido por la música y que la literatura trata en obras como la pionera Les lauriers sont coupés de Dujardin y, desde luego, Ulysses de Joyce. En 1932 sostiene Eisenstein que tal monólogo es el verdadero material del cine sonoro.

Las proyecciones del mudo no eran sordas. Siempre había un pianista o un conjunto más o menos cuantioso que musicalizaba el espectáculo. Normalmente se improvisaba, echando frecuente mano de pastiches sustraídos a obras famosas que los públicos pudieran reconocer fácilmente. También hubo compositores que escribieron fondos para filmes. Saint-Saëns, Pizzetti, Milhaud, Honegger, Strauss (la suite de El caballero de la rosa), Auric (sonorización de La sangre de un poeta de Cocteau), Gottfried Huppertz (la monumental partitura para la monumental Los nibelungos de Lang), pero sin constituir costumbre ni hacer teoría.

Ludwig Berger adaptó al cine la opereta de Oscar Straus El sueño de un vals. Eisenstein admitió algunos fondos musicales de Edmund Meisel: para Potemkin en 1926 y Octubre en 1929. Llevó las películas a Berlín donde vivía Meisel y este trabajó sobre un material ya concluso. Siguió algunas directivas, como la imitación del ruido de las máquinas en la secuencia de la asamblea de las escuadras en Potemkin. El director proclamó que ellos se habían adelantado al sonoro y que éste era un invento soviético, lo mismo que buena parte de cine mudo, todo ello en pos del reconocimiento diplomático del Estado revolucionario.

En 1928 Eisenstein, Pudovkin y Alexandrov firmaron una Declaración relativa al cine sonoro, poco antes de las primeras pruebas de sonorización por el sistema Shorin (1928) y el Tager (1929). Desdeñaron el color y el cine estereoscópico, pero trataron seriamente lo anterior. El sonoro corría el riesgo de convertirse en una mera curiosidad. También acechaba el falso naturalismo del cine parlante, dotado de unos discos que intentaban sintonizarse cronométricamente con escenas habladas y cantadas. Fue cuando algunos dijeron que el cine había dejado de ser mudo para volverse tartamudo. Los desfases abundaron y parecían darles la razón. Otra falsedad la constituía el teatro filmado. El cine había nacido mudo, y privilegiado la imagen en movimiento, que era su única herramienta propia. Añadirle sonido podía distraer al espectador y desvalorizar el relato visual. La única solución contra riesgos era el montaje basado en un elemento musical: el contrapunto.

Cuando lo visto es importante, el sonido sobra. Viceversa, si este importa, la imagen debe simplificarse. Dicho más concisamente: la música salvará al cine.

Manos a la obra, Eisenstein se decidió a ejercitar sus principios. Fue con Alexander Nevsky en 1938. Es una obra maestra que sintetiza el ingenuo romance épico medieval con el cómic, el ballet y el diseño modernista, todo arropado por la partitura de Prokofiev, válida como oratorio profano o gran cantata sinfónico-coral.

Al contrario que con Meisel, el trabajo se realizó en colaboración compartida. El director pedía ciertas soluciones para los momentos en que la música hacía falta, evitando solaparla con el texto hablado. Las escenas de masas eran corales si se trataba de la gente rusa, y orquestales si aparecían los alemanes. Hay un único solo, el de la contralto que recorre el campo de la muerte tras la famosa batalla sobre el hielo, auténtico ballet d’action donde no se derrama una sola gota de sangre.

La teoría se comprobó: la imagen no distrae de lo musical, la música no distrae de lo visual.

En 1939, Eisenstein proyectó otra película, esta vez sobre la construcción de una central eléctrica en Asia Central. No llegó a producirse. Prokofiev estaba preparando su ópera Guerra y paz que no se estrenó hasta 1942 y que Eisenstein debía poner en escena. No lo hizo, pero sí con el citado Wagner.

Dos largometrajes siguieron la huella del primero: Iván el Terrible, en 1944, y La conjura de los boyardos, en 1946, cuya última secuencia ensayó el color. Prokofiev volvió a redactar las músicas. Son obras con menor intervención sonora. La orquesta sólo climatiza la presencia de algunos personajes, como los boyardos de Moscú y la corte polaca del rey Segismundo. El coro aparece en las escenas de iglesia o señalando la presencia popular. Hay solos vocales, músicas que los personajes cantan en la realidad de la acción: un cantor litúrgico en la escena de la coronación y una suerte de nana fúnebre que la madre del idiota entona frente al cadáver de su hijo.

No puede soslayarse que, en estos filmes centrados en el déspota moscovita, Eisenstein ceda ante postulados bastante impropios de él y correspondientes a una estética preciosista y cercana a lo decorativo, bien que siempre servida con una calidad estética y un derroche de medios realmente exquisitos. Muy a menudo estamos ante una ópera

hablada, por la opulencia del vestuario y el énfasis esculpido de los gestos y las actitudes, incluidos maquillajes y pelucas. En todo caso, admitido el nuevo rumbo del artista, el resultado es soberbio por el clima opresivo de aquellos palacios y aquellos monasterios como excavados en la roca, que obligan a andar encorvados o arrastrarse por entradas y salidas secretas, siempre enjoyados los personajes como para una ceremonia, acaso poniendo en escena su misma historia, es decir: una representación oculta con el pueblo a lo lejos.

Montaje y contrapunto

La base de la técnica einsensteiniana es el montaje. Más que filmar, el director monta y este trabajo ocurre en la moviola sobre la mesa de edición. La inserción de la toma en el montaje tiene como modelo la composición musical y la película en un símil de partitura. Se diría que, a pesar de ser muda, el componedor/compositor la oye imaginariamente a la vez que la ve físicamente. Las voces y el conjunto general se van haciendo en el mismo quehacer y adoptan la forma de una fuga musical. Los temas principales también se definen con un término del vocabulario músico: dominante.

Sobre el montaje, Eisenstein polemizó con Pudovkin. Este lo concebía como un encadenamiento y la toma como una célula, y aquél, respectivamente, como un choque y un elemento. La diferencia radica en que Pudovkin podía entender la forma como algo abstracto, escindible del contenido, en tanto su camarada los veía como algo indivisible, como una unidad simbólica.

La estructura musical más frecuente en el cine de Eisenstein es el contrapunto, visual en el mudo y visual-sonoro en el otro. La lista de ejemplos sería apabullante y sólo examino unos pocos. En La huelga: matanza de obreros en una huelga/matanza de un toro en un matadero. En Potemkin: fusilamiento de marineros bajo una lona/examen de elementos de guerra en los barcos; la gente de la ciudad reúne ayudas a los sublevados/los balandros son recibidos en el acorazado; planos remotos del paisaje marítimo/ planos cercanos de personas y gentes: creación de espacios comunes imaginarios. En Octubre: los mencheviques lanzan discursos afectados y dulzones/unas manos recorren el encordado de un arpa; las tropas del monárquico Kornilov entran en Petrogrado invocando a Dios/ desfila una serie de procesiones de distintos credos con sus ídolos y demás figuras.

El contrapunto con cierta velocidad y forma de ostinato musical puede servir a describir una acción. Eisenstein da un ejemplo teórico. En el teatro, un asesinato es una acción forzosamente unitaria. En el cine se puede dividir en pequeñas tomas que contrapuntean: el asesino, la víctima, el lugar de la herida, la mano empuñando la navaja, etcétera. En Octubre, la sucesión rapidísima del soldado que maneja la ametralladora y el cañón del arma disparando, sugiere el tableteo que, forzosamente, no se oye dada la mudez del filme.

Einsenstein, director de orquesta

En la obra de Eisenstein la cámara prácticamente no se mueve. El cineasta es como un director de orquesta que no se desplaza de su podio, en tanto los músicos trajinan en el foso y los cantantes y los bailarines van y vienen por el escenario. Llevado a teoría, el asunto proporciona a nuestro hombre, como de costumbre, unos asideros literarios. Cita a Diderot, para quien la base de la música es la expresión de nuestras emociones elementales por medio de la voz (léase: la ópera pues así lo entiende Eisenstein). Y a Bach, para quien cada nota de la voz es un personaje. Y a Tolstoi en su relato La sonata a Kreuzer, la historia de un marido celoso por el aparente adulterio de su mujer, que toca el piano junto a un violinista al cual el esposo adjudica el rol del amante. La música es el lugar inefable del encuentro prohibido y Beethoven, una suerte de alcahuete.

Quien dice música también dice silencio. Eisenstein lo incorpora como elemento estructural y, en consecuencia, argumental y aparentemente formal, de la narración en Potemkin. En el centro del filme, como el silencio entre dos movimientos de una sinfonía, hay un corte entre la muerte del marinero y la reunión multitudinaria en el puerto de Odessa. El corte es la bruma portuaria, algo inerte y ajeno a la historia. Si se quiere: un silencio visual.

Existe toda una teoría eisensteiniana respecto al filme como estructura orgánica similar a una composición musical, a la cual aludí antes. Sus partes se enlazan por cortes y modulaciones ópticas comparables a las combinaciones tonales de la música. Modular a tonalidades lejanas o cercanas equivale, en lo visual, a alejarse o aproximarse a determinado objeto.

Lo más punzante del tema es la categoría que ha inventado nuestro cineasta, el supertono, la medida fisiológica que sustenta al montaje [sic]. Invoca en su favor los sistemas armónicos de Debussy y Scriabin —las delicuescencias de la sexta mayor y menor, las disonancias y los cromatismos, impresionismo francés y expresionismo eslavo— opuestos al clásico Beethoven. El primer ejemplo supertónico es Lo viejo y lo nuevo. Por lo demás, el ritmo visual y el musical son lo mismo y sirven, por igual, para aproximar o alejar objetos, se vean o se oigan. A veces, en un filme, el ritmo está en el montaje. En otros casos, dentro del encuadre como cuando varios personajes se mueven ante una cámara fija. En todo caso, la imagen pura y el signo musical coinciden en su inefabilidad, en su efecto estrictamente sentimental, entre el placer y el horror, la complacencia y el asco.

La casuística de estos ejemplos es ingente. Elijo al azar unos pocos. Un objeto fotografiado en tomas sucesivas cada vez más cercanas aumenta visualmente de volumen y sonoramente, aunque sólo se trate de algo imaginario, ocurre lo mismo, como en los crescendi de la música.

La famosa secuencia de las escaleras en Odesa (Potemkin) es un crescendo ‘visual’, de ritmo constante y cada vez más veloz. En esto, el uso de la cámara lenta y la cámara acelerada son de primera eficacia. Así en el comienzo de la batalla en Alexander Nevsky: las tropas alemanas, en la lejanía, inician el ataque a los rusos. El ritmo de los caballos es uniforme pero los planos cada vez más cercanos, sobre una música cada vez más estruendosa, producen un efecto de aceleración y unifican el crescendo del volumen sonoro-visual.

Lo mismo ocurre en Octubre cuando estalla la revolución (las cabezas coronadas se desprenden de sus estatuas) y cuando estalla la contrarrevolución (las cabezas vuelven a su lugar). En todos los casos, el ritmo es, por él mismo, un elemento poético pues en la poesía es el ritmo del verso lo que vuelve poéticas las palabras cotidianas. Las sucesivas estatuas de leones postrados, erguidos y rampantes, crean la imagen del alzamiento y el despliegue de una fuerza adormilada. Nada se ha movido, sino que unas figuras así montadas, por el efecto de una rítmica música inaudita, producen la anécdota.

¿Qué es el cine?

Eisenstein consideró que el cine es la más maravillosa de las artes y que, de paso, la humanidad se lo debe al socialismo. Lo curioso de estos entusiasmos es que la maravilla cinematográfica se acredita, especialmente, en el hecho de que el cine reúne a todas las artes, cosa anhelada e incumplida en la historia de la cultura. Pero la obra de arte total, la Gesamtkunstwerk, no es un invento socialista —en el vocabulario en cuestión: comunista y soviético— sino una propuesta de Wagner, que de todo eso tenía poco y nada. Ítem más: la única experiencia de Eisenstein en la ópera fue wagneriana.

En otro orden, más estricto y menos aclamatorio, Eisenstein define al cine, hijo primogénito y privilegiado de la fotografía, como el equilibrio entre dos extremos: la combinación de los elementos naturales percibidos por la cámara, y la caída en la abstracción del puro formalismo. Es decir: ni sumisión naturalista ni despotismo de la forma. Su aparición junto al siglo XX le añade ciertas virtudes: llega a las masas, letradas e iletradas, de golpe; es el narrador más veloz; es un arte compatible con la industria, es decir con la fabricación seriada de objetos; reúne a las propuestas de Diderot, Wagner y Scriabin antes aludidas.

Como especial añadido, cabe observar que el cine reúne a una multitud en un instante, más que el teatro, aunque menos que el fútbol. Por si acaso, recordemos que Eisenstein nació casi con el siglo XX y opinó entre 1920 y 1948. Las condiciones actuales de lo dicho han cambiado sustancialmente. Pero la pretensión de Eisenstein sigue en pie: el arte tiene como tarea poner de manifiesto las contradicciones del ser. Para ello el cine, en cualquier tamaño que se lo exhiba y perciba, insiste en su magia: una montaña, un rostro y una mosca pueden tener el mismo tamaño.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")