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«Veinte mil leguas de viaje submarino» (1916), de Stuart Paton

Desde su publicación en 1869, la novela de Julio Verne Veinte mil leguas de viaje submarino no sólo ha superado en longevidad editorial a otros best-sellers del momento e incluso a la mayoría de obras de autores premios Nobel, sino que ha cautivado la imaginación de cuatro generaciones de lectores. Es por ello por lo que figura entre los clásicos de la literatura universal.

Su traslación a otros medios, particularmente el cinematográfico, es harina de otro costal. El lenguaje del cine tiene una estructura y mecanismos propios, diferentes de los de la literatura. Los intereses de los productores cinematográficos no suelen tampoco coincidir con los del autor por mucho que las intenciones artísticas de aquéllos sean las mejores. A menudo, lo único que se aprovecha del libro original es el armazón, la estructura general y algunos personajes, procediendo a una reconfiguración profunda que ofende al escritor y decepciona a sus lectores (aunque también puede suceder que los espectadores que no hayan leído el libro queden satisfechos por el resultado; o que la película resulte ser mejor historia que la novela original).

No repetiré aquí el argumento del libro que nos ocupa, que ya fue analizado con detalle en un artículo anterior. En 1914 hacía diez años que Verne había muerto, pero sus especulaciones ya se habían hecho realidad. Con una guerra en marcha, los submarinos alemanes surcaban el Atlántico y hundían barcos ingleses, civiles y militares. La capacidad ofensiva de esas máquinas estaba más que demostrada, ya no era objeto de especulaciones futuristas.

Con ese telón de fondo, los cineastas de la época contaban con buenas posibilidades técnicas y comerciales de adaptar al cine la novela del autor francés. Por desgracia, el resultado fue notable en el apartado técnico y mediocre en la historia, limitándose a extraer del libro original aquellos pasajes que podían resultar visualmente espectaculares. Espectaculares en aquellos tiempos, claro. Y ese precisamente suele ser el problema con las películas que descansan más en los efectos especiales que en el guión: escenas que asombran a los espectadores del momento, dejan indiferentes o incluso hacen reír cuarenta o cincuenta años después, por lo que la trascendencia del film se reduce a poco más que su papel puntual en el desarrollo del género, con escaso valor intrínseco para las futuras generaciones.

Quizá esto era algo que no se entendía entonces tanto como hoy. El propio director, Stuart Paton, subrayaba en los títulos iniciales el gran mérito de los hermanos George y Ernest Williamson, que filmaron las escenas del Nautilus en las Bahamas y sentaron las bases para la posterior fotografía submarina (aunque no se utilizaron cámaras acuáticas, sino un sistema de tubos estancos que permitían a una cámara normal filmar los reflejos de imágenes tomadas en aguas poco profundas a las que llegaba fácilmente la luz solar del trópico). Ciertamente, desde el punto de vista técnico, Veinte mil leguas de viaje submarino fue una apuesta innovadora. Las escenas subacuáticas (la caza del tiburón, las vistas desde el mirador del submarino, la lucha con el pulpo…) encandilaron a los espectadores de entonces. Hoy, acostumbrados a las impactantes imágenes en color de los fondos marinos que nos ofrece cualquier documental, esos pasajes nos resultan largos y aburridos.

Además, aquellas proezas técnicas no eran suficientes para que la película perdurara en el recuerdo colectivo porque su enfoque general, estética, ritmo y lenguaje narrativo, se han quedado viejos.

Los intertítulos (carteles de texto que en el cine mudo describen la escena que viene a continuación), la simpleza de los personajes y el amaneramiento de los actores –resaltada aún más al filmar en exteriores en vez de en interiores que remitieran a un entorno teatral–, no ayudan en absoluto a conectar con el espectador contemporáneo.

El capitán Nemo (Allen Holubar), es un indio de vodevil con un exagerado maquillaje que observa y ordena con un dramatismo fuera de lugar; el profesor Aronnax (Dan Hanlon) –personaje clave en el libro de Verne– no es aquí más que un simple testigo y oyente de las explicaciones de Nemo…

Paton no tuvo problema en traicionar el argumento de la novela original, introduciendo pasajes de otra obra de VerneLa isla misteriosa (1875). Además de la historia del Nautilus y la captura de Aronnax, su hija (otra licencia destinada a captar el interés del público femenino) y el arponero Ned Land, la película nos lleva a una deshabitada isla a la que llega un globo con soldados de la Unión. Bueno, deshabitada con excepción de una chica salvaje (Jane Gail) que vive en los árboles y tiene una conexión especial con la fauna local, incluidos los leopardos (aunque ella misma no ve problema en vestirse con una piel de ese animal) y se mueve de aquí para allá como si perteneciera a una troupe de danza experimental.

Los soldados tampoco son los sociables, emprendedores y habilidosos protagonistas del libro de Verne, sino que se inclinan más por la bronca y el comportamiento anárquico. Luego tenemos a Charles Denver (William Welch), un alcohólico millonario propietario de un barco cuyo turbio pasado como acosador de mujeres en la India británica se nos narra en flashback. Una bella muchacha y un grupo de soldados atrapados en una isla y el resto del reparto distribuido en dos embarcaciones… al final, toda la historia bascula hacia el encuentro de todos esos dispares personajes en la isla para poner en escena un inverosímil melodrama de venganza y emotivos reencuentros que anula totalmente el hilo argumental de Nemo, el Nautilus y sus prisioneros.

La comparación con la versión que realizaría Disney en 1954, además de inevitable, es ilustrativa. Como PatonDisney puso un énfasis especial en el apartado visual, dedicándole buena parte del presupuesto. Sin embargo, mientras que a comienzos de siglo los submarinos eran todavía máquinas que sorprendían a la gente sin necesidad de adornos suplementarios, en los años cincuenta ya eran una imagen familiar, especialmente tras el papel que jugaron en la Segunda Guerra Mundial. Paton no necesitaba que su Nautilus superara la realidad puesto que los submarinos eran aparatos todavía poco conocidos por el gran público. Además, confió –y consiguió– despertar el sentido de la maravilla con sus escenas submarinas. Hasta aquel momento nadie –salvo los submarinistas profesionales, claro– había tenido acceso visual a los fondos marinos.

Pero para Disney, el reto fue diseñar un escenario retro-futurista, donde su Nautilus pareciera tecnológicamente innovador al tiempo que elegante, antiguo pero avanzado, lujoso y cómodo al tiempo que poderoso. Y, desde luego, lo consiguió. Su magnífico submarino parecía realmente diseñado por un soñador de la época victoriana. Pero es que además, la historia de Disney disfruta de mayor solidez, ritmo y fidelidad al original – aunque se permitió licencias respecto a la obra de Verne y no todo es positivo en el guión–. La caracterización del capitán Nemo que realizó James Mason como genio complejo y torturado por demonios interiores nada tiene que ver con el desbaratado personaje encarnado por Allan Holubar, que destruye barcos sin dar explicación alguna sobre sus motivaciones.

Veinte mil leguas de viaje submarino fue la primera incursión en el género de Estudios Universal, entonces una pequeña y desconocida compañía de Hollywood denominada Universal Film Manufacturing Company. El coste que supuso este film de larga duración (la primera película del género con un metraje superior a los 100 minutos) a punto estuvo de llevar a la ruina a los productores: filmación en exteriores, modelos de tamaño natural del Nautilus, barcos, vestuario, fotografía submarina,… extraer un beneficio de esta película fue imposible. El resto del gremio aprendió la lección en carne ajena y pasarían años antes de que alguien volviese a intentar algo de calibre semejante. Con todo, dos décadas más tarde, la Universal se convertiría en el primer referente cinematográfico del terror y la ciencia-ficción.

Paton creía que había conseguido una cinta única, espectacular, pionera y perdurable. Pero cabe preguntarse si ello merecía sacrificar la solidez de la historia original. La novedad técnica pronto se agotó y poco más podía extraerse de la película. Las imágenes que perduran no son las más innovadoras tecnológicamente, sino las que han sido creadas con talento artístico.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".