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«Los tres días del Cóndor» (1975), de Sydney Pollack

La lucidez tiene un precio. Pasarse de listo, también. Es algo tan viejo como el mundo, pero cuando le ocurre a Ronald Malcolm, éste no termina de creérselo. Malcolm ‒aún no se lo había dicho‒ es un personaje de ficción, creado por James Grady en su novela Los seis días del Cóndor (1974). En traducción española, publicada ese mismo año, la portada anunciaba el peligro que corre el protagonista: «Una de las secciones de la CIA ha sido atacada por sorpresa y eliminada casi completamente. Malcolm, el único superviviente, sabe que la orden para llevar a cabo la masacre fue dictada desde el interior mismo de la Agencia…»

Ronald Malcolm, como suele ocurrir en las sagas de espionaje, no es una presa fácil, y sobrevive para intervenir en dos secuelas literarias, Next Day of the Condor y Last Days of the Condor. Pero el Malcolm que aquí nos interesa no es el novelesco, sino el cinematográfico. La buena recepción del libro de Grady se disparó al anunciarse una adaptación de distinto título ‒Los tres [y no seis] días del Cóndor‒, protagonizada por Robert Redford y dirigida por Sydney Pollack.

El guión de Lorenzo Semple Jr. y David Rayfiel incide en asuntos que se pusieron de moda tras el asesinato de los Kennedy, y que se reactivaron con el escándalo Watergate. A saber: el papel dudoso de ciertas agencias gubernamentales y la posibilidad de conspiraciones por vías áun más perturbadoras.

En la película, el personaje literario pasa a llamarse Joe Turner (Robert Redford), un analista de la CIA cuyo nombre en clave es «Cóndor». En apariencia, trabaja en la Sociedad Americana de Literatura e Historia, pero ese rótulo oculta una oficina clandestina de la Agencia.

Como sucede en la novela, un misterioso grupo asalta el edificio y asesina a todos los compañeros de Joe. Él se salva por pura casualidad ‒ha salido a comprar el almuerzo‒, y cuando regresa, descubre la tragedia.

Desesperado, pide ayuda a sus enlaces, pero lo que le espera no es una operación de salvamento, sino todo lo contrario. Joe es la presa en una caza del hombre que le obliga a no fiarse de nadie. Toma como rehén a una mujer desconocida, Kathy Hale (Faye Dunaway), y se oculta en su apartamento, planeando la próxima jugada.

Aunque al principio teme lo peor, Kathy acaba creyendo las explicaciones de Joe y acepta ayudarle. El fugitivo no lo tiene nada fácil, porque quien sigue su pista es un mortífero mercenario europeo, Joubert (Max von Sydow), conectado con el director de la CIA en Nueva York, Higgins (Cliff Robertson).

Lo que para el espectador es un thriller fluido, vibrante y entretenido, para Sydney Pollack fue la culminación de un formidable trabajo, en el que brillan todos los ingredientes. En esa suma de voluntades que viene a ser una película, nos encontramos aquí con fantásticas interpretaciones ‒Redford, Sydow, Robertson…‒, con un espléndido montaje de Don Guidice y Fredric Steikamp, una fantástica banda sonora del jazzista Dave Grusin, y una fotografía sensacional de Owen Roizman ‒recién salido de los rodajes de El Exorcista y Pelham 1.2.3‒, que nos sitúa en escenarios neoyorquinos tan distintivos como el World Trade Center, el barrio de Brooklyn Heights, el edificio Ansonia o Central Park.

Aunque esta es una película de espionaje modélica, con toques de suspense hitchcockiano, Los tres días del Cóndor también transmite al espectador un evidente pesimismo político. Pollack lo negó en su momento, pero la trama del film se contagia de un estado de ánimo que guarda relación con un escándalo de la CIA, conocido como «las Joyas de la Familia» («Family Jewels»). Aireado en diciembre de 1974, hay que agradecérselo al director de la Agencia, James R. Schlesinger, quien quiso comprobar en qué ocasiones la CIA, dentro y fuera de Estados Unidos, violó derechos constitucionales, desestabilizó gobiernos o respaldó actuaciones al margen de la ley.

En este caso, los temores conspirativos son la gasolina que impulsa a Ford y a Pollack. Por eso resulta inevitable emparentar su película con dos largometrajes de Alan J. Pakula, El último testigo (The Parallax View, 1974) y Todos los hombres del presidente (1976), que también se adentraron en las cloacas gubernamentales sin descuidar la taquilla. La desconfianza en el poder ‒por más que los trapos sucios no fueran nada nuevo bajo el sol‒ es habitual en esa serie de producciones.

No obstante, quien hoy vea la película puede olvidar ese contexto, y centrarse en el principal mérito del film, la ya mencionada herencia de Hitchcock, que nos permite vincular Los tres días del Cóndor con tres clásicos del maestro inglés: 39 escalones (1935), Sabotaje (1942) y Con la muerte en los talones (1959), cuyas resonancias son bastante claras en la narración de Pollack.

El director explota muy bien la premisa de un tipo cualquiera enfrentado a un peligro camuflado e implacable ‒el perfecto potenciador del suspense‒. Pollack acierta en todas sus decisiones narrativas. Su caligrafía es elegante, y uno siente que detrás de las emociones de cada personaje, siempre hay un plan muy preciso.

Sinopsis

Joseph Turner es un oscuro funcionario de la CIA que, bajo el nombre de Cóndor, trabaja como lector de libros y alerta a la Central de Inteligencia de la posibilidad de que estos puedan contener mensajes cifrados que pudieran perturbar la estabilidad del país. A la vuelta de la comida, el protagonista encuentra a todos sus compañeros muertos y debe huir para escapar de la ira de los enigmáticos personajes que quieren asesinarle, pero también para encontrar una explicación razonable a tan insólita situación. En su fuga, secuestra a una bella mujer que acaba por ayudarle a salvar su vida.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.