Wagner consideraba a Verdi un autor de canzonetas. A su vez, Verdi rogaba a los próximos que le evitaran las lohengrinadas. Tampoco Rossini gustaba de Wagner. En uno de sus numerosos arranques de humor solía tocar al piano la obertura de Tannhäuser de atrás para adelante porque, según decía, era la única manera de soportarla. Beethoven, a su vez, consideraba al Cisne de Pésaro un buen operista cómico pero no tan bueno o francamente malo como operista serio.
¿Wagner detestaba de verdad la ópera italiana? Su admiración por Bellini permite pensar que no. En cuanto a Verdi, repasando su biblioteca musical se ve que están las obras de Wagner junto a Haydn, Corelli y Beethoven. ¿Habría considerado éste poco beethoveniano el sublime final de Guillermo Tell? ¿Disgustarían a Rossini, polifonista egregio, las polifonías de Los maestros cantores?
Cabe concluir que toda época, mirada de cerca, tiene las improvisaciones, sordideces y atropellamientos de la vida cotidiana. De lejos, sólo percibimos sus resplandores y se nos aparecen como la edad de oro. Para nosotros, los nombres anteriores integran nuestro museo personal y sus peloteras han perdido actualidad.
Es fama que Stravinski se mosqueaba por la popularidad de Britten, sobre todo por el clamoroso estreno del Requiem de guerra en 1962. Disimuló su enojo y postergó su juicio diciendo que no había podido escuchar tranquilamente la obra por los aplausos y griteríos de admiración del público, que confundía esa música con el himno real. Britten, por las suyas, declaraba a su amigo Auden, libretista de la stravinskiana Carrera del libertino, que le gustaba todo en esa partitura, salvo la música.
A veces, la duda es picante. ¿Será Bach una sublime máquina de coser, como opinaba Rimski-Korsakov? Así deben considerarlo algunos intérpretes historicistas. Dentro de equis años, estas últimas líneas sonarán a chirrido. Tengamos paciencia para averiguarlo.
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