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Pitagórica

La escuela de Pitágoras, en la Grecia clásica, logró unir la mística con las matemáticas, sosteniendo que el universo tiene un orden numérico y que tanto los números como las relaciones entre ellos, son la última razón de las cosas. El punto de intersección entre ambos campos era la música. Cualquiera puede saber si en la historia del mundo fueron una o las otras quienes dieron la señal de empezar. El comienzo de todo ¿fue una lección de solfeo o un teorema?

Macrobio en Sueño de Escipión y Platón por boca de Simmias en el diálogo Fedón se inclinan a creer que estas propuestas son inmemoriales y tuvieron en aquella Grecia una vigencia popular. Lo cierto es que Pitágoras las recogió y las dispersó entre sus discípulos quienes, a su vez, las siguieron dispersando por las tierras que exploraron. Fue uno de los maestros de Pitágoras, Filolao, el que concibió el alma humana como el nexo y la unión armónica de los contrarios, un ser inmortal encerrado en la mortal envoltura del cuerpo. Es decir que lo que tenemos de inmortal es nuestra alma y ella es musical, una suerte de acorde en perpetua vibración donde se concilian el calor y el frío, la sequedad y la humedad que halagan o atormentan nuestro cuerpo.

Acaso por tradición pitagórica, cuando se elogia un cuerpo especialmente bello se dice que es armonioso o cuando se califica a una pareja —fenómeno en que los cuerpos, como es bien sabido, juegan un rol importante— de armoniosa es porque se la ve compuesta, como una buena pieza de música, con combinaciones de efecto musical. Armonía hay en la elección de los colores por un pintor y en las proporciones de un edificio. Estoy espigando unos datos al azar de la memoria pero me bastan para suscribir la herencia pitagórica. Lo digo porque, muy a menudo —demasiado a menudo cabe matizar— se cree con cierta suficiencia despectiva que la música es un entretenimiento para descansar de las cosas serias de la vida, como los horarios de trenes o las cotizaciones de la Bolsa. Pues va a ser que no, que el más callejero de los organillos y el más leve de los flautines nos diseñan, en miniatura, el orden cósmico y que, si nos ponemos entusiastas, hasta nos ayudan a reservarnos un habitáculo en el otro mundo.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")