Hay muchos detalles admirables en la trayectoria de Diego A. Manrique, un periodista que nos ha servido de referencia a quienes hablamos y escribimos sobre música en España. Charlar con él implica recordar toda una carrera de logros, desde sus inicios en la revista Triunfo, allá por los setenta, hasta la fundación de Radio 3 en 1979, pasando por su labor como articulista en El País y por su presencia en inolvidables programas televisivos como Popgrama (1977) y Caja de ritmos (1983).
En la siguiente conversación, tomamos como punto de partida su libro Jinetes en la tormenta (2013), pero el recuerdo que nos acompaña ‒sin salir a colación hasta el final‒ es el de un espacio legendario que lució el sello inconfundible de Diego, El Ambigú, emitido desde 1992 hasta 2010 por Radio 3.
Celebrando ese largo itinerario, fue galardonado en 2014 con el Premio Nacional de Periodismo Cultural.
Vamos a emprender esta conversación hablando de tu libro Jinetes en la tormenta, que supone uno de esos mayores placeres que puede sentir alguien a quien le guste la música. Se trata del colmo de la melomanía, que es leer sobre música… Muy buenas tardes, Diego.
Muy buenas, Gernot y compañía.
Es un placer saludarte y tenerte aquí, porque para todos nosotros eres un modelo a seguir, y no lo digo por caer en el elogio fácil. Esto es algo que te dice todo el mundo. Por otro lado, tu libro es maravilloso, porque al placer de leer sobre música se une el placer de recibir información muy valiosa sobre nuestros artistas habituales. Una información que no sabíamos de primera mano.
Yo vengo de una generación en la cual teníamos una avidez enorme de conseguir información sobre música. Recuerdo ser un chaval y comprarme una revista estadounidense cuando aún no entendía el inglés. Pero esa revista tenía un anuncio a toda página donde aparecían las portadas de los primeros LPs de Dylan. El simple hecho de tener esa información, de saber que existían esos discos, era importantísimo.
Ahora cualquier dato está al alcance de media docena de clics. Así que lo que se te ocurre es que el único plus que puedes aportar a cualquier cosa que escribas, o que comentes en la radio, son tus vivencias, y el background que supone haber estado cuarenta años hablando y escribiendo sobre estos asuntos.
En suma, se trata de contar las grandes historias de siempre, pero de una forma fresca… Contarlas con ese pequeño matiz que quizá te revela muchas cosas. En el caso de Jinetes en la tormenta, la apuesta fue clara: el punto de partida fueron los artículos publicados en los cinco años anteriores en El País. Alrededor de mil textos, de los cuales seleccionamos y adecentamos los más significativos, añadiendo en cada uno ese prólogo en el cual detallo los antecedentes o las consecuencias que trajeron.
En buena medida, dibujas tu propia historia del rock a través de esa selección.
Lo que ocurre es que tengo un poco la sospecha de que nuestro modelo de periodismo musical ya no es posible. Ya no es posible que te empotres en una banda de rock en directo, durante tres días, para luego contar la gira. Ya no es posible que viajes a Nueva York o a Nashville para entrevistar a alguien. Eso ya no lo asumen ni el medio ni la compañía discográfica.
Todos los contactos se han abaratado. En muchas ocasiones, las entrevistas se hacen por teléfono, o incluso por mail, y en este último caso, ni siquiera tienes la seguridad de que sea el propio artista quien te está respondiendo. De hecho, yo tengo serias sospechas de que no es el artista sino el community manager ‒o como lo llamen ahora‒ el que te responde. De ahí que el libro fuera una especie de testimonio de la forma en que se cubría la música en esas décadas pasadas. Tiene algo de canto del cisne, recordando aquellos tiempos en los que uno podía ir a Toronto, a entrevistar a los Rolling Stones [en 2005, tras el lanzamiento de A Bigger Bang], y charlaba media hora con Mick Jagger en su camerino. Que además no era su camerino, sino el aula de un colegio que los Stones habían ocupado. Pero allí estaban sus ropas, sus libros, sus tés… y de repente, sucedían esas cosas mágicas que habitualmente no ocurren. Te encuentres a un Mick Jagger que lleva muchos días ensayando, y que tiene ganas de hablar y de contarte cosas. Y entonces se escapa por el lado político, y te habla de su relación con la China comunista…
[En esa entrevista, Diego le pregunta a Jagger: «He encontrado un documento curioso de 1979, cuando intentaron por primera vez girar por China. Es una propuesta oficial a la Embajada de la República Popular en Washington en la que los Stones se presentan como campeones de las masas proletarias, azote de la clase alta y no sé cuántas mentiras más». Y el líder de los Rolling, sonriendo, le responde: «Se lo encargamos a un periodista y cargó las tintas. ¡Pero era muy convincente! Lo que ocurrió es que me reuní con el embajador y no pude aguantar su hipocresía: un régimen que mató a 70 millones de sus ciudadanos por decisiones disparatadas de Mao y que me ponía objeciones a letras que tratan de sexo. ¡Por favor! Y todavía no sabía los resultados de las barbaridades que Mao puso en marcha, como el Gran Salto Adelante. ¿Has leído su última biografía? Es ésta (Mao: the unknown story, de Jung Chang y Jon Halliday); todos deberían conocerla».]¿Qué tema de los Stones elegirías para este momento de la conversación?
Pues verás… cuando empiezan su carrera, ellos son unos músicos blancos con una enorme admiración por la música negra. Al llegar a Estados Unidos [en 1964], se quedan boquiabiertos, y entre otras aventuras, graban en los estudios del sello Chess, en Chicago. Completan unas sesiones, que son muy productivas porque allí estaban acostumbrados a grabar su tipo de música. Entre otros registros de aquella visita a Chess Records, hay un tema, un instrumental, que luego ha tenido muchas versiones. Yo incluso lo tuve como cortinilla en otra versión. Su título se refiere a la dirección de Chess, que era el 2120 de South Michigan Avenue [ese tema, «2120 South Michigan Avenue», apareció en el EP Five by Five y en el álbum 12 X 5 (1964).]
Reúnes historias que todo aficionado al rock debería conocer, sobre todo si no pertenece a la misma generación que estos artistas clásicos.
Todos conocemos las grandes historias y tendemos a olvidarlas. Y tendemos a olvidar que cada año se va incorporando a esto mucha gente nueva, que en muchos casos ni siquiera quiere escuchar la música actual, de este momento, sino las bandas clásicas. Y lo entiendo, porque son historias redondas, completas… Tomemos el caso de Led Zeppelin. Ya sabemos lo que han sido. Ahora sus integrantes se pueden pelear más o menos para ver si vuelven, pero bueno… su aportación a la historia está hecha. Hay que relatar este tipo de trayectorias. A veces, lo haces aprovechando una entrevista. Otras veces, cuando hay que publicar una necrológica. Creo que son historias verdaderamente ejemplares.
En ese relato, todo empieza en África, lo cual nos permite entender los inicios del soul. A partir de ahí, el libro sigue otros derroteros. ¿Puedes explicar esa división temática?
En realidad, lo único que importa del libro es que el primer capítulo es el de la música negra [Risas].
Eso es lo que más te fascina…
Es un gesto estético, y posiblemente político, con el cual me he sentido muy a gusto. A partir de hay, traté buscar una coherencia. También es cierto que aparecen personajes inclasificables que uno no sabe dónde ubicar. Por ejemplo, hay una entrevista, creo que muy divertida, con Bebe [publicada en El País el 22 de enero de 2012]. Ella se escapa del perfil de todos los artistas que aparecen en el libro, todos ellos con gran trayectoria. Pero ese texto transmite esa sensación que muchas veces te encuentras en el mundo del periodismo. Me refiero al entrevistado hostil, antipático, con malos recuerdos de anteriores encuentros… Yo siempre digo: «Benditos sean los hostiles, porque te dan ya la entrevista hecha». Es decir, no tienes que crear ningún tipo de tensión literaria, porque ellos mismos la crean. En este caso, Bebe, un personaje que me fascina, tiene sentada a su lado a la manager. Y la manager se te queda mirando, como intentando penetrarte. Como haciéndote recriminaciones por no sabes qué. Y la situación se vuelve entonces un poco pintoresca, porque la manager de Bebe no tiene la envergadura de los gangsters clásicos, de esos que fijan en ti la mirada y ya empiezas a temblar.
En muchas oportunidades, los artículos más divertidos te salen con artistas que quizá no te importen demasiado. Si te importa mucho un artista ‒pongamos por caso Bob Dylan‒, cuando hables con él, te vas a poner muy nervioso. Por no añadir que Dylan es prácticamente imposible de entrevistar. Por eso mismo, cuando te encuentras con alguien con quien no tienes comprometido tanto capital emocional, estás más libre, más suelto, y a veces los artículos son muy memorables.
Por trabajar en un periódico generalista muchas veces te encuentras haciendo cosas que no harías. Por ejemplo, yo solamente he ido a ver actuar a Raphael una vez en mi vida, y fue porque me lo pidieron en El País. Y la experiencia resultó tan horrorosa que disfruté contándola, a pesar de que había unas señoras a mi lado que me dijeron: «»Y usted, ¿para dónde escribe? Vamos a leerlo, eh».
Eran unas señoras precavidas.
Eran señoras muy mayores. Una había venido de Lima, otra había venido de Buenos Aires. Ese tipo de fan de la tercera edad que tiene Raphael es absolutamente fiel, y puede reaccionar de mala manera ante lo que escribas.
Antes hablábamos del empeño emocional frente a ciertos personajes. Me imagino que sentirías determinados reflejos si tienes que entrevistar a Dylan o a Van Morrison, por ejemplo.
No me llegué a encontrar con Van Morrison, pero hay algo que se repitió con él a lo largo del tiempo. La persona que le traía a España era un amigo mío, y se empeñó en que me iba a conseguir una entrevista. Me decía: «Diego, tienes que estar en casa, preparado, porque te va a recibir a las seis de la tarde en el hotel». Y yo me quedaba en casa. Pasaban las seis, las siete, las ocho… y entonces me llamaban de nuevo: «Oye, que ha surgido un problema, porque no le ha gustado el vino que le han puesto en la comida».
Aquellas excusas se prolongaron durante varios años, hasta que Van Morrison descubrió la maravilla de los aviones privados. En la última época, cuando venía a España, actuaba y luego se iba a dormir a su casa en Irlanda. Por otro lado, llega un momento en que te das cuenta de que es un propósito absurdo. Sabes que es un señor al que no se le dan bien las entrevistas. La última que leí, creo que en la revista Mojo, era bastante grotesca. La hicieron un día de verano en Inglaterra, uno de esos en los que los ingleses prácticamente se desnudan. Pero Van Morrison salió al jardín de un hotel… con bufanda, con abrigo y con sombrero. Y todo el mundo se le quedó mirando, cuando quizá pretendía pasar desapercibido.
No creo que le puedas sacar una buena entrevista a Van Morrison. A Dylan le entreviste como parte de una mesa redonda, con otros compañeros de la prensa europea. Pero nada, aquello era una competición para ver quién era el más ingenioso y el que más artistas de la década de los veinte conocía.
En fin, uno se acostumbra a eso. También hay que desmitificar el proceso de la entrevista. Te encuentras con una persona de sesenta o setenta años con la cual estás 45 minutos o una hora, y a partir de ahí, tienes que sacar la verdad de toda una vida… Es absolutamente imposible. Se trata una convención periodística que nos creemos, pero sabemos que no es verdad. Las entrevistas, en la mayoría de los casos, son verdades simplificadas, por no decir mentiras simplificadas. Pero entras en ese juego y esperas encontrar el chispazo que te permita entender al personaje… El desliz que en algún momento revele algo diferente del caparazón que muestra en su imagen pública.
[En El País (28-9-2009), Diego mencionó a su entrevistado perfecto: David Bowie. «Era magistral en las entrevistas ‒escribe‒: te proporcionaba titulares y te hacía fugaz cómplice de sus dilemas. Compartía contigo fabulosas anécdotas, que narraba con gesto de no-puedo-creer-que-yo-hiciera-esto: aquella vez que, en compañía de Dennis Hopper, visitó a Iggy Pop, ingresado en un psiquiátrico; convencidos de que su amigo necesitaba desahogarse, le colaron un surtido de drogas, saboteando el tratamiento. Usaba trucos para congraciarse con los entrevistadores. Cuando terminaba el tiempo asignado para la charla, un ayudante le avisaba de que ya había llegado el siguiente plumilla. Bowie respondía que lo sentía, pero se lo estaba pasando tan bien que iba a alargar un poco el encuentro. El periodista se hinchaba como pavo real, pero, pude comprobarlo en un descuido, esas prolongaciones estaban previsoramente minutadas y programadas en su hoja de actividades».]En el caso de Dylan, ya no podemos aspirar a conseguir la entrevista perfecta, pero quizá sí el concierto perfecto. Es casi como ir a los toros, hay que esperar la tarde oportuna para dar con un Dylan bueno.
Sí, tiene demasiado riesgo. El estilo de vida de Dylan le lleva a tocar cien conciertos al año. A veces, genera grandes conciertos, pero la mayor parte de las veces lo que vemos es a un artista que está trabajando con una banda muy engrasada. Casi tocan de forma rutinaria, aunque a veces cambian el repertorio e interpretan alguna canción inesperada. Y ese artista, por mucho que se diga que cada día canta mejor, cada día canta peor. Seamos sinceros.
No es cuestión de enfadar a sus seguidores, pero la verdad es que resulta difícil reconocer sus canciones en esos directos.
Ese es un momento divertido: cuando empieza una canción y todo el mundo se queda preguntándose qué es eso. Luego llega al estribillo, y claro, en ese momento la suelen reconocer.
El ejercicio que hace Dylan de maltrato de sus propias canciones es asombroso. Hay que agradecer, afortunadamente, que sea uno de los compositores más interpretados, y que haya veinte versiones de cada canción suya, y quizá sean veinte versiones soberbias. En muchos casos, mejores que las originales,
Hablando de Dylan, ¿te parece bien que escuchemos una canción suya?
Sí… éste es un tema que pertenece a la época en que se retiró después del accidente de moto que sufrió de camino a Woodstock, cuando Woodstock era simplemente una colonia bohemia. Grabó un montón de canciones que se ofrecieron a diferentes artistas. Entre ellas, esta que, teóricamente, se inspira en una película de Anthony Quinn, en la que hacía de esquimal [Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960), de Nicholas Ray, basada en una novela de Hans Rüesch]. Como es típico en Dylan, más allá de esa inspiración, tiene otro tipo de lecturas… Se titula «El poderoso Quinn»
[«Quinn the Eskimo (The Mighty Quinn)», grabada en 1967 por Dylan y The Band, durante aquellas grabaciones dieron lugar a The Basement Tapes (Columbia Records, 1975). En 1968, el tema fue convertido en éxito gracias a la versión de Manfred Mann. Una de las versiones de Dylan aparece en The Bootleg Series, Vol. 10: Another Self Portrait (2013)].La crónica de los grandes grupos y de los artistas míticos nunca nos cansa. ¿Cada cuántos años crees que hay que volver a contar ese mismo relato? ¿Puede ser que, cada diez años, ante el riesgo de perder vocaciones, haya que volver otra vez a la carga?
Cuando estudias las trayectorias de los grupos ‒siempre tan tormentosas‒, te das cuentas de que casi todas siguen el mismo patrón. En un momento dado, aparecen los egos, los problemas por dinero y ese tipo de proyecto que en un principio es común, y que se va haciendo cada vez más remoto a medida que los intérpretes empiezan a vivir alejados los unos de los otros. También comprobamos, una y otra vez, cómo el cantante o el guitarrista saca su disco en solitario, cómo todos los demás sacan su disco en solitario, cómo se separan, cómo se vuelven a juntar…
Hay una teoría que dice que todas las grandes narraciones, en realidad, son cinco. En el campo de la historia del rock, todas las grandes narraciones también son cinco… o poco más. Pero todas tienen sus matices. En la historia de Led Zeppelin, por ejemplo, descubrimos la brutalidad con la que conquistan estados unidos. Esa crueldad de la que hace uso su manager, Peter Grant. Y cómo eso de repente, según algunos ‒ya sé que esto es superstición y que contarlo es darle pábulo‒, se convierte en un karma que lleva a la muerte del hijo de Robert Plant [Karac, de cinco años, murió el 26 de julio de 1977 por culpa de un virus estomacal] y a la muerte del batería John Bonham [el 25 de septiembre de 1980, a los 32 años, tras el lanzamiento de In Through the Out Door. En The Guardian explicaron que Bonham había bedido 40 vodkas en doce horas].
Son, como te decía, historias ejemplares. Aunque te pases toda la vida diciendo a los artistas: «No te fíes de tu manager y controla las cuentas», les volverán a robar. Constantemente les advertirás: «Antes de firmar un contrato con una discográfica, vete a hablar con un abogado». Y aun así, firmarán ese contrato, porque la necesidad de firmar ese pacto fáustico con el demonio les borra cualquier tipo de precaución.
Pese a que el ciclo se repita, hay que contarlo, porque en el fondo creo que se aprende algo, y si uno lo piensa, se da cuenta de que muchos de los artistas de los cincuenta, sesenta y setenta acabaron arruinados, y por eso se vieron obligados a seguir actuando.
A partir de los ochenta, hay artistas muy prósperos que incluso se pueden permitir dejar de tocar. Ya se ha instalado una cierta cordura financiera y también una cordura jurídica, y eso sucede porque la historia del fracaso se ha contado muchas veces. Entre todos estos mensajes de aviso. recuerdo uno que decía Bono: «Un grupo se puede separar por una discusión sobre el orden de las canciones de un disco, pero no se debe separar por una cuestión de dinero. Eso es demasiado miserable».
A la hora de investigar el desarrollo del rock, ahora disponemos de una bibliografía mucho mayor a nuestro alcance. Pero eso contrasta con la situación actual de la propia industria musical.
Es algo paradójico. La industria de la música está desapareciendo y los artistas descubren que no pueden pasar del nivel de amateurs, porque no van a ganar dinero con esto. Pero al mismo tiempo, vivimos en una época dorada, en la cual tenemos más acceso a la información que nunca, a más discos que nunca, y eso es mágico.
Aún recuerdo cuando iba a Francia y visitaba los barrios de emigrantes para comprar discos, sobre todo discos africanos y de las Antillas francesas. Adquiría muchas cosas, pero a ciegas, porque entraba en tiendas donde uno estaba muy intimidado [Risas]. Y aunque pedías consejo, no necesariamente te daban buenas indicaciones, sino que aprovechaban para venderle a ese pálido comprador los discos que no vendían a sus propios clientes. Esto lo descubrías luego, cuando venías a España y por fin podías escuchar qué basura te habían vendido.
En todo caso, a la hora de hacer un trabajo periodístico, las fuentes son ahora infinitas.
Me acuerdo perfectamente de cuando empezaron a salir libros serios sobre música. Los podías contar con los dedos de una mano: el Awopbopaloobop Alopbamboom (1969), de Nick Cohn, The Sound of the City: The Rise of Rock and Roll (1970), de Charlie Gillett, Mystery Train: Images of America in Rock ‘N’ Roll Music (1975), de Greil Marcus, y poco más… Ahora de repente, todas las semanas están saliendo docenas de libros, muchos de ellos triviales, pero muchos absolutamente fascinantes, porque se están explorando todos los rincones del fenómeno musical.
En este momento, como te decía, disponemos de una mayor información, pero desgraciadamente no sucede con la música española, y esa es una de las cosas que todavía me fastidian. Por ejemplo, aún es necesario explicar qué era Hispavox… Pues mira, Hispavox era un sello nacional que fue importantísimo, que incluso tuvo su propio sonido [el llamado «sonido Torrelaguna»] en la época en la que tuvo como productor a Rafael Trabucchelli.
Firmas como Hispavox fueron tan importantes culturalmente como Alianza Editorial, Así que, por un lado, tenemos toda la información que quieras, y todos los años salen quince o veinte libros sobre los Beatles, alguno de ellos con información fresca, pero en lo referido a nuestro país, sí que notamos una falta de información muy grande.
De todas formas, se publican libros colaterales a la música de los que uno extrae cantidad de hallazgos. Por ejemplo, me dejó fascinado un libro sobre la relación entre el rock y los servicios secretos. Que haya un libro dedicado solo a eso me parece fascinante.
En realidad, lo más visible del negocio editorial de la música son las autobiografías. Una obra como Life (2010), la autobiografía de Keith Richards, vendió millones de copias, y la razón es que son unas memorias muy divertidas. Iba a decir que el tío es un gran narrador, pero la realidad es que tuvo un gran negro que escribió muy bien el libro.
Que se prestó a ello, claro…
Exactamente. Se llama James Fox y lo hizo estupendamente… También han entrado en este terreno las editoriales universitarias, que son muy potentes en Estados Unidos, y que saben cómo convertir una tesis doctoral en un libro legible, y atractivo.
¿Cómo te defines como comprador de libros de música?
A mí me gusta palpar los libros antes de comprarlos. No me sirve Amazon. Voy a determinadas librerías, y a veces me digo: «No puedo seguir comprando». Ya no es un problema económico, y eso que hay libros importados que te pueden costar treinta o cuarenta libras, pero es que la carga llega a alcanzar los treinta kilos, y ni por casualidad la voy a meter por la línea aérea sin que me apliquen un extra. Así que en la librería voy amontonando, voy separando, y luego empiezo a elegir… ¿Un libro sobre Steely Dan es importante? Pues sí, pero a lo mejor no es vital, y puedo esperar al próximo viaje. En cambio, si encuentro un libro sobre música africana o cubana, que son músicas no muy tratadas, la decisión es más fácil. Hace poco, encontré la historia de un músico estadounidense que murió en Cuba recientemente, que grabó allí y que tenía percepciones muy frescas de la música cubana. En ese caso, te da lo mismo que cueste 26 libras.
Ahora que mencionas la música cubana, quiero abordar otro tema que te apasiona, la música latina, con tantos artistas legendarios… En este sentido, hay figuras como Ray Barretto que alcanzaron un éxito que fue mucho más allá de los confines de la salsa o el jazz latino.
En realidad, Barretto nació en Nueva York, pero tenía todos los genes en su sitio. Curiosamente, aunque le atrajo el jazz y dedicó a éste la mayor parte de sus energías, tuvo una serie de éxitos arrolladores. Me pregunto si cuando los chavales estadounidenses bailaban [en 1963] «El Watusi» sabían cuál era la historia de esa canción. El watusi es un mulato muy alto y muy fuerte, y dice la canción que intimida a la gente, pero es irresistible. Ahí es donde se nota esa picardía latina. No creo que lo entendiesen los teenagers americanos ni los mods ingleses, y sin embargo, Ray Barretto les hizo vibrar con esta canción.
Hablábamos fuera de micrófono acerca del boogaloo, comentando si este de Ray Barretto podía ser o no el primer himno boogaloo. Ahí anda la cosa, ¿no Diego?
Sí, posiblemente así sea. Aunque si te das cuenta, en lo musical, «El Watusi» tiene un ritmo muy marcado por el piano y por la percusión. Pero de fondo, tiene el sonido de la charanga típica, con flauta y demás… Cuando los músicos latinos descubrieron que si acentuaban el ritmo, podían llegar a cualquier tipo de público, los músicos jóvenes, sobre todo del Spanish Harlem, empezaron a publicar temas como «Bang Bang» [(1967), de Joe Cuba] o «I Like It Like That» [escrita por Tony Pabon y Manny Rodriguez, y convertida en éxito por Pete Rodríguez en 1967]. Son canciones que las pones ahora mismo en cualquier local y lo alborotan. Es una época muy bonita de la música afrocubana, aunque se hiciera en muchos casos en Nueva York o luego en Miami.
Háblame de los libros que escribiste con anterioridad a Jinetes en la tormenta.
He hecho varias cosas. Escribí en los años setenta una historia del rock n’ roll [Historia del rock ´n´roll (1977), publicada por Iniciativas Editoriales dentro de la colección «Vibraciones: Cuadernos del rock».]. Quizá el primer libro que se hizo sobre el punk rock en el mundo [De qué va el rock macarra (Ediciones La Piqueta, 1977)]. Luego, muchos años después, escribí un libro sobre Michael Jackson, no autorizado [Michael Jackson (La Máscara, 1992)].
En el caso de Jinetes en la tormenta, yo me iba escaqueando de la obligación de cumplir ese compromiso. No guardo nada. Lo que escribo está perdido en discos duros, o en ordenadores que han fallecido. Y entonces me dijeron: «¿Por qué no haces una selección de tus artículos en El País?». Pero me sucedía lo mismo: yo no sé dónde están. El caso es que los editores tenían buena relación con el periódico y les pidieron los artículos publicados por mí en los últimos cinco años. Salieron mil, y sobre esa base se fue seleccionando. Intenté vertebrar el libro con esas introducciones en las que reflejo los vaivenes de un periodista luchando contra las circunstancias.
En la editorial tenían una idea que no sabían exactamente verbalizar. «Vamos a hablar sobre la música que ha cambiado nuestras vidas», me decían. Y yo me preguntaba qué quiere decir eso… Porque en muchos casos el tecno de discoteca cambia la vida de muchas personas, pero seguramente la gente que lo consume no sabe lo que está sonando. Con un poco de suerte, conoce el nombre del DJ que está pinchando.
Es un modelo muy diferente, con una proyección que no tiene nada que ver con músicos como los que están saliendo a relucir en esta conversación.
Cierto. Hay músicas que nos influyen, pero que no tienen la carga ideológica o la carga literaria que les da verdadera importancia. En este sentido, prefiero el modelo de artista que rompe con el mundo, que se construye su repertorio, que a veces triunfa y que a veces no, pero que quizá treinta años después sea reivindicado. El caso más obvio es Nick Drake. En vida, los discos que grabó con Island Records vendían 3.000 o 5.000 copias en Inglaterra, y ahora, sin embargo, su familia es rica a cuenta de las docenas de versiones que se hacen de «River Man». Este tipo de artista es mucho más apasionante que los que hacen música funcional, como pueden ser los productores y creadores de música electrónica.
¿Cómo sobrellevas los comentarios en los foros de tus seguidores en El País? Te lo pregunto porque hay de todo. Cada vez que aparece un artículo tuyo, surgen treinta opiniones instantáneas.
Lo pasé muy mal al principio, porque no entendía la naturaleza del juego. Entonces no sabía que hay una cosa que se llaman trolls, que son gente que se deleita en hacer daño y en destruir. Aún no los había sufrido. Había visto que atacaban a Iñaki Gabilondo, pero no pensaba que tuvieran inquina contra mí. Durante mucho tiempo, lo llevé terriblemente mal, porque una maldad bien lanzada te puede fastidiar la mañana. Por fortuna, se ha mitigado, y dentro del propio foro, el público responde a los ataques injustificados. Si vas a criticar a artistas muy endiosados… Ahí te la juegas, claro.
Me imagino que te refieres a los Springsteen o los U2 de turno.
Pero también pasa con gente como Frank Zappa. Tú no puedes decir una mala palabra sobre Zappa. En el viejo orden periodístico, no tenías que sufrir a los trolls y ahora, sin embargo, tienes que ser consciente de su existencia. Por otro lado, cuando estás escribiendo en un blog, llega ese punto en que descartas determinada argumentación, porque crees que todo el mundo cuenta con ella. Pero te paras y dices: «Si no explico esto, sé que por ahí van a entrar todos los torpedos». Entonces lo explicas, con el resultado de que un artículo que sobre el papel tendría seiscientas palabras, en el blog necesita 1.200 porque tienes que cubrirte las espaldas y dejarlo todo muy claro. Hay gente que está detectando el punto flojo de cada texto. Muchos de ellos lo hacen con profunda maldad, y otros, sin embargo, lo plantean como un ejercicio intelectual que tienes que respetar.
Para terminar esta charla, voy a hacerte la pregunta que todo el mundo espera: ¿va a volver El Ambigú?
El Ambigú difícilmente volverá.
¿De ninguna manera?
Hombre, yo estoy haciendo podcast. Estoy grabando uno en El País que se llama El Amplificador, y tengo otro en Radio Gladys Palmera que se llama El Mapa Secreto. Pero evidentemente no es El Ambigú porque ese programa se nutría de la urgencia de vivir solo para eso, de estar constantemente escuchando música, y apuntando, ordenando las canciones, eligiendo los temas que lo articulaban…
Viví su desaparición como una tragedia, pero en general, hoy pienso que viví unos años de absoluta libertad en los medios públicos, y bueno…. Ahora han cambiado las tornas, y lo único que puedo hacer es congratularme de haber vivido aquellos grandes años. Que me quiten lo bailao.
Este artículo amplía una transcripción de mi programa radiofónico «Orient Express», emitido por Radio Círculo © Gernot Dudda. Reservados todos los derechos.