Empecé a ver Blue Bloods por Tom Selleck y he acabado viendo los 22 episodios de la temporada 1 sólo por Jennifer Esposito. No logro entender cómo su personaje no encontró su merecido escaparate en la careta de entrada… Una injusticia como la copa de un pino.
En cuanto al meollo, lo gracioso de estas series policíacas a la antigua es que la gente muere con una frecuencia y alegría circenses, primando el entretenimiento sobre cualquier realismo o ética. Lo malo es que luego uno ve una maravilla absoluta como Antidisturbios (Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, 2020) y, viciado con el aotracosamariposa gringo, le cuesta discernir cuál es el conflicto de partida, si la víctima que desencadena todo el cargamontón judicial falleció por su propio pie al intentar escapar de un desalojo trepando por una barandilla… En los USA, Antidisturbios no sería comprendida desde su mismo argumento de base.
Desconozco cómo Tom Selleck ha pasado de ser el clásico «¿sabes que en realidad es gay?» al nuevo John Wayne de la tele. Nunca me interesó Magnum, pero sí me encantaron sus telefilmes criminales de Jesse Stone, así que aprovechando que mi hermano está apuntado a Movistar Plus me dije: «Vamos a darle una oportunidad a esta cosa ligera, que seguro que salen polis duros tomándose la justicia por su mano».
Bueno, en realidad son polis semiduros, semidesnatados y ya un tanto rancios. Es La casa de la pradera, pero en el cuerpo policial neoyorquino. Tom Selleck hace de máxima figura de dicho departamento, un patriarca viudo irlandés de pelo teñido (¡y apellido Reagan!) que respira fuerte por la nariz porque se lo dijo Lee Strasberg y que a la hora de comer esparce alegremente su mierda tradicionalista al resto de su hambrienta familia. Todos sus hijos son maderos: el mayor es el «duro» de gatillo fácil, sí, pero para encarnarlo escogieron nada menos que al hermano pocho de Mark Wahlberg, el chaval de New Kids on the Block, que de duro… No sé, a mí es que me recuerda a un amigo más lorzano que lozano que tengo en El Bierzo y por eso no me puedo tomar muy en serio al personaje, aunque el tío le pone ganas.
El benjamín es un patrullero con pinta de sureño que me cae bien porque es tímido: lo malo es que uno nunca acaba de decidir si el tímido es el personaje o el actor. Hay una hija sensata que hace de ayudante de fiscal (supongo que para que no parezca una serie tendenciosa a favor únicamente del «brazo ejecutor», ja), ésta sí encarnada por una buena actriz, Bridget Moynahan. Y luego hay un anciano todo dientes postizos, seis años mayor que Tom Selleck, y que hace de su padre: madero retirado, cómo no. El hombre, de tan cargante, despierta un poco de pena. O sea, si el actor fuera uno a lo George C. Scott, yo tragaba, pero…
La serie cuenta con una puntuación altísima en IMDB, lo cual me reafirma en mi teoría de que hay un público republicano que apoya masivamente este tipo de ficciones.
Con todo y pese a los mil estereotipos, debo decir que la profesionalidad técnica de la serie resulta considerable: como en las franquicias de Ley y Orden, en 40 minutos te cuentan una intriga completa, con sus giros y sus subtramas de desahogo dramático, incluido un almuerzo familiar fijo que con mala suerte empieza o acaba con la bendición de los alimentos.
En cuanto a factura de producción, no se le puede exigir mucho más, dado que fabrican una veintena de episodios por año.
Las tramas van de lo resultón a lo ridículo: igual te meten una buena historia de polis corruptos que se centran en un Tom Selleck histérico porque su párroco local es redestinado a trabajar al Ecuador: «¡Enterró a mi esposa y a mi hijo, quiero que también me entierre a mí!» es el lema motivacional del capítulo. También tenemos que vérnoslas con discursitos edificantes y prosistema, pero hay que reconocer que los crímenes investigados son más brutales de lo que suele soportar una típica serie para toda la familia.
Y luego está Jennifer Esposito. Al principio no le encontraba el qué, con esos rasgos tan pronunciados, más propios de los dibujos animados que de la realidad. Además, fue pareja del sociópata de Bradley Cooper (yo estoy seguro de que es un sociópata, lo conozco desde Alias), lo cual tampoco me ganaba su simpatía. Sin embargo, en cuanto aparece a partir del 4º episodio, se hace dueña completa de la función. Y lo consigue a base de puro encanto y personalidad: no compone un personaje realista y dudo que sea una gran intérprete, pero proyecta un dedicado carisma y atención al detalle sobre su personaje, la detective Jackie Curatola.
Rehuyendo los aspavientos de su contrapartida masculina, Esposito construye una heroína que combina glamour con desenvoltura, uñas cortas con sex appeal, elegancia corporal con cejas silvestres. Le da tres vueltas y media al ex-NKOTB ‒como mínimo, le hubieran puesto al lado un tío bellísimo y guapísimo como Timothy Olyphant, dónde va a ir a parar‒ y aterriza siempre de pie.
Cuando usa chaquetas y gorritos de lana en el New York invernal, dan ganas de transplantarla tal cual a la California de los 70 para que protagonice un spin off de ensueño con Paul Michael Glaser, un perfecto Starsky y Curatola. Tela la Curatola.
Francamente, no me entra en la sesera que no fuera cabeza de cartel de la serie, cuando su tiempo en pantalla iguala y hasta supera el de la familia titular de pasmarotes (de la pasma, quiero decir). Tengo entendido que tiró la toalla en la temporada 3, precisamente por algún problema con la producción, así que yo también anuncio que, en solidaridad, abandonaré Blue Bloods cuando ella caiga.
¡Y que los Reagan se vayan a dar sermones a su tatarabuelo con ouija!
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