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Crítica: «A propósito de Llewyn Davis» (2013)

Pueden acertar más o menos, pero está claro que los Coen –ahora que ya se les puede considerar veteranos– no se han dormido en los laureles, y siguen creando las películas que les apetece hacer, sin ajustarse especialmente a fórmulas, ya sean comerciales o autorales.

A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis) no es, precisamente, una película estándar. Carece de casi todo lo que ofrece Hollywood, por no hablar del cine actual en general. No hay grandes tramas, no hay una búsqueda de redención y ni siquiera se aprecia un especial arco de transformación de los personajes.

¿Es un biopic? No especialmente. ¿Una recreación de un periodo histórico? Esa sería una definición más atinada, dado que la cinta muestra desde una perspectiva poco romántica un momento y un lugar recordados con admiración: los primeros años 60 y el mundillo de los cantantes folk en el sofisticado y bohemio Greenwich Village neoyorquino.

Hoy en día estamos acostumbrados a que la música folk esté presente en todos sitios, incluso en los más refinados. Los rascatripas son algo que tenemos asumido. Pueblan todas las esquinas, los pasillos de Metro y los grandes auditorios del mundo. Pero, si lo pensamos bien, hubo un momento en el que esa música creada por campesinos, proletarios e inmigrantes desdichados se transformó en lo más chic entre la gente rica y culta de la metrópoli.

De hecho, la figura de Llewyn Davis se inspira en un cantante real, Dave Van Ronk, un personaje decisivo en el revival del folk durante aquella década prodigiosa, luego eclipsado por amigos y compañeros de fatigas de la misma época, como Bob DylanTom PaxtonGuthrie Thomas y Joni Mitchell.

Más allá de ese trasfondo verídico, el protagonista de la película es todo un hallazgo. ¿Qué pintaba un marinero mercante cantando canciones tradicionales galesas sobre las desgracias de pescadores o antiguas reinas en La Gran Manzana, rodeado de beatniks y profesores universitarios? Esta película muestra esa sensación de extrañeza, encarnada por un tipo totalmente desubicado en el mundo, una combinación de trovador y sociópata, sin capacidad ni ánimo de integrarse en el mundo de las relaciones humanas.

Llewyn Davis es un buen músico, pero le falta algo. Resulta demasiado sombrío para gustar a un público que quiere canciones sobre dolor y sufrimiento, siempre que tengan cierto envoltorio atractivo y no resulten –bueno– demasiado sinceras. No sirve para solista, funciona bien en grupo, pero él es incapaz de tocar con otra gente. Una vez formó parte de un dúo, pero esa persona se fue de la peor manera de este mundo, y a Llewyn parece faltarle la mitad de sí mismo.

Con soberbias interpretaciones, dirección perfecta y música impecable, la película nos cuenta una semana en la vida de este tipo tan perdido. Es un film en el que todo son planteamientos, pero no hay especial desarrollo. Esto no sucede por errores en la narración, sino porque el protagonista es así. No es capaz, ya sea por mala suerte o por falta de ganas, de involucrarse en nada. Sirve para tocar y pasar la gorra, poco más.

Se dice que A propósito de Llewyn Davis es una de las mejores películas de los hermanos Coen –algunos la declaran como la Mejor–. Ese tipo de comparaciones no llevan a ningún sitio, y no sirve de nada discutirlas, pero sin duda éste es uno de los films más adultos de esta pareja.

Aunque en la película hay un poco de su clásico humor extravagante, nos hallamos ante una obra tan sencilla como compleja –aquí lo implícito es más importante que lo explícito–, además de bastante amarga y algo desconcertante.

¿Es una cinta en la que no pasa nada? No, es más bien una cinta sobre las cosas que no llegan a pasar.

Sinopsis

Rebosante de música interpretada por Oscar IsaacJustin Timberlake y Carey Mulligan (en el papel de los amigos casados de Llewyn y afincados en el Village), así como por Marcus Mumford y Punch BrothersInside Llewyn Davis –en la tradición de O Brother– nos lleva a la música de otros tiempos. Épica a escala intimista, la película es la cuarta colaboración de los hermanos Coen con el productor musical T Bone Burnett, galardonado por los Grammy y los Oscar.

Elijah Wald es un músico y escritor que pasó gran parte de su adolescencia durmiendo en el sofá de Dave Van Ronk en la esquina de la Calle Cuatro con la Séptima Avenida. Es el coautor del libro The Mayor of MacDougal Street. En el siguiente artículo, explica los vínculos de A propósito de Llewyn Davis con la realidad:

«El Greenwich Village de Llewyn Davis no es la boyante escena folk de donde salieron Peter, Paul and Mary, ni la que cambió el mundo cuando Dylan se pasó a la guitarra eléctrica. Es la escena folk tenebrosa antes de la llegada de los temas de éxito y del dinero, cuando un pequeño grupo de auténticos creyentes intercambiaban viejas canciones como si se tratara de un código secreto. La mayoría eran jóvenes que habían crecido en las calles de Nueva York o en las urbanizaciones prefabricadas de Long Island y Nueva Jersey que intentaban escapar del profundo aburrimiento de los años cincuenta con Einsenhower. Algunos eran universitarios que vivían en casa de sus padres, otros compartían pisos en barrios de inmigrantes, como Little Italy o Lower East Side, donde se podía conseguir un cuchitril para dos personas por veinticinco o treinta dólares al mes.

Algunos detalles de Llewyn Davis son guiños a figuras conocidas: su apellido galés recuerda a Dylan y, como Phil Ochs, duerme en el sofá de una pareja de cantantes llamados Jim y Jean. Pero la película transcurre antes de que Dylan y Ochs llegaran a Nueva York, cuando nadie imaginaba que el Village se convertiría en el corazón del boom de la música folk que daría luz a superestrellas internacionales que cambiarían el curso de la música popular. Este momento de transición, justo antes de la llegada de los sesenta tal como los conocemos, fue plasmado por Dave Van Ronk, una de las figuras centrales de entonces, en sus memorias, The Mayor of MacDougal Street (El alcalde de la calle MacDougal), que los hermanos Coen han usado para la ambientación y escenas de su nueva película. Llewyn no es Van Ronk, pero sí canta algunos de sus temas y también procede de la clase obrera, por lo que divide su vida entre la música y la marina mercante.

Asimismo, Llewyn comparte el amor y el respeto que Van Ronk sentía por la auténtica música folclórica, las canciones creadas por obreros y campesinos que pasaban de cantante en cantante, pulidas por las mareas de la tradición oral. Para la generación de Van Ronk, esta trillada autenticidad contrastaba profundamente con las confecciones efímeras del mundo pop, y la decisión de tocar música folk era comparable a entrar en una orden religiosa, voto de pobreza incluido, ya que no había ninguna salida en Nueva York para alguien que sonara como un artista folclórico tradicional. Todo cambiaría a principios de lo sesenta, pero ya se empezaban a notar destellos de luz, como pequeños locales donde tocar y después pasar la gorra, pequeñas discográficas dispuestas a grabar música auténtica. A pesar de todas las dificultades, Van Ronk recuerda esa época con mucho cariño. Al igual que Llewyn, vivía al día, durmiendo en sofás de amigos, pero durante un tiempo estuvo rodeado de personas para las que lo más importante era la música.

En general, la escena musical del Village a finales de los cincuenta ha sido ignorada por seguidores e historiadores, que tienden a pasar de Peter Seeger y sus éxitos con los Weavers a principios de la década, a la llegada de Dylan en 1961. Pero Van Ronk lo recuerda como un periodo clave durante el que un pequeño grupo de jóvenes músicos dieron forma a una nueva visión de la canción folclórica escuchando viejos discos para captar la aspereza y espontaneidad de los blues del Delta y de las baladas de los montes Apalaches, encontrando la manera de que esta música expresara sus sentimientos y deseos. La mayoría de estos músicos no llegaron a ser profesionales ni a grabar. (Las Kossoy Sisters fueron de las pocas que grabaron un disco en 1957, caído en el olvido hasta que los hermanos Coen usaron su versión de «I’ll Fly Away» para acompañar el viaje del protagonista a través de los campos de Misisipi en O Brother). El Village de finales de los cincuenta era un mundo de aficionados tan sinceros como entusiastas, movidos por el optimismo de la juventud. Van Ronk recuerda: «Nunca dudamos de que éramos lo más puntero del renacimiento folk, pero también debe tenerse en cuenta que estábamos a punto de cumplir veinte años o acabábamos de cumplirlos. Si no te sientes innovador a esa edad, está claro que algo va mal. ¡Claro que éramos la primera oleada del futuro, teníamos 21 años!».

Visto desde el siglo veintiuno, quizá cueste recordar que todo era muy diferente antes de la era mediática y de la comunicación instantánea, y que unos jóvenes y brillantes músicos podían vivir en pleno centro de Nueva York y estar fuera del mundo que les rodeaba. El corazón del Village en esa época no era un club o un café, sino Washington Square, donde los cantantes y los músicos se reunían para tocar los domingos por la tarde. Van Ronk apareció por ahí a mediados de los cincuenta y recuerda que siempre había seis o siete grupos tocando a la vez, cada uno rodeado por un círculo de amigos y admiradores. Cerca del arco al final de la Quinta Avenida, un grupo de chicos que habían oído música folclórica en campamentos de verano progresistas y en reuniones de la Liga de Jóvenes Sindicalistas, cantaban canciones sindicales que habían oído en conciertos de Pete Seeger o encontrado en la revista «Sing Out!». Al otro lado de la plaza, cerca de la calle Sullivan, los jóvenes sionistas socialistas de Hashomer Hatzair cantaban «Hava Nagila» y bailaban danzas folclóricas israelíes. Cerca de la fuente, un virtuoso del banjo llamado Roger Sprung encabezaba la primera oleada de músicos urbanos de bluegrass, tocando notas exuberantes procedentes de la música country y cantando con voz nasal.

Roger Sprung era uno de los pocos que tenía alguna conexión con el mundo comercial: había grabado cuatro temas a principios de los cincuenta con un grupo llamado Folksay Trio, de los que dos miembros no tardaron en rebautizarse como Tarriers y en conseguir que dos canciones suyas, «Cindy, Oh, Cindy» y «The Banana Boat Song» estuvieran en la lista de las «Diez Más Escuchadas». Los Tarriers grabaron «Tom Dooley» con Roger Sprung, que fue copiada por otro grupo más joven, el Kingston Trio, y encabezó la lista pop en 1958.

Los Tarriers y los Kingston Trio formaban parte de una moda pop-folk que ahora parece superficial y ligera, opinión que los asiduos a Washington Square ayudaron a formar. Para la mayoría de jóvenes músicos del Village, representaban la cultura blanda, conformista y comercial que ellos rechazaban. Tal como dice Van Ronk: «Habíamos oído al Kingston Trio, a Harry Belafonte y a las hordas de chillones imitadores, pero nos parecían venir de otro mundo, no tenían nada que ver con nosotros. La mayoría no sabía tocar y eran cantantes mediocres. En cuanto al material, se limitaban a los temas más trillados, canciones sacadas de «Cantemos todos con Mitch» o «El cuaderno del folclore». Todo era un engaño, se hacían con el material, estafaban a los autores, los compositores, los coleccionistas, las fuentes y, sobre todo, al público».

Los cantantes pop-folk quizá fuesen los reyes entre la clase media y las universidades del Medio Oeste, pero no tenían impacto alguno en lo que se oía y tocaba en los locales neoyorquinos, y menos aún en los auténticos folcloristas de Washington Square. Nadie se acuerda de Roger Sprung porque un tema suyo llegara al Top 40. Le recuerdan como a un viejo músico que sabía mucho más que ellos de música sureña auténtica y que estaba dispuesto a enseñar a cualquiera a tocarla como se debía. Iba a la plaza cada domingo, acompañado por otro músico llamado Lionel Kilberg que tocaba un contrabajo casero, ambos rodeados por un círculo de jóvenes músicos del que, con el tiempo, acabarían saliendo los músicos que encabezaron el movimiento urbano old-time y bluegrass de los sesenta. Lionel Kilberg también fue muy importante porque era el encargado de ir al Ayuntamiento cada mes y renovar el permiso para tocar en la plaza. Estaban autorizados a tocar desde la una a las cinco, y para que fuera legal, el titular debía estar presente, por lo que Kilberg no podía fallar.

Además de los bailarines folclóricos, de los chicos de los coros políticos y de los músicos de bluegrass, unos cuantos jóvenes solistas se sentaban en los bancos cercanos a la fuente para tocar la guitarra, el banjo o el salterio, cantar baladas y blues. Si eran buenos, no tardaban en atraer a un círculo de oyentes. Cuando alguien descubría una canción nueva, la llevaba a la plaza y todos se la aprendían. Normalmente, el domingo por la tarde estaba allí Van Ronk cantando blues, así como las Kossoy Sisters, Paul Clayton o el folclorista Roger Abrahams cantando baladas de las islas Británicas o de las montañas del sur. A veces iban cantantes algo mayores, más conocidos, como Oscar Brand o Theodore Bikel, o alguien venía con Woody Guthrie, a quien la enfermedad de Huntington ya le impedía cantar, pero tocaba un par de notas, o aparecía el reverendo Gary Davis, un predicador de Harlem y auténtico virtuoso de la guitarra que inspiró a toda una generación de jóvenes artistas del punteo.

Van Ronk recuerda que los cantantes de baladas y la gente del blues tendían a quedarse juntos porque no eran numerosos y formaban una especie de clan dentro del grupo: «Nos juntábamos para apoyarnos, no hacíamos tanto ruido como los otros grupos, y los odiábamos a todos, a los sionistas, a los chicos sindicalistas, a los músicos de bluegrass, no tragábamos a ninguno. Pero odiábamos a mucha gente en esa época».

Ahora sabemos que los cantantes de baladas y de blues daban forma a una nueva estética de la que saldrían músicos como DylanOchsJoan BaezJoni Mitchell, y que inspiraría a innovadores grupos folk-rock como Lovin’ Spoonful, The Byrds, The Mamas and the Papas, y Crosby, Stills, Nash and Young. (Entretanto, algo parecido ocurría en Inglaterra gracias a cantantes de baladas como Ewan MacColl –Llewyn Davis le canta «Shoals of Herring», de MacColl, a su padre– y a coleccionistas apasionados de discos de blues, como los jóvenes que se convertirían en The Rolling Stones). Pero a finales de los cincuenta no sabían que estaban en el umbral de una nueva era, y si alguien les hubiera dicho que sembraban las semillas de las futuras tendencias pop y rock, la idea les habría horrorizado. Tal como dijo Alan Lomax al dar la bienvenida a los invitados a su piso, un quinto sin ascensor, para una proyección de una jam session que había grabado personalmente: «Estáis en Greenwich Village, el lugar donde se viene para salir de América». Eran un pequeño grupo de fervientes creyentes, alejados no solo de la cultura comercial estadounidense, sino de cualquier cultura comercial, que se enorgullecían de su independencia y de sus conocimientos secretos.

Van Ronk no se equivocó al tachar irónicamente a su grupo de «neoétnico». En cierto modo era el equivalente al movimiento de «música antigua» que tenía lugar a la vez en el mundo de la música clásica. No es nada anormal que Llewyn Davis vaya a ver a una pareja mayor que él y que entre los invitados se encuentre un hombre que toca el clavecín en una agrupación llamada «Musica Antiqua». En el mundo de la música clásica estaban los músicos famosos que tocaban en el Carnegie Hall, pero también había jóvenes y entusiastas discípulos que buscaban material poco conocido, intentando tocarlo con «autenticidad», tal como debió tocarse y sonar originalmente. Varios de los músicos que iban regularmente a Washington Square estudiaban Folclore en la universidad y algunos realizaban viajes al sur en busca de viejos músicos y discos de 78 revoluciones. Para los que no podían desplazarse, la biblia era una caja de seis elepés reunidos por un excéntrico bohemio llamado Harry Smith, publicados por la discográfica Folkways en 1952 bajo el nombre de «The Anthology of American Folk Music». Se trataba de una recopilación de grabaciones realizadas para la «Race» y los mercados hillbilly de los años veinte. La Antología incluía grabaciones de artistas como Mississippi John Hurt y el músico de banjo Dock Boggs. Los neoétnicos imitaban hasta la saciedad todos los matices que consideraban auténticos, contrastando fuertemente con los melosos temas escogidos por los cantantes de pop-folk.

Van Ronk recuerda que algunos habían escuchado los discos en innumerables ocasiones y se sabían cada tema de los seis elepés: «No nos gustaba todo lo que había en los discos, pero su importancia residía en descubrir cómo cantaban de verdad, cómo sonaban. El material procedía directamente de las fuentes, no había pasado por terceros. Cambiaba toda la perspectiva porque la generación anterior había cantado folclore, pero con un estilo operístico. Nos importaba la autenticidad, poder reproducir los estilos étnicos tradicionales, incluso los acentos. Daba igual ser étnico al estilo de Furry Lewis, de Jimmie Rodgers o de Earl Scruggs, eso dependía del gusto de cada uno. Pero era una cuestión de principios, todo debía ser étnico».

Como en cualquier secta, había miembros más ortodoxos que otros. Van Ronk, al igual que Ramblin’ Jack Elliott antes que él y Bob Dylan un par de años después, se esforzó en reproducir el estilo vocal áspero y ronco de las montañas y de las praderas, pero otros cantantes estaban dispuestos a transigir con los gustos modernos y urbanos. La mayoría de las mujeres tenían preciosas voces de soprano; a veces se esforzaban en adoptar un acento sureño, pero no solían sonar como ancianas granjeras. Aun así, estudiaban viejas grabaciones y colecciones de antiguas baladas publicadas por estudiosos de la materia, y aprendían a tocar instrumentos arcaicos como el salterio de los Apalaches.

Entre todos los neoétnicos, Paul Clayton fue el que mejor supo combinar los estudios y la interpretación. (Este apuesto barbudo se parecía un poco a Jim Berkey, interpretado por Justin Timberlake). Clayton se había licenciado en Folclore y había viajado al sur para entrevistar y grabar a viejos músicos, descubriendo a artistas como el especialista en punteo negro Etta Baker y el bluesman Pink Anderson, que recorría el sur en un «medicine show». También fue el que más éxito tuvo entre el círculo de auténticos creyentes: como mucho, los demás consiguieron grabar un par de temas en discos recopilatorios, pero Paul Clayton grabó nada menos que quince discos en solitario en seis años, entre 1954 y 1959. Sin embargo, no formó nunca parte del mundillo pop-folk que se dedicaba a adaptar canciones tradicionales a un estilo seudofolclórico. Sobre todo grabó con la pequeña discográfica independiente Folkways Records, que sobrevivía vendiendo mayormente a bibliotecas y universidades. Van Ronk, en sus memorias, dice: «Siempre que Paul necesitaba dinero, buscaba una oscura colección de canciones folclóricas, iba a ver a Moe Asch, de Folkways, y le decía: ‘Oye, Moe, estaba revisando tu catálogo y me he dado cuenta de que no tienes ni un solo disco de baladas de leñadores de Maine…’ Moe le contestaba: ‘Vaya, efectivamente, es un fallo. Oye, ¿no conocerás a alguien que se sepa bastantes temas como para un disco?’ Era el momento que Paul esperaba: ‘Pues fíjate, da la casualidad de que…’»

Los títulos de los discos de Clayton no dejan lugar a dudas sobre el contenido. Además de «Timber-r-r! Lumberjack Folk Songs & Ballads» (¡Árbol va! Canciones y baladas folclóricas de leñadores), también están «Wanted for Murder: Songs of Outlaws and Desperados» (Se busca por asesinato: Canciones de forajidos y bandidos), «Bay State Ballads» (Baladas del Estado de Massachusetts), «Cumberland Mountain Folksongs» (Canciones folclóricas de los montes de Cumberland) y «Whaling and Sailing Songs from the Days of Moby Dick» (Canciones de balleneros y marineros de la época de Moby Dick). Además del folclore puro y duro, también versionó algunos temas tradicionales para sus actuaciones en directo, reescribió letras y trabajó las melodías, e incluso llegó a grabarlos con arreglos cercanos al pop. Su trabajó no llamó mucho la atención fuera del círculo folk, pero influyó a numerosos cantantes. Por ejemplo, la canción «Who’s Gonna Buy You Ribbons», grabada en 1959, inspiró el tema de Bob Dylan «Don’t Think Twice, It’s All Right».

Sigo un camino largo y solitario,

el que tú me has obligado a tomar…

No vale la pena sentarte a suspirar, cariño,

no vale la pena sentarte a llorar.

No vale la pena sentarte y preguntar por qué, cariño,

pregunta quién te comprará cintas cuando yo me haya ido.

El hecho de que pocas personas se acuerden de Paul Clayton hoy en día demuestra lo mucho que cambió la escena musical en los pocos años entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Los neoétnicos nunca pensaron en convertirse en estrellas; si hubieran soñado con el éxito comercial, no se habrían dedicado a la música folclórica. Mirando hacia atrás, es fácil imaginar el Village a finales de los cincuenta como un campo de entrenamiento para los futuros grandes; desde luego, fue un hervidero de entusiasmo juvenil y dedicación musical recordado por muchos de sus residentes como el equivalente a París en los años veinte. Pero si echamos un vistazo a las listas de actuaciones en locales, clubes y cafés del periódico The Village Voice, la perspectiva cambia. Había cantantes folk, desde luego, pero casi nunca encabezaban las actuaciones y debían competir con otras músicas. En octubre de 1961, cuando Dylan fue «descubierto» en el Folk City – el único club dedicado al folk que disponía de licencia para vender alcohol y que sirve de modelo para el local en la película –, tocaba como telonero de una banda local de bluegrass, los Greenbriar Boys. Tan solo otros dos locales incluían nombres de cantantes folk entre sus actuaciones, y se ceñían a intérpretes de la vieja escuela del cabaret, no había miembros del joven círculo del Village. Los clubes de renombre seguían con el jazz, Thelonious MonkOrnette ColemanZoot SimsHorace SilverHerbie Mann, y aquí tenemos otra prueba de la rapidez de los cambios: Silver y Mann actuaban la misma noche con Aretha Franklin de telonera. Dos meses antes, la cantante había sido telonera del John Coltrane Quintet.

En cuanto al café donde debutó Dylan en Nueva York, el Café Wha?, el cartel no incluía el nombre de los músicos, simplemente mostraba el dibujo de un bohemio con boina, barba y gafas de sol con la siguiente explicación: «Canciones folk, comedia, calipso, poesía y congas en el Café con más marcha de Greenwich Village». El Café The Wha? era un atrapaturistas dirigido por un inteligente buscavidas llamado Manny Roth, que legó sus conocimientos del mundo del espectáculo a su sobrino David Lee Roth, cantante del grupo Van Halen. Entre los artistas que trabajaban regularmente en el café estaban Richie HavensFred Neil y Karen Dalton, auténticas leyendas del folk hoy en día, pero los principales beneficios del local se debían a turistas que iban a ver a los bohemios y a los raros.

El primer club del Village dedicado al folk, el Café Bizarre, abrió sus puertas en 1957. Van Ronk tocó la noche de la inauguración y recuerda que «vendía a los carcas un Greenwich Village que no existía. Estaba ambientado como una casa macabra estilo Charles Addams a lo cutre: todo muy oscuro, con velas, telas de araña falsas por todas partes. Las camareras se parecían a Morticia, llevaban medias de rejilla, pelo largo liso negro e iban tan maquilladas que parecían mapaches». Era una idea hollywoodiense de la vida bohemia, como se ve en la película Me enamoré de una bruja, donde las brujas y los brujos se mezclan con los bohemios y nadie sabe quién es quién, o programas de televisión como «Dobie Gillis» y «Peter Gunn». Durante un tiempo, el Village Voice incluso publicó un anuncio semanal de «Alquile a un bohemio». El servicio suministraba a un barbudo con boina muy en la onda capaz de animar hasta la fiesta más aburrida.

En el contexto de los cincuenta, no hacía falta mucho para ser tachado de rarillo y de bohemio. La barba de Llewyn Davis habría bastado para que la gran mayoría de estadounidenses bienpensantes se echasen a reír y le señalasen con el dedo, en contraposición al corte de pelo militar y las camisas abrochadas hasta el cuello de los jóvenes «normales». Era el equivalente a los tatuajes faciales y piercings múltiples. En opinión de una generación que había pasado por la Depresión y vivido dos guerras mundiales, y que por fin podían relajarse en el auge económico más estable jamás conocido por la clase media, si alguien se empeñaba en dormir en el suelo y pasar sus días estudiando poemas y canciones arcaicas, la única explicación plausible era que estaba loco o era un pervertido. Para los jóvenes residentes del Village, los turistas representaban la vacuidad mental conformista producida por la caza de brujas de McCarthy y la Guerra Fría, que amenazaba al mundo con un Armagedón atómico. Ambos grupos estaban divididos por un muro de temores y de desconfianza. Tampoco ayudaba que los turistas estadounidenses aparecieran en el Village como si estuvieran en medio de un absurdo parque de atracciones, y tratasen a cualquiera que intentase tocar y cantar seriamente como si formara parte de un espectáculo de locos.

El Bizarre y el Wha? eran los dos locales que más se dedicaban a los turistas, pero incluso los cafés y los clubes menos horteras eran duros. Los bares cerraban a la una de la mañana, pero los cafés podían seguir abiertos mientras hubiera clientes, y los intérpretes llegaban a hacer seis o siete pases en una noche, siete noches a la semana. El público montaba broncas, a menudo los músicos solo cobraban pasando la gorra y era un trabajo agotador, pero también era un entrenamiento único. Van Ronk se quejaba del público y de cómo los explotaban, pero también decía que su generación aprendió mucho en esos clubes, más que en cualquier otro sitio, lo que explica por qué Dylan y Ochs se convirtieron en los mejores cantautores del país al cabo de un año o dos de su llegada. «Teníamos todas las oportunidades del mundo para probar lo que hacíamos ante el público, que nos ponía verdes, intentar ver por qué no funcionaba y probar otra vez. Era muy duro, sobre todo porque los turistas empezaban en los bares y para cuando llegaban a los cafés ya estaban cocidos. Ahí estábamos, tocando y cantando delante de cincuenta o cien tipos de clase media a los que les importaba un bledo la música, habían venido a ver a los rarillos y a pasarlo bien. En una situación así, si no adquirías las tablas necesarias rápidamente, más te valía dedicarte a otra cosa. Los que aguantaron se convirtieron en auténticos profesionales».

Los músicos que se reunían en Washington Square compartían una devoción por la música auténtica y honrada cuyas raíces más profundas estaban ancladas en la América rural mítica, pero el mundo de los clubes y de los cafés giraba en torno a la realidad económica. Las leyes de la ciudad de Nueva York para los cabarets eran de las más estrictas del país, y los locales contrataban a cantantes folk como una forma de eludir las normas: la cláusula de «música incidental» diseñada para la música de fondo de restaurantes permitía grupos de menos de cuatro personas siempre y cuando no tocasen instrumentos de viento y percusión. Los poetas y los cantantes de folk podían tocar en un club sin que este tuviera que pagar el impuesto obligatorio para los grupos de jazz, lo que les venía muy bien, sobre todo tratándose de un público al que no le importaba la música.

Esta situación benefició a los cantantes de folk, pero también añadió combustible a los sempiternos prejuicios. Los turistas metían a los cantantes de folk y a los bohemios en el mismo saco, pero cuando Van Ronk habla de los grupos odiados por su círculo, los bohemios no están lejos de los carcas de clase media. Más aún, la antipatía era mutua: «A los bohemios les iba el jazz moderno, el bebop y las drogas duras; odiaban la música folk. Para ellos, éramos unos críos ingenuos sentados en el suelo cantando por las masas oprimidas. Cuando un cantante de folk subía al escenario entre dos poetas, los bohemios casi se tapaban la nariz, pero cuando el poeta beat subía y soltaba su rollo, nosotros hacíamos lo mismo».

Van Ronk no se refiere a los primeros bohemios, alguien que soñaba con pasarse la vida en la carretera con una guitarra al hombro (En el camino, de Jack Kerouac, y las canciones de Woody Guthrie iban de la mano). En 1960 esta generación ya no recitaba poemas en los cafés; los jóvenes bohemios eran hijos de la clase media, como los folk, y se vestían parodiando a los bohemios urbanitas y escuchaban poemas totalmente ridículos. En cuanto a lo que los beat pensaban de los folk, se resumía en el desprecio que un vanguardista siente por cualquier ingenuo y a la arrogancia con que un aficionado al jazz contempla a uno que canta baladas y solo sabe tocar tres notas. El personaje de John Goodman en A propósito de Llewyn Davis está inspirado a grandes rasgos en Doc Pomus, un judío neoyorquino que se hizo famoso cantando blues entre negros. Su reacción ante Llewyn es típica de cualquier amante del jazz de la época: «¿Que tocas qué? ¿Canciones folk? Pensaba que me habías dicho que eras músico».

El famoso eslogan de los años sesenta «No te fíes de nadie de más de treinta» reflejaba una división generacional aún más importante que la musical. Para Van Ronk o Llewyn Davis era posible respetar a Doc Pomus o a Thelonious Monk como artistas y predecesores bohemios, pero pertenecían a otro mundo, aunque el mundo en cuestión estuviera a una manzana. Para colmo, en ese otro mundo estaban los que podían contratarlos o conseguirles una grabación. Moe Asch, de Folkways Records, que sirve de modelo a Mel en la película, tenía 55 años en 1960 y había lanzado discos de Woody GuthriePete Seeger y Lead Belly, así como de músicos de jazz como Sidney Bechet y Art Tatum. Amaba la música folclórica tradicional, era un camarada político de la «vieja guardia de izquierdas» y apoyó inmediatamente al movimiento de la canción protesta, pero también era un hombre de negocios. Sus grabaciones fueron la base de la estética neoétnica, solo conocida por un reducido grupo de especialistas. Financiaba sus proyectos menos rentables siendo proverbialmente agarrado con los artistas que más vendían, además de ser dolorosamente honesto con casos como el del ficticio Llewyn, que no vendía tan bien como se esperaba.

Albert Grossman, que sirve de modelo para Bud Grossman en la película, solo tenía 34 años en 1960, pero la generación de Van Ronk le consideraba un miembro de la vieja guardia. Abrió el Gate of Horn en Chicago en 1956, un club dedicado a la música folk. Tenía licencia para vender alcohol y contrataba a artistas considerados por los neoétnicos como «cantantes de cabaret», intérpretes como Josh WhiteBob GibsonOdetta y los Clancy Brothers, que cantaban canciones folk, pero tenían muchas tablas. Grossman se trasladó a Nueva York en los sesenta y se convirtió en un icono de la promoción folk a gran escala, creando a Peter, Paul and Mary, y gestionando la transformación de Bob Dylan de poeta delgado con guitarra a estrella de rock. Pero incluso a finales de los cincuenta, cuando solo era el dueño de un club, el círculo de Van Ronk tendía a tachar de falso y comercial el estilo cabaretístico que defendía. Los neoétnicos se esforzaban en no hacer nada que pudiera parecerse mínimamente a un espectáculo profesional. Cantaban con voz áspera y acentos marcados, subían al escenario con ropa normal y presentaban sus canciones con seriedad y gravedad. En palabras de Van Ronk, «si no estabas mirando directamente el agujero de la guitarra, lo menos que podías hacer, era fijar la mirada en tus zapatos». Su dedicación a la música era total, y Miles Davis hacía algo parecido cuando tocaba de espaldas al público para concentrarse únicamente en la música y no en los gestos. Pero no tenía sentido para los dueños de locales como el de Grossman, que amaban la música y el espectáculo. Grossman nunca contrató a ningún joven neoyorquino para tocar en el Gate, y Llewyn pasa por una humillación similar a la que debió tragarse Van Ronk después de hacer una prueba en el club.

En 1960 nadie que conociera el negocio y quisiera ganar algo de dinero sentía el menor interés por Van Ronk o por Dylan. Los cantantes de folk famosos eran intérpretes con voces agradables vestidos al estilo de los músicos pop o clásicos de éxito: Belafonte y Josh White, con sus camisas de seda hechas a medida; el Kingston Trio, con idénticos atuendos universitarios, y grupos algo más antiguos como los Weavers, los Rooftop Singers y los Limelighters, con trajes y corbatas o vestidos largos. Dylan describe con exactitud el pensamiento de la época en una de sus primeras canciones, «Talking New York», citando al dueño de un local: «Suenas como un paleto, aquí buscamos a cantantes de folk».

Mike Porco, dueño de Folk City y el equivalente en la vida real al cínico y encantador Pappie Corsicato en la película, era la excepción que confirmaba la regla, pero sencillamente porque no tenía ni idea del negocio de la música. Era un neoyorquino italiano que tenía un bar llamado Gerde’s en una manzana de almacenes industriales. Sus clientes eran obreros que trabajaban en la zona, por lo que el local estaba muy tranquilo de noche. Izzy Young, que tenía una pequeña librería y tienda de discos en la calle MacDougal, le propuso ofrecer actuaciones en directo. Young era un tradicionalista de lo más puro, un experto en danzas folclóricas que se vanagloriaba de poseer la mayor selección de libros de folclore mundial en todo Estados Unidos. El Folklore Center – así se llamaba la tienda – también servía como lugar de reunión del círculo neoétnico. Dylan escribe en Crónicas que entró en la tienda la primera vez que fue al Village y que allí conoció a Van Ronk. Cuando Izzy Young empezó a ocuparse del bar por la noche, su idea era convertirlo en un local para que pudieran tocar intérpretes «auténticos» como el reverendo Gary Davis y gente más joven como Van Ronk y Clayton.

Esto ocurrió en enero de 1960, y Young gestionó el club sin ánimo de lucro durante cinco meses antes de que Porco se diera cuenta de que tenía un público fiel y podía ser un buen negocio. Decidió encargarse él y lo bautizó como «Gerde’s Folk City». Durante un tiempo fue uno de los pocos bares que contrataba regularmente a cantantes folk. Aquí, al menos, cobraban por tocar, no hacía falta pasar la gorra después. Pero al igual que el café donde toca Llewyn Davis, no era un ambiente musical silencioso. Van Ronk recuerda numerosas noches alegres y bulliciosas con Porco y sus amigos, criticando a los pobres que intentaban hacerse oír en el escenario. «Como en la mayoría de locales con música, los que se sentaban delante sabían por qué habían venido, pero los que se quedaban en la barra no parecían estar en la misma sala. Cuando se llenaba, era uno de los locales más duros donde había tocado».

Si tuviéramos que poner una fecha exacta a los acontecimientos de A propósito de Llewyn Davis, la más obvia sería entre la apertura del Folk City en enero de 1960 y la llegada de Dylan a Nueva York casi exactamente un año después. Fue un momento de transición, todo estaba cambiando, pero nadie sabía exactamente en qué dirección iría. Cuando el Folk City se dio a conocer, el Café Bizarre ya llevaba tres años funcionando, y en ese tiempo había abierto el Café Wha?, el Commons y el Gaslight Café, todos a una manzana el uno del otro, cerca de o en la misma calle MacDougal, y en todos había actuaciones musicales además de los cada vez menos numerosos poetas beat. Se abrieron más clubes en los siguientes años hasta sobrepasar los treinta en unas cuantas manzanas, pero incluso en los sesenta había bastante espacio para los jóvenes músicos que llegaban de todo el país. Cuando Dylan llegó de Minnesota, el círculo original ya contaba con Carolyn Hester de Texas, Len Chandler de Ohio, y Tom Paxton, que sirve de modelo a Troy Nelson en la película, de Oklahoma. Del mismo modo que el personaje de los CoenPaxton empezó a tocar en el Village los fines de semana, mientras hacía el servicio militar en Fort Dix, representando a un nuevo estilo de cantante folk. Le interesaba menos mantener la tradición cantando viejas canciones que componer nuevas. En la película, Nelson canta «The Last Thing on My Mind», de Tom Paxton, una figura clave en el paso de neoétnicos a cantautores.

DylanPaul SimonJoni MitchellLeonard Cohen y otros herreros de las palabras llegaron al Village en los años siguientes y aprendieron a fusionar la estética musical de los folk con la estética literaria de los beat. El cambio no fue instantáneo ni mucho menos. Cuando Izzy Young patrocinó el primer concierto de Dylan en el Carnegie Recital Hall en noviembre de 1961, el cantante ya había sido aclamado por el New York Times y había firmado un contrato con Columbia Records, pero apenas atrajo a cincuenta personas. Su voz nasal y su armónica llorona no eran bastante pulidas para los amantes de la música popular, e incluso después de que Peter, Paul y Mary convirtieran «Blowing in the Wind» en un éxito a nivel nacional dos años después, nadie imaginaba que se convertiría en una estrella. Cuando por fin despegó su carrera como intérprete, estaba tan sorprendido como muchos de sus viejos amigos de la calle MacDougal: «No hace tanto tiempo, mi mayor aspiración era ser como Van Ronk, pero creo que he llegado más lejos. Sí, bastante más lejos. Y da miedo, joder».

Muchos espectadores quizá crean vislumbrar en A propósito de Llewyn Davis el principio del reinado de Bob Dylan. Pero en realidad se trata del retrato de un mundo más pequeño y totalmente diferente que ya tocaba a su fin cuando apareció Dylan. Casi ninguno de los cantantes y músicos que estaban en el Village en los años 1959 y 1960 llegaron a ser estrellas folk en la década siguiente. A excepción de Van Ronk y de los New Lost City Ramblers, todos desaparecieron con la oleada de recién llegados de cualquier parte de Estados Unidos o se retiraron cuando el gusto por la autenticidad fue sustituido por un circo comercial. El compañerismo, la sensación de pertenecer a un círculo de creyentes que dormían en los sofás de los amigos y que intercambiaban canciones hasta el amanecer, fueron relegados por sueños de estrellato. Se compuso muy buena música en el Village en los años sesenta, quizá mejor que en la década anterior, pero ahora era el centro de una moda nacional e internacional. En cuestión de pocos años, el pequeño Greenwich Village donde todos se conocían, tocaban y cantaban juntos, aquel en el que en ocasiones se acostaban y se rompían el corazón, quedó atrás, perdido en el tiempo, tan lejano como las cabañas de los recolectores del Delta del Misisipi y las aldeas de los Apalaches le parecían a Van Ronk y a los jóvenes de Washington Square.»

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Vicente Díaz

Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Europea de Madrid, ha desarrollado su carrera profesional como periodista y crítico de cine en distintos medios. Entre sus especialidades figuran la historia del cómic y la cultura pop. Es coautor de los libros "2001: Una Odisea del Espacio. El libro del 50 aniversario" (2018), "El universo de Howard Hawks" (2018), "La diligencia. El libro del 80 aniversario" (2019), "Con la muerte en los talones. El libro del 60 aniversario" (2019), "Alien. El 8º pasajero. El libro del 40 aniversario" (2019), "Psicosis. El libro del 60 aniversario" (2020), "Pasión de los fuertes. El libro del 75 aniversario" (2021), "El doctor Frankenstein. El libro del 90 aniversario" (2021), "El Halcón Maltés. El libro del 80 aniversario" (2021) y "El hombre lobo. El libro del 80 aniversario" (2022). En solitario, ha escrito "El cine de ciencia ficción" (2022).