Cuando se preparó el lanzamiento de la colección regular de Conan el Bárbaro, en 1970, nadie confiaba demasiado en ella. Ya vimos en el artículo dedicados a la etapa de Barry Smith el contexto, prolegómenos y desarrollo de aquel proyecto. La elección del dibujante vino condicionada por el dinero disponible. Siendo como era una colección nueva que pisaba terreno nunca antes hollado por la editorial (fantasía heroica, personajes creados por un tercero, ausencia total de superhéroes…), los fondos asignados por el propietario de Marvel, Martin Goodman eran muy reducidos. Aunque la primera elección del editor, guionista e impulsor del proyecto Roy Thomas, para el aspecto artístico de la colección había sido la de John Buscema, la tarifa de éste –uno de los artistas puntales de la casa– superaba lo que Thomas le podía ofrecer.
Las razones para elegir a un jovencísimo Barry Smith fueron algo tan sencillo como que estaba dispuesto a trabajar por el salario que la empresa estuviera dispuesta a ofrecerle. Pero resultó, como ya vimos, que su labor en Conan superó todas las expectativas. Para cuando finalizó su etapa, en el nº 24 (marzo de 1973), sus dibujos ya no tenían absolutamente nada que ver con aquellos con los que había comenzado. Su estilo había evolucionado hacia un preciosismo y una limpieza narrativa sin parangón en la industria del comic book contemporánea.
Así que cuando se marchó en busca de pastos más verdes, llegó el turno, ahora sí, de John Buscema. Smith había convertido a Conan en uno de los cómics de la editorial más apreciados por los fans. Además, Thomas había sido nombrado director editorial de Marvel y ésta había sido adquirida por un grupo empresarial más potente que dejaba las manos libres al guionista-editor y le ahorraba no sólo dar cuentas a un superior, sino vivir bajo la continua amenaza de cancelación que había pesado sobre la serie desde su inicio.
Ahora bien, no debió ser fácil para los fans de Conan, que habían ido presenciando la espectacular evolución de Barry Smith, de imitador de Kirby y Steranko a artista de estilo tan exquisito que el formato del comic book ya no bastaba para contenerlo, tener que acostumbrarse de la noche a la mañana al estilo dinámico pero prosaico de John Buscema.
No es que Buscema fuera malo, ni muchísimo menos (aunque a decir de muchos el culmen de su carrera, su etapa en Los Vengadores, ya había quedado atrás). Era simplemente que sus viñetas resultaban…demasiado normales, muy propias del estilo Marvel y, por tanto, alejadas del refinamiento y personalidad que destilaban los diseños de Barry Smith. Mientras que éste ofrecía visiones casi oníricas de una peligrosa belleza, Buscema lo mantenía todo a un nivel de realismo brutal no demasiado original. Realismo, claro, dentro de un orden, porque el mundo hyborio de Buscema era una recreación imaginaria de lo historicista: grandes dosis de imaginería medieval y unas gotas de estilismo oriental. En honor a la verdad, hay que admitir que su versión de Conan estaba más en sintonía con lo que su creador, Robert E. Howard, imaginó para sus relatos en los años treinta, pero ello significó el sacrificio de esa indefinible poesía y personalidad que Smith había imbuido en su personal interpretación del personaje.
Así que los lectores se llevaron una buena sorpresa cuando en el nº 25 (abril de 1973), la figura del Conan de Barry Smith, fornida pero esbelta y con un punto de melancolía, se vio sustituida por la del bárbaro de Buscema, un gigante musculoso de expresión bestial que remitía a las ilustraciones que Frank Frazetta había realizado para el personaje años atrás y en la que Conan tenía un aire brutal y violento. Imagino que algo parecido debieron sentir los lectores de Spiderman cuando John Romita reemplazó a Steve Ditko en los dibujos de esa colección. Y el efecto, curiosamente, también fue el mismo: la colección mejoró todavía más sus ventas.
Efectivamente, bajo la égida de Buscema, Conan se convirtió en uno de los títulos más rentables de la casa y propició su multiplicación en otros formatos, como el de los Giant-Size o magacines en blanco y negro. Durante muchos años (hasta 1987, tras nada menos que 135 episodios de la colección regular), su Conan taciturno y ojeroso se convirtió en la imagen más reconocible del personaje para cualquier fan que se preciara. Pero no lo hizo solo, ni mucho menos.
De hecho, esta su primera incursión en el personaje, dista de ser satisfactoria. “Los espejos de Kharan Akkad” («The Mirrors of Kharam-Akkad») continuaba la saga de la Guerra del Tarim iniciada por Roy Thomas y Barry Smith meses atrás. Buscema era un narrador muy sólido: sabía situar a los personajes en la viñeta, moverlos con soltura, coreografiar bien las escenas de acción, conseguir momentos de gran intensidad y soluciones gráficas muy efectivas en las páginas-viñeta de apertura. Pero en este su primer episodio su dibujo se antoja simplón, poco acabado, carente de la riqueza que su predecesor había impreso en la serie. De hecho, el resultado final del trabajo de Buscema ha dependido siempre de la elección de un buen entintador; a pesar de que a él nunca le gustó cómo le terminaban sus páginas, lo cierto es que disfrutó de un nutrido grupo de profesionales que contribuyeron a ofrecer algunas magníficas historias. Pero su hermano Sal Buscema, cuya intervención pidió expresamente John para este número 25, no fue uno de ellos. Aunque Sal había hecho una buena labor embelleciendo los lápices de Smith en números precedentes, no parecía sintonizar tan bien con John.
A destacar, sin embargo, dos páginas de la historia entintadas –bastante mejor– por John Severin en las que se muestra un flashback a los tiempos del rey Kull, una suerte de “antepasado” de Conan en tiempos muy remotos. Ese segmento, por cierto, hace referencia a una historia de ese personaje que años más tarde, en 1981, Doug Moench y John Bolton adaptarían magistralmente.
El nº 26 (mayo de 1973), vio otra adición a lo que se convertiría en un equipo creativo bastante estable: el entintador filipino Ernie Chua. Éste marcó la diferencia, insuflando una nueva vida al arte de Buscema. Mientras que Sal Buscema y John Severin se habían contentado con entintar sólo lo que John había dibujado a lápiz, Chua se preocupó de rellenar todos los espacios vacíos con los detalles necesarios para aportar la profundidad y verosimilitud que una serie como Conan requería. Mientras que Smith había dibujado a Conan como un joven de agilidad felina, Buscema y Chua lo transformaron en un coloso cuyos músculos intimidaban a cualquiera. De repente, el personaje parecía más adusto, salvaje, especialmente cuando se recreaba en la confianza de su juventud y se reía de las estupideces y debilidades de los hombres civilizados.
A Thomas no se le escapó el cambio de tono impuesto por dibujante y entintador (a Buscema no le importaron nunca demasiado los superhéroes y siempre prefirió trabajar en series de aventuras. Su trabajo aquí así lo demuestra), porque su propia caracterización de Conan experimentó un cambio ya incluso desde el primer número. Conan parecía más brutal, más cínico que nunca antes. A ello probablemente contribuyó el que el cimmerio descubriera que el sagrado Tarim, la deidad encarnada por la que tantos habían perdido la vida en la guerra que llevaba meses librándose, no era más que un infeliz retrasado mental.
Roy Thomas puso fin con este episodio a la muy interesante Guerra del Tarim (nº 19-26), sin duda una de las etapas más notables de la colección regular de Conan. El bárbaro abandonaría a continuación las tierras hirkanias asoladas por los ejércitos de Yezdigerd para dirigirse hacia el sur.
Los números que siguieron tienen un tono argumental algo disperso tras la coherencia que había dominado la Guerra del Tarim. A ello seguramente no fue ajeno el que Thomas, como he dicho, asumiera su nuevo cargo de director editorial de Marvel, lo que conllevó una importante carga de trabajo que le impidió concentrarse como hasta entonces en los guiones de Conan. Se dedicó entonces a escoger relatos de aventuras históricas escritos por Howard en los años treinta ‒no protagonizados por el cimmerio‒, adaptarlos al mundo hibóreo e insertarlos dentro de la cronología ficticia del guerrero, que en este punto estaba bastante poco definida. Es el caso de “La sangre de Bel-Hissar” («The Blood of Bel-Hissar!», nº 27, junio de 1973), en el que Conan se ve envuelto en el malsano ambiente de una fortaleza ocupada por bandidos de diferentes clanes; o “La luna de Zembabwei” («Moon of Zembabwei!», nº 28, julio de 1973), de atmósfera selvática y brujería vudú.
“Dos contra Turán” («Two Against Turan!», nº 29, agosto de 1973), sin embargo, sí marca el comienzo de una nueva etapa más sólida: la de Conan al servicio del ejército turanio. En este episodio, tras llegar a Aghrapur, capital del reino oriental de Turán, Conan provoca un tumulto por un comentario poco afortunado sobre el reverenciadísimo Tarim. Es rescatado por unos individuos que lo manipulan para que les ayude en lo que resulta ser una conspiración contra el rey Yildiz. Al final del episodio, a Conan no le queda más remedio que alistarse en el ejército si no quiere acabar ejecutado.
En “La mano de Nergal” («The Hand of Nergal!», nº 30, septiembre de 1973), Conan está ya luchando en las huestes turanias de Yildiz y se verá envuelto en el enfrentamiento entre dos grandes fuerzas del Bien y el Mal representadas por los correspondientes brujos.
En este punto, Roy Thomas empezó a adaptar relatos de Conan escritos por otros autores, como L. Sprague de Camp y Lin Carter. Éste en concreto había sido comenzado por Howard, terminado por Carter y publicado en 1967. “La sombra en el sepulcro” («The Shadow in the Tomb!», nº 31, octubre de 1973), fue, al menos en parte, un flashback a la juventud de Conan: mientras aguarda el ataque de una tribu montañesa junto a sus compañeros del ejército turanio, Conan recuerda un episodio de sus primeros años. Se trataba de una adaptación camuflada de un relato de L. Sprague de Camp que Thomas no había podido incluir al comienzo de la colección al no disponer por entonces de los derechos sobre el mismo.
Los siguientes tres capítulos (nº 32-34, noviembre de 1973-enero de 1974) llevarían a Conan nada menos que al equivalente hibóreo de China: Khitai. Enviado allí como espía de Turán para valorar la posibilidad de una invasión, no tarda en verse envuelto en las luchas de poder que los brujos gobernantes de la ciudad de Wan Tengri libran entre sí. Su presencia e indomable espíritu dejará en evidencia las debilidades mágicas de los brujos y desbaratará el delicado equilibrio de poder al que habían llegado. En esta ocasión, Roy Thomas consiguió los derechos para adaptar al mundo de Conan una novela de fantasía histórica escrita por Norwell W. Page en los años treinta, relato que le dio la oportunidad al equipo artístico ya regular, John Buscema y Ernie Chua, de jugar con la exótica iconografía del Lejano Oriente: edificios, vestuario, decoración…
Los siguientes números entrarían ya en una dinámica que resultaba repetitiva para el lector habitual. Seguían siendo cómics bien realizados pero previsibles. Thomas, ocupado con sus labores editoriales, no tenía tiempo para escribir nada cocinado por su propia imaginación y prefirió seguir rebuscando entre los relatos de Robert E. Howard material susceptible de adaptarse a los parámetros del mundo de Conan. Y, la verdad, es que tras pasar por sus manos todo parecía encajar en el mundo hibóreo. Por ejemplo, el número 35, “Las criaturas diabólicas de Kara-Shehr” («The Hell-Spawn of Kara-Shehr», febrero de 1974). Volviendo de Khitai con su recién adquirido camarada Bourtai, Conan se enfrenta a una cuadrilla de salteadores en el desierto, descubre una antiquísima ciudad perdida, un templo en el que aguarda un esqueleto con una joya maldita y una criatura infernal asociada a la misma que desata el caos. Todo bien narrado por Thomas, Buscema y Chua, pero también predecible e indistinguible de aventuras anteriores y posteriores. También es cierto que esa era precisamente el alma de la literatura pulp de la que procedía el personaje de Conan: relatos breves, apoyados en estereotipos fácilmente reconocibles, con una prosa recargada pero evocadora y de disfrute efímero.
La siguiente aventura, “Guárdate de los hyrkanios que traen regalos” («Beware the Hyrkanians Bearing Gifts…!», nº 36, marzo de 1974) tiene algo más de interés. Conan llega a Aghrapur tras su azarosa misión en Khitai y, en reconocimiento a su éxito y a la vista de su valía, es nombrado por el rey Yildiz miembro de su guardia personal de élite. Mientras perfecciona otras habilidades guerreras, mantiene un romance con Amytis, la amante de uno de los generales más próximos al rey, Narim Bey. La amenaza sobrenatural vendrá aquí representada por una estatua de piedra, inspirada a medias por en el Golem de las leyendas judías y el Caballo de Troya, incautada por el príncipe Yezdigerd y enviada a su padre como botín de guerra. Ésta cobrará vida y tratará de asesinar al monarca, magnicidio que Conan evita en el último momento. Queda en el aire la incógnita de si Yezdigerd conocía el peligro y el regalo envenenado tenía como auténtico propósito eliminar a su progenitor. Se trata de un episodio de ambiente cortesano en el que prima la intriga y donde la acción propiamente dicha se concentra en tan sólo cuatro páginas.
El nº 37 (“La maldición de la calavera dorada”, «The Curse of the Golden Skull!», abril de 1974) es el único de toda la serie regular dibujado por el gran Neal Adams, quien venía de realizar dos excelentes etapas en Los Vengadores y los X-Men. El resultado de su colaboración, sin embargo, distó de satisfacer a nadie. El problema es que cuando empezó a dibujar el guión de Thomas, se le indicó que la extensión del cómic iba a ser de 32 páginas de tamaño algo más grande de lo normal, probablemente para ser publicadas en blanco y negro dentro de la cabecera Relatos Salvajes. Cuando ya había planificado la historia y dibujado las tres primeras planchas, Adams se enteró de que aparecería en formato comic book y con tan solo 19 páginas. Ello le obligó a comprimir todo el argumento, viéndose obligado a colocar hasta 13 viñetas en una de las páginas. El ritmo se descompensa hacia el final, cuando todo se precipita de una manera atropellada; hay demasiadas viñetas pequeñas y el grado de detalle del dibujo se pierde al reducir el tamaño de la página y quedar las escenas algo ahogadas por el abundante e innecesario texto.
Con todo, este episodio destaca entre los demás. Tal era el talento de Adams. Su aproximación al personaje era el del gigantón musculoso de Frazetta y Buscema más que el de Barry Smith. Incluso a un tamaño más pequeño del que debió haber sido, su planteamiento visual es impactante. La página de comienzo, con el brujo volviendo a la vida, o la página-viñeta del título, con Conan a caballo luchando contra el viento de las montañas, son memorables. Igualmente llamativa es la portada, que recoge la típica escena de espada y brujería y la lleva a nuevas alturas.
Los siguientes episodios no son demasiado destacables desde el punto de vista argumental. En el nº 38, “El guerrero y la mujer lobo” («The Warrior and the Were-Woman!» , mayo de 1974), Conan, descubiertos sus amoríos cortesanos por parte del general Narim Bey y tras sobrevivir a un retorcido complot contra su vida, no tiene más opción que desertar del ejército turanio. A partir de aquí, comienza un vagabundeo por la región que durará varios episodios en los que se combinarán los ya familiares elementos: personaje en apuros –normalmente una bella muchacha–, bandidos o sicarios a los que atacar con la espada, algún brujo o maldición, quizá una ciudad perdida o una joya enigmática y una criatura monstruosa.
Gráficamente, cabe destacar el nº 38. John Buscema entinta su propio trabajo, ofreciendo un interesante estilo y juegos de sombras que recuerdan a Joe Kubert. Pero era un trabajo extra que le debía ocupar demasiado tiempo y aunque vuelve a repetir como artista completo en el siguiente episodio, en esta ocasión vemos un dibujo mucho menos elaborado. El nº 40, “El diablo de la ciudad olvidada” («The Fiend from the Forgotten City», julio 1974) cuenta con el dibujo de Rich Buckler, lo que supone una agradable variación, sobre todo en lo que a composición de página y viñeta se refiere, puesto que el fuerte entintado de Ernie Chua se las arregla para que el trazo y la línea se asemejen mucho al de los cómics en los que él mismo colaboraba con John Buscema. Éste regresó, ya con Ernie Chua, en el siguiente capítulo.
En los nº 43 y 44 (octubre-noviembre 1974) los lectores se reencontraron con Red Sonja, a quien no habían visto desde su brusca separación de Conan en el nº 24 (marzo de 1973). Ambos guerreros, huyendo de unos cazarrecompensas, acaban prisioneros de una pareja de atractivos vampiros. No es que se trate de una historia que deje demasiado bien a la guerrera hirkania, puesto que es Conan quien en último término los saca a ambos de apuros salvándole la vida a la mujer en varias ocasiones. Ésta, aparte de su valor y su mal genio, aporta poco más allá de liquidar a su femenina némesis vampírica y atizarle un par de veces a un Conan desprevenido. Eso sí, aquí la vemos en la colección vestida por primera vez con ese biquini de cota de malla que pasaría a ser su atuendo característico y que había sido creado por el dibujante español Esteban Maroto para La Espada Salvaje de Conan, nº 1 (agosto de 1974).
En el aspecto gráfico hay poco que añadir. El primer número fue entintado por Ernie Chua con su rotundidad característica, mientras que las tintas del segundo recayeron en los Crusty Bunkers, un grupo de entintadores adscritos a la empresa de diseño gráfico Continuity, fundada y supervisada por Neal Adams. Dado que se trató de un trabajo colectivo y poco personal, su labor alterna momentos eficaces con otros simplemente cumplidores.
También de los Crusty Bunkers es el entintado de “La última balada de Aza-Lanti” («The Last Ballad of Laza-Lanti», nº 45, diciembre de 1974), un guión original de Thomas sin nada particularmente memorable, aunque su inserción de un poema de Thomas y su final de tono edípico, le otorgan cierto carisma, casi arruinado por el monstruo de horrendo diseño imaginado por Buscema.
Los siguientes seis números, del 46 al 51 (enero a junio de 1975) forman una saga cuya historia que Thomas extrajo de la novela Kothar and The Conjurer’s Curse, escrita por Gardner Fox. Éste había sido uno de los principales guionistas de DC Comics desde los años cuarenta hasta los sesenta, responsable de la creación de multitud de personajes e historias que, sin embargo, no pudo adaptarse a los nuevos tiempos marcados por Marvel. Se dedicó entonces a escribir novelas, campo en el que no destacó demasiado. Su saga de libros de Kothar no era más que el intento de aprovechar la moda de la espada y brujería propiciada por Conan. Por tanto, Thomas no vio inconveniente en, previa autorización del autor, trasladar la historia al mundo hibóreo, tarea a la que a estas alturas estaba más que acostumbrado.
En la historia, Conan acepta a regañadientes la misión de entregar un amuleto al regente de una ciudad del Reino Fronterizo. Por el camino salva a Stefanya de morir en la hoguera acusada de brujería por sus conciudadanos. Ésta era la discípula de un hechicero al que los lugareños habían intentado matar, dejándolo en un estado de animación suspendida –y custodiado, como no podía ser de otra manera– por un mortífero guardián al que Conan debe enfrentarse. A partir de ese momento, se irán sucediendo aventuras que involucrarán a Conan en las intrigas de poder de la ciudad en la que debe entregar el amuleto y de las que Stefanya resulta ser una involuntaria pieza a la que proteger.
Sin tratarse de un argumento que se separe demasiado de lo que a estas alturas ya eran los tópicos de la colección, encontramos algunos puntos dignos de interés, como la introducción de personajes femeninos con cierto peso, como Stefanya –con la que, curiosamente, nunca llega a acostarse el bárbaro– o las brujas hermanas Urlsa y Lupalina; o el flashback a la juventud de Conan. Estos aciertos, sin embargo, quedan atenuados por lo estereotipados que resultan todos los villanos, desde el noble rufianesco Torkal Moh hasta los brujos conspiradores Elvriom y Thalkalides, pasando por su frankenstiniana creación, Unos. Todos ellos discurren por la historia de forma harto predecible, por lo que todos estos números no son más que mero relleno a la espera de tiempos mejores.
Fueron también la oportunidad de constatar hasta qué punto el trabajo de Buscema requería de un entintador que supiera entender y complementar sus lápices. Dado que también participaba en La Espada Salvaje de Conan como artista principal y que era allí donde estaba dando lo mejor de sí mismo, Buscema estaba por entonces más ocupado que nunca y su trabajo en la colección regular de Conan resultaba más apresurado, menos terminado, de lo que había empezado siendo unos meses atrás. En estos últimos números se fueron sucediendo como entintadores Joe Sinnott, Dan Adkins y Dick Giordano. Todos ellos eran excelentes profesionales que habían demostrado suficientemente su valía en otros títulos, pero aquí su estilo o bien no acababa de casar con el de Buscema o bien se trataba de trabajos puntuales de carácter alimenticio en los que no se esforzaron demasiado. Se limitaban a repasar el lápiz de Buscema, pero era necesario alguien que, además, supiera imponer su propio estilo, proporcionar verdadera solidez y entidad al dibujo y aumentar el grado de detalle bosquejado por el artista nominal.
Y ello, por fin, llegó en el número 52. Tom Palmer es un entintador de gran personalidad, alguien cuyo trabajo resulta perfectamente reconocible. Tanto es así que, hasta cierto punto, tiende a tapar el trazo del dibujante titular, pero a cambio, si éste no realiza un trabajo muy perfilado, Palmer se encarga de completarlo y añadir detalles. Así, fondos, figuras y rostros se ven ahora más acabados, con matices, y Conan luce más poderoso y bárbaro que en los números precedentes.
A la mejora del dibujo se añade un guión más inspirado de Roy Thomas, que inicia un arco argumental de cuatro números (nº 52-55, julio-octubre de 1975) en el que Conan se une al ejército mercenario de Murilo, un peculiar aristócrata corintio al que había conocido en el nº 11 (noviembre de 1971), en la clásica aventura “Villanos en la Casa” («Rogues In the House»). Caído en desgracia, ahora encabeza una tropa de soldados que ponen sus espadas al mejor postor. Thomas traslada el tapiz político de la Italia del Renacimiento a la era Hyboria, una época en la que las ciudades-estado italianas recurrían a los condottieri o capitanes mercenarios para librar sus luchas de poder. En esta ocasión se trata de la rivalidad comercial entre dos ciudades de Ofir, siendo contratado el ejército de Murilo –ya con Conan en sus filas– para participar en sus intrigas secuestrando a la casadera hija de uno de los príncipes adversarios.
Thomas mezcla con habilidad las maquinaciones políticas, la acción y la brujería en una historia que, además, cuenta con la incorporación de dos personajes “fijos” a la serie: Tara, una jovencita temperamental y aguerrida a la que Conan acoge como escudera; y Yusuf, uno de los mercenarios de Murilo que acaba enamorándose de Tara. La permanencia de estos personajes –Murilo incluido- no sólo proporciona a la serie un tono más coral que permite desviar de vez en cuando el foco de atención de Conan, sino que, además, éste se humaniza en su contacto con sus compañeros. Es una historia peculiar también porque Conan no realiza aquí conquista “romántico-sexual” alguna: la dama Yvonna no es más que una misión para Conan; y en cuanto a Tara, es demasiado joven y poco femenina como para despertar su interés.
Al final del número 55, previendo un periodo de paz en Ofir, Conan retoma su camino hacia Argos, en la costa. Tara, como su escudero, lo acompaña y a ellos se une el inseguro Yusuf, atraído por la muchacha. El número 56, “La extraña y alta torre en la niebla” («The Strange High Tower in the Mist!», noviembre de 1975), es un número de transición que reúne los elementos habituales: brujería, monstruo, torres malignas y peleas. Si acaso, cabe destacar que aquí el “brujo” sea en realidad toda una ciudad encantada que no permite escapar a quienes atrae a su interior.
En cuanto al dibujo, Tom Palmer es sustituido por un también muy capaz Pablo Marcos, un muy respetado y experimentado dibujante peruano que tras desarrollar una amplia carrera en su país natal se trasladó en la década de los setenta a Estados Unidos, donde empezó trabajando para editoriales especializadas en revistas de terror para adultos (Warren, Skywald) antes de entrar en Marvel –y, más tarde DC–, donde su trabajo fue muy apreciado tanto por los editores como por los fans.
En el nº 57 (diciembre de 1975), Mike Ploog sustituye a John Buscema por un solo número, una intervención puntual pero bienvenida puesto que se trata de un artista de gran talento. Su estilo, sin embargo, se parece poco al de Buscema y por aquellos años aún reflejaba a las claras la influencia de su maestro Will Eisner. Ploog no era ni mucho menos un novato en el género fantástico y tras haber pasado por las revistas de terror de la Warren se ocupó en Marvel de títulos de corte sobrenatural como El Motorista Fantasma, Werewolf by Night, Hombre-Cosa o El Monstruo de Frankenstein. Podría haber sido un buen artista para Conan el Bárbaro, pero a estas alturas la serie ya había quedado muy identificada con John Buscema, por lo que este número parece más una intrusión que otra cosa.
Por otra parte, Roy Thomas utilizó el episodio –titulado “Incidente en Argos” («Incident in Argos!»)– como peldaño de transición entre dos etapas de la serie. En él, Yusuf y Tara se convierten en fugitivos al matar a un soldado de la guardia de la ciudad costera de Messantia cuando éste intentaba propasarse con la muchacha. Conan, por su parte, sólo se libra de ser llevado como galeote forzado para caer en las manos de la guardia, que lo creen cómplice del asesinato de su compañero. Durante el juicio, Conan consigue escapar a caballo en dirección al puerto, no teniendo más remedio que dejar atrás a sus dos amigos. A partir de este momento, se abre una gran saga de cuarenta y dos números que unirá a Conan con la pirata Bélit y que empieza formalmente en el episodio 58: “La Reina de la Costa Negra” («Queen of the Black Coast!», enero de 1976).
Mientras Roy Thomas estuvo al frente de la colección, se propuso que ésta seguiría la vida de Conan tal y como había sido establecida en los relatos de Howard y sus sucesores. Habiendo decidido que doce números de la serie equivaldrían más o menos a un año de la vida del bárbaro, a la altura del 58 había llegado el momento de presentar a la pirata shemita Bêlit, un personaje que sólo había aparecido en un cuento escrito por Howard en 1934 titulado “La Reina de la Costa Negra”, en el que se narraba primero el encuentro entre ambos guerreros (que Thomas respetó escrupulosamente en este número 58) para, tras una elipsis de varios años, pasar a describir la aventura en la que Bêlit muere en las ponzoñosas selvas del sur a manos de un simio alado y sin que Conan pueda hacer nada.
Pues bien, a partir de ese periodo en el que ambos permanecieron juntos pero del que Howard nada contó, Roy Thomas imaginó nada menos que tres años de aventuras en lo que probablemente fue el arco argumental más largo en los cómics de los setenta. En realidad sus intenciones iniciales no fueron las de escribir una saga tan extensa, sino limitarla a cuatro o cinco episodios antes de concluir con la muerte de Bêlit. Pero debió ver grandes posibilidades en la idea de que Conan formara equipo “profesional” y sentimental con una mujer de carácter. Ello daría estabilidad a la serie al construir alrededor de ellos un reparto fijo de secundarios e introduciría nuevos elementos que, si se disponía del tiempo suficiente, podrían desarrollarse mejor. Así que, sabiendo que no comprometía la cronología ya establecida del personaje, extendió esa etapa nada menos que hasta el número 100.
No sólo eso, sino que hizo de Bêlit, que no había pasado de ser un simple nombre en una novela de Conan, uno de los personajes más fascinantes, queridos y recordados por todos los fans del cimmerio. Bêlit resultó ser la “novia” perfecta para Conan –y, por extensión, para todos sus seguidores–: con una belleza exótica, impulsiva, carnal, vengativa, ferozmente independiente y con un destino fatal. Su carácter era tan incendiario que Conan parecía un ser manso a su lado y, de hecho, era él quien atemperaba sus arranques de furia y en más de una ocasión insuflaba en su mente la necesaria dosis de sentido común.
A diferencia de la casi virginal Red Sonja, que reservaba su virtud para el hombre que pudiera superarla en combate –una apuesta segura dada su habilidad como espadachina–, Bêlit fue desde el principio una mujer carnal y apasionada que no tenía reparos en dejar claro cuál era el objeto de su deseo, ya fuera Conan, un cofre de joyas o el trono de su nativa Asgalun, usurpado por su traidor tío Nim-Karrak. Esto quedaba meridianamente claro en la última página de ese episodio de presentación, cuando se entregaba pública y lujuriosamente a Conan tras un baile de apareamiento. Una página que Buscema y Steve Gan dibujaron con espléndida sensualidad y que cuesta creer que pasara el filtro del Comics Code Authority. Buscema dibujaba a todas las mujeres con unas curvas voluptuosas, pero Bêlit carece de los excesivos pechos que lucían normalmente las mujeres hibóreas. Tiene las piernas largas, una cintura estrecha y los hombros cuadrados, propios de alguien que hace mucho ejercicio; transmite la sensación de ser fuerte y femenina a la vez.
En el nº 59 (febrero de 1976), Roy Thomas presenta el origen de Bêlit, una niña hija de del rey destronado y asesinado de Asgalún y a la que salvó su tutor de raza negra, N’Yaga. Ambos fueron a parar a las islas del Sur, patria de éste, donde gracias a pequeños trucos de “magia” hizo creer a los nativos que la niña era la hija de Derketa, la diosa de la Muerte local. Bêlit se convirtió en una bella mujer y diestra guerrera que, tras una peligrosa prueba, se gana el respeto de los hombres y los convierte en piratas con una misión: saquear tantos tesoros como sea posible y reunir un botín que algún día le permita reclutar un ejército y recuperar su herencia real.
Roy Thomas supo desde el comienzo de esta etapa establecer el tipo de relación que mediaba entre Conan y Bêlit y en números sucesivos habría abundantes momentos de intimidad en los que Conan debía reflexionar sobre las enfermizas obsesiones de venganza que alberga su compañera y que, en último término, atraerán sobre ella su desgracia definitiva. Así, en la última página, tras ver a Bêlit contar lujuriosamente sus tesoros en la privacidad de su camarote, piensa a la luz de la luna: “Ha caído la noche y el viento sopla desde la gran desembocadura del río Styx, y desde las dormidas tierras hiborias. Pero sabe que un día, pronto, los vientos de la ira soplarán hacia el norte, una última vez. Y Conan de Cimmeria cabalgará sobre esos vientos rabiosos…¡con una mujer que, después de todo, podría ser una diosa de la muerte!”.
La de Conan y Bêlit fue una de las relaciones más románticas que pudieron encontrarse en la historia de los cómics Marvel. Esto hay que entenderlo en su contexto, claro. Estamos hablando de un cómic de espada y brujería de los setenta adaptado a partir de unos relatos pulp de los años treinta, así que esa relación es melodramática, exagerada y ocasionalmente proclive al cliché. Pero también se siente auténtica, carnal, tormentosa y condenada al fracaso de una forma rara vez vista en los cómics mainstream. Por primera y última vez en la colección, a lo largo de cuarenta números, los lectores se encontrarían con que la violencia y brutalidad propias de una serie de bárbaros quedaba equilibrada por una relación sentimental que tenía un poco de todo: amor a primera vista, celos, discusiones, reconciliaciones, seducción, lujuria…
Durante toda esa etapa, Conan oficiará de capitán pirata y consorte de su reina de los mares, una mujer que sigue su propio camino, que defiende su independencia y que, al mismo tiempo, ama tan intensamente a Conan que volverá de la muerte para salvarle la vida. Conan, él mismo un ser ferozmente soberano de su propia vida, decide hacer suyos los anhelos de Bêlit aun cuándo estos suelan rozar la imprudencia si no la insensatez. Llevarán la guerra a Estigia y recobrarán el trono para Bêlit –que ella no tarda en rechazar– matando por el camino al esperado ejército de monstruos y guerreros de todo tipo. Bêlit trata (sin mucho éxito) atar corto a Conan al tiempo que actúa de cerebro del equipo y trata de no pensar demasiado en lo mucho que cambiaría su vida si se convirtiera en reina y hubiera de mantener al bárbaro como consorte. Como criminales fugitivos, los dos viven al día, disfrutando de lo que el destino les ofrece pero sin librarse de la melancolía de saber que al final les aguarda la muerte, un sentimiento que se hace mucho más patente en el recorrido final de la saga.
Esta etapa le sirvió además a Thomas para dos cosas. Por una parte, otorgarle cierta estabilidad a la serie en lo que se refiere a sus personajes. Conan siempre había sido un vagabundo que cambiaba de lugar tan fácilmente como de mujeres y compañeros de peripecia. A partir de aquí y hasta el final de la saga, el lector se familiarizaría con el fiel contramaestre M’Gora, el paternal N’Yaga o algunos de los corsarios negros, que en la novela de Howard no pasaban de ser simple carne de cañón. Por otra parte, Thomas utilizó todos estos números para ampliar y cohesionar la trayectoria vital de Conan. Introdujo en diferentes aventuras a personajes y referencias a los que Howard había aludido vagamente tanto en novelas ambientadas en los años maduros del personaje como en su juventud: el traficante de esclavos Publio, el origen de Bêlit, algún corsario negro, el salvaje Amra, el sacerdote Karanthes, la incursión en la ciudad estigia de Khemi, el rey Ctesphon III, las guerras intestinas de Asgalún, el símbolo de Jhebbal Sag”…
Entre los números 60 (marzo de 1976) y 63 (junio de 1976) discurrirá el primero de los arcos argumentales de esta gran saga, aquél en el que Conan ganará su sobrenombre de Amra el León, originalmente una suerte de Tarzán pelirrojo criado por leones, de los que ahora es el rey, y por el que todos los nativos de la Costa Negra sienten pavor. Los guerreros de una tribu secuestran a Bêlit para ofrecerla como tributo a Amra, que queda seducido por su fiereza. Por supuesto, Conan irá a rescatarla y, tras enfrentar otros peligros por el camino, se producirá un auténtico duelo de titanes. Es un relato en el que Thomas intenta aunar el espíritu racista y machista de la literatura pulp de los años treinta que cultivaba Howard con una sensibilidad más moderna. Así, los blancos (Conan, Amra y Bêlit) son grandes guerreros con un fondo de nobleza que se imponen sobre unos negros que o bien son cobardes o bien traidores. Bêlit, por su parte, se ve obligada a asumir el papel de damisela en peligro a la que el héroe masculino debe rescatar, pero al mismo tiempo se niega a renunciar a su independencia. No sé muy bien si Thomas consigue salir airoso de ese ejercicio de equilibrismo, pero de lo que no cabe duda es que se trata de cuatro episodios repletos de aventura, acción y suspense desarrollados con un excelente ritmo.
En estos números los lápices de Buscema estuvieron entintados por el injustamente poco valorado Steve Gan, uno de los dibujantes filipinos que por entonces se introducían en el mercado norteamericano gracias a Tony de Zúñiga (Gan, por cierto, había cocreado pocos meses atrás, junto a Steve Englehart, el héroe cósmico Star-Lord). Los siguientes episodios seguirían en manos filipinas, pero esta vez algo más anónimas.
La Tribu no era sino un seudónimo bajo el que se escondía una heterogénea colección de autores filipinos encabezados por Tony de Zúñiga, Alfredo Alcalá, Ernie Chan, Ricardo Villamonte, Rudy Nebres, Pablo Marcos… Este tipo de inventos no suele dar buen resultado, pero en este caso embellecieron considerablemente el trabajo de Buscema, ofreciendo un Conan adecuadamente taciturno y una Bêlit especialmente felina.
El número 65 (agosto de 1976), titulado “Los demonios de la serpiente emplumada” («Fiends of the Feathered Serpent!»), sirve de relleno entre arcos argumentales. El barco de Bêlit, el Tigresa, ha de huir de un navío estigio internándose en unas aguas malditas en las cuales encuentran la tópica isla donde les aguarda una tribu perdida, un malvado brujo y un monstruo. Nada que no se hubiera visto decenas de veces ya en la colección, eso sí, narrado con su habitual pulso por John Buscema.
La siguiente minisaga empieza en el número 66 (septiembre de 1976), en el que Conan regresa a Messantia, de donde tuvo que huir apresuradamente acusado del asesinato de un guardia justo antes de conocer a Bêlit, que ahora le acompaña en esta incursión nocturna para vender parte de su botín al traicionero mercader Publio. Éste les tienta con el robo de una página del valioso libro de Skelos, un legendario manual de brujería que se custodia en un templo. Por supuesto, las cosas no salen como se esperaban y en la última página del número asistimos a la reaparición de Red Sonja.
Y en el 67 (octubre de 1976), “Las Garras del Hombre Tigre” («Talons of the Man-Tiger!»), llega el momento que muchos lectores habían estado pidiendo: el duelo entre Bêlit y Red Sonja, un combate que propician los celos de la primera. Como no podía ser de otra manera, Sonja supera a la pirata con la espada y cuando ésta decide continuar la lucha con la daga, la pelirroja decide que su verdadero objetivo no es demostrar nada a su temperamental adversaria sino robar la página del libro, cosa que hace con insultante facilidad escapando de Conan y Bêlit.
A Thomas se le acusó de sexismo durante años por la forma en que trataba a los personajes femeninos, y desde luego este número no debió hacer mucho por suavizar esa reputación. Sonja y Bêlit son incapaces de mantener una sencilla conversación sin empezar a luchar como gatas celosas; y Tara, que fue presentada como una temperamental e inquieta muchachita, ahora ha quedado reducida vía su embarazo a un mero espectador consumido por el miedo.
Aunque Buscema realiza un trabajo tan competente como de costumbre –aunque con un entintado muy irregular en el que se notan demasiadas manos– y participan tres personajes de gran carisma, Thomas no acaba de decidirse por el tema de la misma. Una de las tramas es rápidamente descartada a favor de otra secundaria en la que quiere recuperar a Tara y Yusuf, que habían quedado abandonados en Messantia números atrás. Justo en la última página, Yusuf proporciona la clave de la búsqueda de la página del libro de Skelos, un intento torpe de fusionar ambas tramas. Tampoco Conan parece muy fino en esta aventura: sus legendarios sentidos aguzados por las batallas no le permiten distinguir durante cinco viñetas que Tara tiene un vientre de embarazada del tamaño de una pelota de playa. Ni siquiera está acertada la portada dibujada por Gil Kane, en la que aparece la típica doncella amenazada por un monstruo con el héroe titular a punto de entrar en acción. No es sólo que esa mujer no se parezca absolutamente nada a la Tara que podemos encontrar en el interior, sino que resulta inexplicable por qué no utilizaron el esperado enfrentamiento entre Sonja y Bêlit como cebo para los lectores.
La trama continuaría no en el siguiente número de Conan, sino en el nº 7 de Marvel Feature (noviembre de 1976), una colección que era básicamente la plataforma de prueba de Red Sonja puesto que desde su primer número había sido el personaje titular. Conan y Sonja continúan la persecución del libro de Skelos en una historia más bien poco interesante escrita por Thomas y dibujada por Frank Thorne, un artista con un estilo bastante alejado del estándar Marvel, pero cuyo trabajo aquí, a pesar de su original composición de página, resulta tosco a causa de un entintado –aplicado por el propio Thorne– pesado y poco acabado. No es ni de lejos un número memorable, pero lo cierto es que debió gustar lo suficiente como para que los editores decidieran cancelar Marvel Feature y darle a Red Sonja su propia cabecera.
Por si tres de los personajes más icónicos del universo hibóreo creado por Howard no fueran suficientes, Thomas añadió otro más a la mezcla. En el nº 68 (noviembre de 1976), Conan, Bêlit y Sonja se encontrarían nada más y nada menos que con Kull, rey de Valusia y antepasado espiritual de Conan. Es una historia cuyo único aliciente es ver a los dos mejores guerreros de sus respectivas épocas cruzar las espadas, pero la historia es bastante floja a todos los niveles. La excusa argumental para traer del pasado a Kull es simplona e inverosímil incluso para esta colección, el combate entre los dos no lleva a ninguna parte, Sonja y Bêlit son poco más que convidadas de piedra, la despedida entre ambas es sosa y, para colmo, John Buscema demuestra que, pese a ser un maestro de la figura y el movimiento, su dibujo en Conan siempre necesitó de un entintador que diese consistencia a su línea, mejorase los fondos y embelleciese el aspecto general.
El nº 69 (diciembre de 1976) es otro episodio autoconclusivo a caballo entre dos sagas, pero en esta ocasión Thomas acierta al marginar la acción y la violencia a favor de la creación de una atmósfera de suspense y terror. Conan narra a Bêlit un episodio de su juventud y la escalofriante experiencia que vivió al ser hecho prisionero en una aldea de pescadores diezmada por una criatura monstruosa que había asumido el aspecto de uno de ellos. Además, está dibujado por el muy caro de ver Val Mayerik, cuyo lápiz deudor de Neal Adams viene aquí reforzado por el sólido entintado de La Tribu.
Los dos siguientes números, 70 y 71 (enero y febrero de 1977) constituyen una única historia en la que Conan, Bêlit y sus piratas acceden a actuar como mercenarios protectores de la ciudad de Kelka sólo para darse cuenta demasiado tarde que han sido traicionados y que el gobernante de la plaza sólo los quería como sacrificios con los que reforzar su poder ante el pueblo. Otra aventura en la que Thomas equilibra perfectamente las batallas, el suspense, la traición, las evasiones, un épico final y momentos intimistas en los que centrarse en la tormentosa relación de Conan y Bêlit. Además, tenemos la bienvenida reentrada de Ernie Chan (aquí ya se había cambiado el apellido) como entintador regular de la colección. Su trabajo en estos dos episodios puede contarse entre lo mejor de su producción. El número 70 se abre con una magnífica página-viñeta que demuestra lo grande que podía ser el equipo Buscema–Chan: un navío a merced de una tempestad en la que la lluvia se representa como violentos cortes blancos sobre el negro fondo de la noche. Resulta tan convincente que prácticamente se puede oír el viento rugir y la lluvia repiquetear sobre la cubierta.
El primer año de la saga había servido para fijar los personajes principales y secundarios, su relación y motivaciones. Tras poco más de una docena de números dedicados a mini-sagas y aventuras independientes en el mar o en las zonas costeras, había llegado el momento de abordar lo que Bêlit más deseaba y temía: recuperar el trono que por herencia le correspondía, aunque fuera de forma un tanto sobrevenida.
Así, en “Venganza en Asgalún” («Vengeance in Asgalun», nº 72, marzo de 1977), Conan y Bêlit se ven obligados por la enfermedad del tutor de aquélla, N’Yaga, a infiltrarse en el palacio real de Asgalún para robar una medicina que sólo allí puede encontrarse. La ciudad se ha convertido en una colonia estigia y su rey, Nim-Karrak, en un títere al que se enfrenta Bêlit sólo para enterarse de que su padre podría estar aún vivo, retenido como rehén en la capital de Estigia, Luxur. A raíz de esa revelación, Bêlit emprende una búsqueda que la llevará –junto a Conan, naturalmente– al corazón de Estigia y que se prolongará hasta el número 89.
Por el camino, habrán de hacer frente a la traición de parte de sus piratas y el monstruo custodio de un tesoro en una isla perdida (nº 73), se encontrarán con la misteriosa Neftha, que se ofrece a guiarles hasta las mismas estancias del palacio de Luxur, y lucharán contra una serpiente gigante frente al puerto de la ciudad de Khemi, capital religiosa de Estigia, cuyos barcos incendiarán en una hazaña de la que se hablará durante décadas (nº 74), viajarán río arriba por el Styx, sufrirán el ataque de los jinetes montados en colosales halcones (nº 75) y se involucrarán en las luchas de poder de los dos hermanos gobernantes de la ciudad independiente de Harakth (nº 76 y 77).
En el 79 (el 78 reeditó material de La Espada Salvaje de Conan) se produce una suerte de hiato en esta búsqueda del padre de Bêlit. John Buscema hubo de ausentarse durante una temporada y Thomas escribió un largo fill-in que se extendería hasta el número 83 y en el que Conan, separado de Bêlit pero aún en Estigia, es enviado a una misión “diplomática” que, como era de esperar, acaba siendo más turbulenta de lo que esperaba. Encuentra la ciudad de Attalus, una suerte de colonia griega enclavada en un valle de difícil acceso, dirigida por mano férrea por el gigantesco Iskander, descendiente de un legendario conquistador claramente inspirado en Alejandro Magno. Conan se ve primero forzado a asumir el poder de la ciudad para repeler una invasión y luego, en su viaje de vuelta a Harakht para reencontrarse con Bêlit, luchar contra la brujería vudú en una asfixiante región pantanosa. Son historias en la línea de lo ya habitual en la colección, bien escritas aunque sin aportar nada realmente novedoso y, en esta ocasión, claramente estiradas (hay páginas enteras en las que no pasa nada) para dar tiempo a Buscema a reintegrarse a su puesto como dibujante oficial.
En estos números fue Howard Chaykin el encargado de sustituir a Buscema. Aunque su dibujo distaba ya entonces del de aquél, la coherencia gráfica de la colección se mantiene gracias al acertado y puntilloso entintado de Ernie Chan. Chaykin era ya por entonces un artista brillante que había asombrado a todos con cómics como Ironwolf o Cody Starbuck, pero que alternaba esas obras más personales con encargos comerciales como este de Conan. Su cimmerio es excesivamente musculoso, hinchado hasta el punto de lo inverosímil. A cambio, ofrece un estilo de composición de página y viñeta menos convencionales que los de Buscema, lo que insufla un aire diferente a la colección y anima algo lo que por otra parte son historias, como ya dije, excesivamente lentas.
En el número 84, ya con Buscema de regreso en la colección, Roy Thomas retoma la búsqueda de Bêlit por tierras Estigias. De vuelta en Harakht, ignorante de que su compañera ha tenido que huir apresuradamente de allí, Conan es hecho prisionero. Conoce a Zula, un esclavo negro que le salva la vida y le ayuda a escapar a cambio de que Conan le acompañe en su propia misión de venganza sobre un antiguo amo. Mientras tanto, Bêlit y Neftha llegan a Luxur y, merced a los conocimientos mágicos de la segunda, penetran en el palacio real.
El número 85 es un episodio de transición que le sirve a Thomas por una parte para recopilar lo sucedido hasta ese momento (un resumen que ocupa nada menos que tres páginas y que nada aporta al lector fiel) y, por otra, para narrar la trayectoria de Zula, un personaje que probará ser fundamental en los acontecimientos por venir y que volverá a aparecer en una etapa más tardía de la vida de Conan décadas más tarde. Aquél resulta ser el último de una tribu exterminada por un grupo rival y que fue vendido como esclavo a un poderoso mago del que, con el curso de los años, aprendió rudimentos de magia y del que ahora busca vengarse.
La misión de Bêlit llegará a su clímax en los números 86 a 89 (el 87 contenía, una vez más, reediciones de material aparecido en La Espada Salvaje de Conan, probablemente por no cumplir Buscema otra vez las fechas de entrega,). Conan y Zula se infiltran en la capital de Estigia, Luxur, en busca de Bêlit, con la que se reúnen no sin antes tener que hacer frente a un horrible monstruo que mora en los subterráneos. Otra vez, los protagonistas se verán atrapados en una lucha de poder entre un rey niño débil y dominado por su consejero-brujo y la maquiavélica aspirante al trono que resulta ser Neftha, intriga a la que se une nada menos que Thoth-Amón, el malvado mago que será presencia recurrente en la vida de Conan durante muchos años.
El nº 90 no es más que una aventura autoconclusiva sin demasiado interés que precede a lo que será la recta final de esta gran saga. Porque tras fracasar en su intento de hallar vivo a su padre en Estigia, en el 91, “Violencia en Shem” («Savage Doings in Shem!»), Bêlit regresa a su ciudad dispuesta a reclamar su derecho al trono, acabar con su usurpador tío y expulsar al ejército de ocupación. Hay aquí momentos de ternura y sensualidad, como la repetición –ahora mucho más voluptuosa y explícita– del baile seductor que Bêlit ejecuta para Conan o su encuentro a la mañana siguiente; de humor, como la demostración de Zula de sus poderes de hipnosis; pero también, y esto será ya una constante en la serie, de oscuras premoniciones respecto al futuro cuando un anciano N’Yaga confiesa sus preocupaciones a Zula.
No era ni mucho menos la primera vez que Thomas escribía una historia de Conan en la que éste se veía envuelto en las intrigas políticas de alguna ciudad hibórea. Pero los números 90 al 93 (El nº 92 sería un fill-in sin el menor interés con dibujos de Sal Buscema) tienen una importancia especial por tres razones. Primero, porque constituirá un momento clave en la vida de Conan y Bélit. Ésta, finalmente, sólo será reina por unos instantes antes de desprenderse de la corona sabedora de que su “trono” está en su barco, el Tigresa, y que la vida e intrigas de la corte no son para ella. Es ahora cuando descubre que su auténtica motivación había sido siempre la de vengarse de su tío, Nim-Karrak y que su hogar está en los mares junto a Conan.
En segundo lugar, porque Thomas consigue comprimir en tan solo dos episodios un argumento con más peones de los habituales, todos ellos inmersos en un complicado juego de poder: el rey Nim-Karrak y sus “carceleros” estigios, la guardia de élite hyrkania, los mercenarios kushitas, un forastero aspirante al trono, el manipulador consejero y brujo del rey y un desgraciado vividor al que escogen como chivo expiatorio. Y, por último, porque, al término de la historia, Thomas deja dispuesta la situación política de Asgalún para que coincida con la expuesta por L. Sprague de Camp en su novela corta Halcones sobre Shem (Hawks over Shem, 1955), ambientada años después en la vida de Conan (y que recibiría adaptación gráfica en el número 36 de La Espada Salvaje de Conan, aparecida el mismo mes que el último número de ese arco argumental en Conan el Bárbaro).
La historia principal continuaría en el 94, “El Rey de las Bestias de Abombi” («The Beast-King of Abombi!»), dando inicio al último arco de esta etapa. Zula y algunos corsarios se separan amigablemente de Conan y Bêlit para seguir su propio camino y sólo muchos años después sus volverían a encontrarse en Conan el Conquistador. Al regreso al sur, Bêlit se da cuenta de que su posición y prestigio entre las tribus de las costas negras han quedado en entredicho por el ascenso de Ajaga, un cruel aspirante a emperador capaz de controlar a los animales, de los que se sirve para aterrorizar a los habitantes de toda la región. Bêlit tiene muy claro lo que ha de hacer: “debemos derrotar a Ajaga (…) para recuperar nuestra posición en la Costa Negra. No abdiqué de un trono tan sólo para entregar el otro a un loco”. Este comentario denota un sutil pero determinante cambio en el personaje: de ser una corsaria violenta y despiadada que exigía tributo en concepto de “protección” a las tribus costeras pasa a ejercer de maternal reina autocoronada para sus antiguos chantajeados. Su espontaneidad y salvajismo se transforman en una frialdad obsesiva, un cambio que no le sienta bien y del que ya no cabrá marcha atrás.
Ajaga resulta ser un adversario formidable y esta aventura, que se prolongará hasta el número 99, lleva a Conan a retomar su “identidad” de Amra, título que reconoce Sholo, el león negro que había sido compañero del hombre al que él mató, primero en llevar ese nombre. A estas alturas, se pone de manifiesto el cansancio de Thomas como escritor de la serie tras nueve años como director absoluto del destino del personaje. Es una historia con excelentes momentos (en especial su prolongado y épico clímax) pero alargada en demasía, con un Conan que se va enfrentando predeciblemente a diversos animales enviados por Ajaga en su búsqueda de una Bêlit que, a pesar de su cacareada fiereza y pericia guerrera, se ve de nuevo forzada a ocupar el rol de damisela en peligro a la espera de que su héroe la rescate.
Ese agotamiento de Thomas vuelve a aflorar en los nº 98 y 99, aventuras menores de piratería con las consabidas criaturas monstruosas que sólo sirvieron para hacer tiempo antes del gran final de la saga de Conan y Bêlit y hacerlo así coincidir con el número 100, “Muerte en la Costa Negra” («Death On the Black Coast!», julio de 1979). En ese punto, Conan llevaba ya tres años viajando por los mares del sur a bordo del Tigresa junto a su temperamental capitana. Pero Bêlit, tras haber satisfecho su venganza contra el asesino de su padre, no había alcanzado la paz. Seguía ansiando la riqueza, aun cuando la obtención de ésta la llevara a arriesgar su vida y la de sus hombres. Su tripulación, muy mermada y necesitada de descanso y refuerzos, empieza a murmurar y Conan y el anciano consejero N’Yaga temen que ni siquiera la supuesta divinidad de Bêlit detenga un motín.
Era un preludio ominoso que seguiría cobrando peso al internarse el Tigresa, pese a los augurios, en la siniestra embocadura de un río maldito; y cuando Bêlit, prediciendo quizá lo que iba a ocurrir pero incapaz de sustraerse a su destino, jura a Conan volver de la muerte para salvarlo cuando él más la necesite… Al final ocurre lo que tiene que ocurrir puesto que así lo había determinado cuarenta años atrás Robert E. Howard en su relato original, pero Thomas lo narra con un pulso y una melancolía memorables.
Y así llega el final de una época. Este largo recorrido de casi diez años y cien números, que se divide a su vez en la etapa dibujada inicialmente por Barry Smith y la que continuó luego John Buscema, son lo único que me podría atrever a recomendar sin reservas de esta colección a los amantes del cómic de espada y brujería o del propio Conan.
Eso sí, como ocurre en cualquier obra episódica (ya sea una colección mensual de cómics o una serie televisiva semanal) hay que tener en cuenta que se alternan momentos memorables con otros totalmente prescindibles. Pero Thomas supo entender y transmitir en sus guiones el espíritu y estilo de la antigua literatura pulp de comienzos del siglo XX, aunque esto a la postre se acabó convirtiendo en una limitación temática y formal.
Ver mes tras mes a Conan luchar contra monstruos gigantes o brujos mientras salvaba a la chica de turno terminó resultando monótono. Sin embargo, gracias primero a la especial belleza del dibujo de Smith y luego a la introducción como coprotagonista de la carismática Bêlit, hicieron que, aunque no podamos estar hablando de obra maestra en términos globales –aunque algunos episodios de Smith merecen tal consideración–, sí se trata de cómics de aventuras muy entretenidos que, además y esto no es poco, han envejecido bastante bien.
Los cuarenta y tantos números que constituyen la saga de Conan y Bêlit no son perfectos. Hay demasiados animales salvajes, una copia barata de Tarzán, media docena de episodios de relleno basados en historias de Howard no protagonizadas por Conan y un capítulo (el 99) con unos hombres-cangrejo tan estúpidos que incluso Roy Thomas se avergüenza de él.
La verborrea de Thomas tratando de emular la prosa de Howard puede resultar algo cargante –especialmente para el lector moderno, más acostumbrado a diálogos rápidos y textos de apoyo ligeros y menos grandilocuentes– . Era una forma de hacer cómic diferente a la actual, más preocupada por dignificarse mediante la prosa que por alcanzar todo su potencial narrativo. A ello se sumaban las pretensiones literarias de un guionista que nunca pudo ascender de categoría, ni falta que le hizo para atraerse el agradecimiento y admiración de muchísimos aficionados.
También tenemos a un John Buscema y un Ernie Chan en plenas facultades; la naturalidad, sencillez y elegancia naturales del primero se combinaron con una rara perfección con el barroquismo de las tintas del segundo; y, desde luego, a Bêlit, un personaje tan atormentado y genuino como seductor. Cuando Bêlit encuentra su fatídico destino y Conan guía su pira funeraria flotante hacia el mar, contemplándola perderse en el horizonte mientras lo vemos llorar por primera vez, no podemos sino sentir al tiempo tristeza por la desaparición de la inolvidable pirata y alegría porque se haya producido de una manera tan memorable.
Pero todo tiene un final, aunque la empresa se niegue a reconocer que la gallina ya no dará más huevos de oro y continúe exprimiéndola más por inercia que por fe en que pueda sorprendernos otra vez. Así, con el Tigresa en llamas desapareciendo al alba por el horizonte, también se esfumó una era para el personaje. Thomas aún permanecería unos meses más en la colección, pero el agotamiento de la fórmula era ya más que evidente. El guionista fue paulatinamente perdiendo el interés en Conan (quizás por su ascenso como editor jefe de Marvel) y acabó abandonando la cabecera.
Los posteriores autores no supieron darle continuidad al personaje y optaron por una línea más acomodaticia pero que, a la postre, no tenía salida. Mientras que Thomas se había esforzado por mantenerse fiel a la trayectoria vital del personaje, enlazando coherentemente personajes, situaciones e historias con momentos del futuro biográfico de Conan y haciendo evolucionar gradualmente al protagonista conforme iba madurando, guionistas posteriores se limitaron a narrar “la aventura del mes”, recurriendo a los mismos elementos una y otra vez sin molestarse siquiera en variarlos ligeramente o introducir algún matiz novedoso: Conan peleando con bandidos, soldados o borrachos tabernarios, mujer en peligro, monstruo grotesco y brujo perverso. Eran episodios mediocres que John Buscema siguió dibujando por inercia con evidente poco interés.
Roy Thomas regresaría al personaje años después, pero ya era demasiado tarde. El mercado había cambiado y los lectores y antiguos aficionados al personaje hacía tiempo que habían desertado. Ni siquiera Marvel se molestó en asignar un equipo artístico decente a la colección, que acabó cancelándose con la consiguiente pérdida de derechos sobre el personaje.
El número 100, por tanto, es un buen momento para apearse de la colección regular de Conan el Bárbaro, tras haber asistido a su paso por la adolescencia, sus muchas aventuras, su transición a la madurez y la conquista y ulterior pérdida del gran amor de su vida.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de viñetas, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.