Cualia.es

Del minotauro al caballo de Gandalf: el arte como forma de preservación de las especies

Si el ritmo de su extinción no decae, puede que acabemos conservando de muchos animales sólo leyendas o representaciones artísticas, como ya suede con esos dioses revestidos con formas de criaturas desconocidas

No es descabellado suponer que, en muchos casos, de los animales sólo podremos conservar y transmitir nuestros relatos sobre ellos. Miramos hacia atrás, auscultamos la historia y la geología, recogemos los testimonios de la estratigrafía y la paleontología, y si nos asomamos a la evolución del planeta con esa necesaria perspectiva, parece inapelable sospechar que la preservación de las especies acaso sea un esfuerzo baldío.

Qué otra cosa resignada nos enseñan los restos fósiles, sino que es un empeño vano, quizá megalomaníaco, aunque poético, prolongar —en tantos casos casi agónicamente— la existencia de las especies amenazadas

Así, a cuántos animales salvarán de la extinción nuestros zoológicos —esas arcas de Noé—, o peor, a cuántos no salvarán.

Huxley, que suponía que al caballo sólo lo preservarían los zoológicos y acaso los hipódromos, se admiraba de cuántas obras de arte maravillosas deben a él su existencia: en la antigua Mesopotamia, en Grecia, en China y Japón, entre los etruscos y en Roma, en las pinturas de batallas del Renacimiento, en veintenas de cuadros de Rubens, Velázquez, Géricault, Delacroix, ¡qué cabalgata! (En alguna de nuestras visitas al Museo del Prado, tras visitar las salas de Rubens, me pediste que te comprara como marcapáginas una postal con el detalle del poderoso caballo que monta san Jorge en La lucha de San Jorge y el dragón: su enérgica testa de crin encrespada, su frente nervuda, sus ojos serenos pese al combate, su cuello tenso y su pecho musculado).

Imagen superior: ‘La lucha de Hércules con el león de Nemea’, Pieter Paul Rubens.

Animales legendarios

Si no lo hacen en sus hábitats naturales, si tampoco llegan a conseguirlo en las reservas, si dejamos de cultivarlos en los zoológicos, si los hombres no nos replegamos a las ciudades para otorgarles el vasto espacio que necesitan, si algún día llega incluso a considerarse obsceno o de mal gusto conservar ejemplares disecados en las vitrinas de los museos de ciencias naturales, ¿sobrevivirán los animales en vuestros juegos de ordenador o de videoconsola?

Te he visto, ante la pantalla, ser Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo, que ha llegado a ser no menos legendario que su jinete, pues fue él quien reveló al mundo el alto destino a que estaba llamado el joven Alejandro, ya que sólo por él, entre todos los aguerridos macedonios que lo intentaron, se dejó montar, y fue entonces cuando Filipo, rey de Macedonia, que suponía que su hijo era apenas un efebo inapto para la guerra y el mando, pronunció: «Alejandro, tendrás que buscar un reino digno de ti, porque Macedonia quizá no te baste».

Acaso los animales, como tantos caballos, sólo sobrevivirán en sus leyendas, acaso sólo pervivirán aquellos sobre los que nuestro imaginario nos haya legado una historia. Bucéfalo fue el caballo de Alejandro, como Janto, Balio y Pedaso fueron los caballos de Aquiles, los que tiraban de la cuadriga a la que aquél, iracundo, había enganchado por los talones el cadáver del infortunado Héctor; como Strategos, un caballo negro de Tesalia, fue la montura de Aníbal, que éste montaba sin silla y sin bocado, con las crines por toda brida; como Genitor, el potro que fue parido en Roma en las cuadras del clan de los Julios y que tenía los cascos de sus patas hendidos como si fueran dedos —presagio de que su dueño sería también amo del mundo—, fue el caballo de Julio César; como Incitatus —que en lengua latina significa «impetuoso»— fue el caballo al que Calígula, emperador de Roma, concedió una vida regalada como si fuera una amante y encumbró como a un semidios.

Las criaturas de la imaginación

Acaso sólo perdurarán esos caballos ejemplares, arquetípicos, de los que afortunadamente tenemos tantos, aunque no sean nunca suficientes para saciar nuestra sed de historias: el alado Pegaso —a quien sólo con una brida mágica podía montarse, a cuya grupa Belerofonte venció a la Quimera y a las amazonas, que sirvió a Zeus portándole el rayo y que fue convertido en constelación para que perdurara—, el resignado y famélico Rocinante del lúcido y loco don Quijote de la Mancha, el Babieca del Cid Campeador —que se dejó montar por el cadáver de éste, sostenido según la leyenda por un arnés de travesaños de madera sujeto a la silla, para conducirlo a su postrera victoria sobre los almorávides, y luego nunca más permitió que nadie lo cabalgara—, el Briador al que montaba Roldán, la flor de los caballeros franceses —ambos perdieron la vida en el desfiladero de Roncesvalles pero encontraron la gloria entre esas paredes rocosas: Briador todavía relinchaba intentando hacer resonar el olifante inerte entre las peñas cuando Roldán ya agonizaba con las sienes rotas por el esfuerzo de soplarlo—. Y tantos otros: el Tornado del Zorro, Furia, el mustang —el caballo por excelencia de los pieles rojas—; Sombragrís, el caballo de Gandalf —que como Señor de los Caballos que era, sólo podía ser montado por hombres que fueran reyes, y entendía la lengua de los humanos—.

Con cuántos otros animales comunes que nuestra necesitada imaginación ha elevado a la condición de míticos, ocurrirá lo mismo.

Quizá le ocurra al toro, al que sólo salvarán acaso los zoológicos, pero mejor los zoológicos o las reservas o parques donde pueda acotarse una suficiente dehesa, que las fiestas tradicionales de los pueblos, esa sedicente cultura vernácula, ese supuesto patrimonio antropológico o folklórico del que tanto cuesta discernir, para desechar, la rémora de tantos bárbaros festejos retrógrados, vestigio quizá de ritos provenientes a su vez de hábitos biológicos que ya deberíamos haber superado como especie.

(A su clarificación contribuye poco la hipocresía política, esa que prohíbe sin ambages, y en según qué regiones, las corridas de toros bajo el pretexto de crueldad, pero mantiene como cínica seña de identidad los toros embolados o de fuego y el toro ensogado, o consiente con apenas una tibia controversia la persecución y alanceamiento indiscriminado del toro de la Vega o el emplumamiento con dardos del toro de Coria, y tantos otros festivales del enardecimiento de esa violencia absurda, esa crueldad ciega que tan bien sabemos ejercer con las criaturas indefensas: las riñas de gallos, la cabra arrojada desde el campanario, los jaleados enfrentamientos de carneros, el arrastre procesional de burros, la práctica de ridículos rodeos con ovejas y cabras, la decapitación de aves practicada a caballo como en los supuestos torneos medievales).

Toros míticos

Mejor que del toro nos queden y perduren, si algo ha de perdurar, no los vergonzosos hábitos antropoides de las fiestas populares, sino las historias que ha sido capaz de protagonizar en nuestra imaginación: aquellos toros que desde siempre asolaban las tierras de los antiguos, como el toro de Arcadia —hasta que Argo acabó con él— y el toro de Maratón —hasta que fue reducido y encadenado por Teseo—; el Minotauro —hijo de Pasifae, que lo había alumbrado tras prendarse y quedar culpablemente preñada de un espléndido toro enviado por Poseidón, y al que también venció Teseo, convirtiendo de modo definitivo la victoria sobre un toro en la prueba suprema del heroísmo y de la virilidad en el mundo griego (pero recuerda que, como cantó Ovidio, Minotauro era «hombre mitad toro y toro mitad hombre», y aunque Dante lo imaginó con cabeza de hombre y cuerpo de toro, esa imagen parece más aberrante o menos estética que la inversa, la que más se ha divulgado, cuerpo de hombre y cabeza de toro)—; o el toro de Creta —el mismo que preñó a Pasifae, al que Poseidón volvió tan loco de furor que al final sólo pudo someterlo Heracles—.

O los dos toros con pezuñas de bronce que despedían fuego por los ollares a los que Jasón, cumpliendo la prueba que le había impuesto el rey Eetes para entregarle el vellocino de oro, hubo de uncir a un yugo trabajoso; o los toros a cuya caza ritual se entregaban cada año los atlantes, esos legendarios pobladores sumergidos de la olvidada Atlántida, quienes comulgaban bebiéndose la sangre feroz de esos animales; o el hermoso toro blanco con cuernos en forma de luna creciente en que se metamorfoseó Zeus para seducir y raptar a la bella Europa, con tan feliz resultado que el mismo dios inmortalizó su disfraz animal al convertirlo en la constelación de Tauro e incluirlo entre los signos del Zodíaco (no extraña que Zeus reincidiera en revestirse de esa misma forma para acometer otras conquistas amorosas, como hizo con Ío); o el toro por el que Artemisa suplantó a Ifigenia en el momento en que el impiadoso padre de ésta, Agamenón —el rey aqueo que se encaminaba con su flota a Troya—, se disponía a sacrificarla para recuperar el favor de la diosa, la cual se apiadó de la doncella en el instante previo a la inmolación; o el toro vengativo que la misma Artemisa envió, llevada de la cólera, para matar a Tmolo —un hijo de Ares—, por haber violado a una ninfa de su cortejo.

Águilas, escarabajos y cuervos legendarios

Con el tiempo podría ocurrir que también del águila nos quede sólo el ave magnífica que portaba el haz de rayos de Zeus, señor de los Cielos, y que pasó a la heráldica como emblema imperial de poder. Quizá de los ciervos, de los jabalíes, de los leones, nos queden sólo las representaciones artísticas —los mosaicos, los mármoles, los frescos— de los legendarios trabajos de Heracles capturando la cierva de Cerinia, cazando al jabalí de Erimanto, desollando y vistiéndose la piel del león de Nemea.

Quizá de las arañas nos llegue sólo la borrosa fábula de Aracne, una doncella hija de tintorero que quiso competir con la diosa Atenea en el arte de tejer y —como se atreviera a bordar casi con superior maestría— fue convertida por ésta, como castigo, en un artrópodo que hila eternamente con pericia pero que repele por su monstruosidad. Aracne perdura en las Metamorfosis de Ovidio y también en el lienzo inmortal de un pintor de la corte madrileña del decadente rey Felipe IV de España, Diego de Silva y Velázquez, que nos transmitió Las hilanderas. Aunque las arañas perdurarán también, por qué no, en ese superhéroe de cómic moderno que idearon Stan Lee y Steve Ditko: Spider-Man.

Quizá del insecto llamado escarabajo sólo subsista el aspecto que cobra en los talismanes egipcios, en sus representaciones jeroglíficas, como Khepri, encarnación del sol al amanecer, dios antiguo a quienes los campesinos ya rindieron culto antes que a Ra, porque antes de que se les ocurriera poner nombre a sus dioses, los hombres ya observaban cómo el escarabajo depositaba sus huevos en estiércol, cómo amontonaba éste y lo hacía rodar por el suelo hasta construir una bola nutricia —igual que el sol cada amanecer—, y cómo luego se obraba la maravilla de que de esa esfera de inmundicia emergían larvas que eran escarabajos renacidos.

Quizá de las cabras y de su extraordinario protagonismo alimentario y rural sólo pervivan ecos en la historia de Amaltea, la cabra que en el monte Ida amamantó a Zeus cuando era niño, criándolo en secreto para sustraerlo a la búsqueda de Crono, su padre, que lo perseguía para devorarlo, aunque no fuera, esa cabra, el benévolo y pequeño rumiante doméstico de granja que conocemos, sino una bestia que infundía pavor incluso a los Titanes, quienes rogaron a la madre Tierra que ocultara al animal en una caverna de las montañas de Creta, una bestia que gozaba de una piel tan resistente que con ella se fabricó Zeus, para librar sus primigenios combates, una coraza invulnerable —la égida que luego regaló a su hija Atenea—, pero una bestia a la que Zeus homenajeó convirtiéndola, a su muerte, en la constelación de Capricornio.

Quizá del aborrecible chacal lo mejor que recordemos dentro de unos siglos sea que prestaba su aspecto al dios egipcio Anubis, con quien convenía estar a bien porque era el señor de los embalsamadores —que preservaban los cuerpos de los muertos— y era quien vigilaba los platillos de la balanza en el juicio y pesaje de las almas.

Del mismo modo que recordaremos al halcón como ave emblemática del dios Horus, y al ibis, esa ave zancuda de largo cuello y largo y curvado pico rojizo, como encarnación de Toth, señor de la sabiduría en cuanto creador del alfabeto y de la escritura sagrada, de las matemáticas y de la medicina.

Quizá del cisne sólo nos sobrevivan con el tiempo el ave meliflua retratada por Ghirlandaio o por el davinciano Cesare da Sesto o por Tintoretto o por Rubens, o las zoofilias marmóreas de Bartolomeo Ammanati o Auguste Clésinger, que recogen la leyenda de Leda, la bella hija del rey de Etolia a la que Zeus, tras sorprenderla mientras se bañaba desnuda en el río Erota, quiso encendidamente poseer. Para acercarse a ella tomó la forma de un etéreo cisne, y de esa unión —antes nunca era tan desdeñado como ahora el abrazo sexual entre especies— nació, por ejemplo, la bella Helena, causante de la guerra de Troya.

Acaso de ese pájaro tenebroso que es el cuervo sólo nos quede la imagen que nos transmiten las mitologías nórdicas, la que campeaba en las velas de los drakkars o en los escudos de armas y en los estandartes de los reyes vikingos, no en vano en esas aves se transformaban las valquirias para recoger las almas de quienes habían muerto en la digna batalla, y también eran dos cuervos, Hugin y Munin, los que, posados sobre los hombros de Odín, le susurraban al oído cuánto sucedía en el mundo que fuera de su interés —los retrata así un manuscrito islandés antiguo—. Y sin duda recordaremos que su negro color funesto —pues su plumaje era blanco en origen— es un castigo impuesto a la especie por Apolo, que había confiado a un cuervo la custodia de una de sus amadas, la princesa Corónide, y resultó frustrado, porque ésta burló la vigilancia del pájaro y concibió un hijo del mortal Isquis, temerosa de que el dios la desdeñase cuando los años deterioraran su belleza.

O recordaremos que el cuervo fue la única criatura del arca que no sólo desobedeció a Noé sino que lo calumnió —pues el cuervo acusó al patriarca de enviarlo a su peligrosa misión para librarse de él y poder así satisfacer libremente con su hembra sus deseos lascivos (otra muestra de cómo el bestialismo nació como escrúpulo antropológico mucho después)—.

Esta hipótesis azarosa —la de que acabemos conservando de los animales sólo leyendas o representaciones— no es descabellada: hoy ya sucede que conservamos representaciones de dioses revestidos con formas de animales desconocidos, especies extinguidas que no hemos conseguido datar, como Seth, el dios egipcio de la guerra y del tumulto, del crimen y de las tinieblas tormentosas, de la cólera y del odio, a quien se representa como ser humano coronado por una cabeza de cánido con hocico curvado como de oso hormiguero, extrañas orejas erectas, recortadas rectangularmente, y cola ahorquillada, una silueta en la que ni siquiera los criptozoólogos han sabido reconocer espécimen animal alguno; sin duda debió de ser un depredador rabioso y traicionero y nocturno.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.