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‘Nosferatu, vampiro de la noche’ (1979): el horror gótico según Werner Herzog

Coincidiendo con el renacimiento del cine alemán en los 70, Werner Herzog rodó una nueva versión de ‘Nosferatu’ que aún llama la atención por su naturalismo y su toque onírico

No es capricho ni casualidad que Werner Herzog se empeñara en homenajear e imitar a su compatriota Friedrich Wilhelm Murnau, rehaciendo a su manera Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922).

«Sigo convencido de que no hay mejor película alemana que Nosferatu, su película muda ‒cuenta Herzog en una entrevista‒ , y como éramos la primera generación de posguerra y no teníamos padres, ni mentores, ni maestros, ni maestros, éramos una generación de huérfanos. Los cineastas alemanes, la gran mayoría, murieron con el régimen nazi. Algunos fueron enviados a campos de concentración y los mejores abandonaron el país, como Murnau y otros. El único tipo de referencia en mi caso era la generación de los abuelos, la era muda de las películas expresionistas. Por eso, la crítica de cine e historiadora Lotte Eisner fue una gran mentora para mí. Conocía toda la historia del cine. Conocía a cada persona que había trabajado en el cine y había tenido un papel importante. Conocía a los hermanos Lumière, conocía a Méliès, que hizo películas entre 1904 y 1914, y conocía a Eisenstein. Así que era una de las últimas personas en este planeta que los había conocido a todos y había visto todas sus películas, y no había nadie que no inclinara la cabeza en señal de reverencia ante ella».

Con la bendición de la propia Eisner, Herzog se lanzó a rodar en Checoslovaquia y en la ciudad holandesa de Delft su particular visión de Nosferatu. Con una picardía que ya era marca de la casa, lo hizo recurriendo a un truco administrativo: para filmar Nosferatu y Woyzeck de manera consecutiva, pidio los permisos fingiendo que ambas eran un solo y largo proyecto.

«Simplemente, los engañé -contaba el director-. Son enemigos naturales la burocracia y el arte. Hay que engañar a los burócratas, ser más astuto que ellos. Yo hacía frente a las autoridades con lo que más les gusta: el papel. Llenaba páginas con cifras al azar y ellos no entendían nada».

Un rodaje prometedor

La filmación, condicionada por el exiguo equipo de rodaje y por la relativa escasez de fondos, se convirtió en una experiencia colectiva que, como pasó con otros proyectos de Herzog, exploró los límites del cine como arte. Al fin y al cabo, si algo caracteriza a los films del cineasta germano es el hecho de que casi resulta más interesante narrar los avatares de su realización que el propio resultado final.

En todo caso, en su reinterpretación del icónico Nosferatu de 1922, el cineasta elaboró un homenaje cargado de simbolismo y audacia creativa, que representa una curiosa conexión entre la tradición del cine expresionista y las convenciones dramáticas del Nuevo Cine Alemán, tan de moda por aquellos días.

Parecía que era la oportunidad de saldar una deuda histórica. Como mencionó Lotte Eisner en una entrevista, Herzog era «Murnau vuelto a la vida». Según la veterana crítica, su obra no solo homenajeaba el legado de Murnau, sino también lo reinterpretaba con una visión moderna.

A pesar de sus limitaciones, la película contó con un elenco de lujo, encabezado por Klaus Kinski como el Conde vampiro, Isabelle Adjani, Bruno Ganz y Roland Topor como Renfield. Con un presupuesto un poco más holgado que el de proyectos anteriores, cortesía de 20th Century Fox, el director alemán logró mantener un control creativo absoluto, algo inusual para un director de su perfil.

Terror y belleza en unas espectaculares localizaciones

El rodaje se llevó a cabo en varios lugares emblemáticos, como Delft (Países Bajos), Lübeck (Alemania Occidental) y Telč (Checoslovaquia), finalizando en el Alto Tatra, cerca de la frontera polaca.

Estas localizaciones no solo ofrecían paisajes memorables. También reforzaban la atmósfera inquietante que Herzog deseaba capturar en pantalla.

Beverly Walker, quien comenzó como asesora en el proyecto, compartió un buen puñado de recuerdos en un artículo para Sight and Sound, donde describió una escena en la que, vestida como monja, actuó junto a Bruno Ganz en una cabaña habitada por gitanos. El ambiente del rodaje, según sus propias palabras, tenía ese carácter «intenso y onírico», en línea con el tono del film.

Perfeccionismo y temperamento

Herzog trabajó con un equipo que podría describirse como una «familia» de artistas y técnicos alemanes. Su colaboración con el director de fotografía Jörg Schmidt-Reitwein, la diseñadora de vestuario Gisela Storch y el diseñador de producción Henning von Gierke fue fundamental para lograr la estética pictórica que caracteriza a Nosferatu. Lo mismo cabe decir sobre la banda de música electrónica Popol Vuh, que se hizo cargo de la banda sonora.

Sin embargo, la complicidad del equipo no excluía las típicas tensiones que siempre afloraban alrededor de alguien como Herzog. Walker relata que las condiciones de trabajo eran exigentes y que el director, conocido por su perfeccionismo y temperamento, podía ser tan inspirador como implacable.

A ello hay que sumar que el papel del vampiro recayó en un tipo tan carismático como odioso: Klaus Kinski, cuyos pecados privados -algunos de ellos terribles- se sumaban a un carácter endiablado, con una vanidad muy por encima de la media.

Las ratas y el desafío de la autenticidad

Uno de los elementos más recordados de Nosferatu es la inclusión de 10.000 ratas blancas, utilizadas para simbolizar la plaga que asola a la ciudad. Esta decisión generó fricciones con los habitantes Delft. El caos llegó a su punto álgido cuando el dueño del granero donde se almacenaban las ratas impidió el acceso del equipo, desencadenando un enfrentamiento físico.

«Las teníamos guardadas en una granja a las afueras de Delft -contó años después el director-, pero la gente que era pagada por alimentarlas se escapó con el dinero. Hubo problemas con los granjeros y cuando estábamos a punto de recoger las ratas, los lugareños se enfurecieron tanto que se acercaron con un coche-oruga y chocaron contra el camión que habíamos traído».

Actores entregados y una dirección inmersiva

El elenco también tuvo que lidiar con situaciones extremas. Isabelle Adjani, incluso rodeada por una marea de ratas, demostró una profesionalidad indudable.

Por su parte, el loco Kinski soportó las exigencias del maquillaje, que le transformaba en un vampiro ratonil y cadavérico.

Herzog, por su parte, puso al límite a sus actores, en busca de una verdad emocional que acabó traduciéndose en el celuloide.

El legado de una obra singular

Aunque la crítica alabó la poesía y la austeridad del film, que aún goza de prestigio entre los amantes del cine de autor, el paso del tiempo ha llevado a algunos analistas a encontrarle las costuras. A nadie se le oculta que Nosferatu queda lejos del espíritu ligero del Drácula de la Hammer o de la grandilocuencia teatral del Drácula de la Universal.

En Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula (Es Pop Ediciones, 2015), David J. Skal califica de excéntrico este remake: «La película resulta notable por la utilización de una plétora de ratas blancas, aunque su evidente origen en un laboratorio no les aporta demasiada credibilidad como portadoras de la peste. Herzog rodó dos versiones de manera simultánea, una en inglés y otra en alemán, pero 20th-Century-Fox consideró la versión inglesa indistribuible y preparó una copia subtitulada para el circuito de arte y ensayo».

«Nosferatu, vampiro de la noche -continúa- fue concebida por el director como un vínculo entre el expresionismo y el renacimiento de la industria alemana en los setenta. En cualquier caso, nunca ha quedado claro qué necesidad había de ello».

En el programa del ciclo Nosferatu. Las sombras del vampiro (Filmoteca Española, diciembre de 2024-enero de 2025), Jesús Palacios hablaba del linaje al que pertenece el film de Herzog, coheredero del legado de Murnau: «Un isomorfismo inconsciente provoca que cuando cineastas y creadores buscan devolver la esencia asustante, terrorífica y peligrosa del vampiro al personaje, retrocedan voluntariamente hasta el monstruo de Murnau, hasta Orlok. Así ocurre con la versión televisiva de El misterio de Salem’s Lot (Salem’s Lot, 1979) de Stephen King, firmada por Tobe Hooper; en la larga saga iniciada por Subspecies (1991) de Ted Nicolau o hasta en el personaje del ‘abuelo’ en la parodia Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows. Jemaine Clement, Taika Waititi. Nueva Zelanda, 2014) y su posterior serie».

«Al margen de esta peculiar evolución (o involución) del personaje -añade Palacios-, el film ha sido objeto de reinterpretaciones no menos metafísicas y peculiares, como la relectura de Herzog en Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979), de tintes naturalistas, mágicos y románticos. La simpática La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000) de Elias Merhige, recreación fantástica del rodaje del film original como metáfora de la naturaleza vampírica del cine, a cargo del director de la experimental Begotten (1990), que recoge también la auténtica tradición ocultista de Nosferatu. Y así, hasta llegar a la reciente reformulación del film que propone Robert Eggers, cuya obsesión por el palimpsesto de clásicos como Dreyer, Flaherty, Jean Vigo o, por supuesto, Murnau, está bien presente en toda su filmografía anterior».

Sinopsis

Jonathan Harker viaja desde Wismar a Transilvania para visitar el castillo del legendario conde Drácula, a quien pretende venderle una mansión en su ciudad. Atraído por una fotografía de Lucy, la mujer de Harker, Nosferatu parte inmediatamente hacia Wismar, llevando con él la muerte y el horror.

«Enfatizando el vampirismo como enfermedad -escribe Justine Smith-, junto a Nosferatu llegan millones de ratas que descienden sobre la campiña alemana y traen consigo la peste. En lugar de ser un azote, la interpretación de Klaus Kinski del pálido vampiro está impregnada de una profunda sensibilidad y añoranza. Herzog, fascinado desde hace tiempo por lo sublime de la naturaleza, lo plasma aquí en un ser sobrenatural que representa las contradicciones de la fragilidad y la durabilidad de la humanidad frente a nuestra propia mortalidad».

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.