Puede que afirmar lo siguiente resulte carastrofista, pero es preferible alarmar que incentivar el conformismo humano: nuestra sociedad, tal y como va encaminada, tiene como destino la materialización de un individuo completamente desafecto de todo. Como si después de una larga operación donde se hubiera procedido a extirpar cada sentimiento o voluntad, el paciente quedase anestesiado de por vida —una adormidera inoculada incluso en su genética, para futuras generaciones—. En efecto, el ser humano parece cada vez más salido de un laboratorio o de una probeta: perfecto en apariencia y vacío de entraña, condenado a la esterilidad y —por tanto— a su extinción. No se trata ya de una conclusión que pudiera estar presente en los mejores libros de ciencia ficción —de Huxley o Orwell—, sino que va más allá. Las profecías presentes en Un mundo feliz (1932) o 1984 (1949) se han ido cumpliendo en buena parte.
El pasado siglo y el presente, con sus diferentes “hitos”, han venido a contribuir a ello. Esto queda patente no solo en nuestro día a día cotidiano sino en las distintas manifestaciones culturales, donde prima el vacío o la frialdad en apariencia e interior. En su ensayo aparecido en Ethic y titulado «Sequedad espiritual y malestares en los espacios urbanos», Gonzalo Laborda Morata concluye que la “sacralización de lo corpóreo” ha promovido la ruptura de todos los “vínculos de unión” entre los cuerpos, “reducidos a tosca materia, bien etiquetados y clasificados, vacíos de contenido”, empujados a repelerse entre ellos.
El cine, como séptima de las artes, también ha sido víctima y responsable de esta nueva forma de entender el mundo para creadores —manufactureros del producto fílmico— y público —demandantes y consumidores de él—. Por ello, cuando surge una de las excepciones que confirma la regla, no podemos más que celebrarlo. Uno de estos ejemplos es The Holdovers (Los que se quedan, Alexander Payne, 2023).
Se trata de una historia sencilla y cotidiana, a pesar de estar ambientada a finales de 1969 en la región estadounidense de Nueva Inglaterra. No importa la distancia geográfica, cultural e incluso temporal que presenta ante nosotros como potenciales espectadores, pues su relato atañe a esa parte que nos conforma y que amenaza con desaparecer: la conciencia de lo que somos y de lo que nos rodea, nuestra empatía y sensibilidad. En una palabra: nuestra humanidad.
Parece imposible que el individuo pueda acabar desprendiéndose de lo que le define, pero a la vista está que se encuentra sucediendo y, por ello, en estos tiempos más que en otros son necesarias estas películas.
Algo similar —si entendemos el cine como herramienta educativa— expresa uno de los personajes que deambulan por la película. Este escucha al protagonista lamentarse como profesor ante los tiempos de desorientación que le está tocando vivir. Entonces, le contesta que es precisamente cuando más falta hace en esa reorientación su labor. El cine será maestro o guía frente a la sociedad, por cuanto puede volver a marcarle la senda a seguir a partir de sus reflexiones y conclusiones, espejo ineludible de la realidad que representa o refleja.
The Holdovers relata la historia de Paul Hunham, profesor de Civilizaciones Antiguas en la Academia Barton, un prestigioso colegio americano masculino. El personaje —encarnado a la perfección por Paul Giamatti en el que será uno de sus papeles más recordados—, es conocido popularmente en el centro educativo como “ojo pipa” debido al defecto físico que le impide ver solamente por su ojo derecho.
Se trata de un hombre huraño que rehuye la compañía de sus compañeros profesores y trata severamente a su alumnado. Por ello, se ganará la antipatía de unos y de otros. La única que parece sentir simpatía por él —y él por ella— es Mary Lamb —interpretada por Da´Vine Joy Randolph, actuación que le hizo ganar el Óscar—, cocinera afroamericana del colegio. Esta acaba de perder a su hijo Curtis, graduado en dicha institución y que ha muerto como combatiente en Vietnam. Cuando llegan las navidades y el centro educativo despide a su alumnado hasta el próximo año, habrá un reducido grupo de estudiantes que deba permanecer en él al no poder reunirse con sus familias. Hunham acepta quedarse a cargo de ellos —uno de los profesores se escaquea aludiendo la enfermedad de un familiar— al no tener a nadie con quien pasar las fiestas y ser —como hemos podido ver— un auténtico sociópata. Característica ésta, la de su personalidad antisocial, que se vuelve paradójica al tener como profesión la de educador.
Sin embargo, la pasamos por alto al entender que en tiempos pasados resultaba habitual la presencia en la sociedad de profesores poco dados al trato cercano con sus pupilos —un distanciamiento permitido por su rango y que solo les exigía transmitir sus conocimientos, dando igual si su pedagogía era de calidad o mejorable—. Entre los alumnos de su clase, se encuentran adolescentes un tanto conflictivos —algo que también les da su edad—, destacando entre ellos Angus Tully —rol inolvidable interpretado por Dominic Sessa—, repetidor que ha sido expulsado de otros colegios y que afronta su última oportunidad antes de ser llevado a un colegio militar. Él será uno de los “que se quede”, al no poder hacerse su madre cargo de él en aquellas fechas señaladas.
Con esta premisa se iniciarán los primeros compases del film, en los cuales podemos asistir al ambiente festivo del colegio, una auténtica postal idílica caracterizada por hermosos christmas clásicos —interpretados por el coro estudiantil— y paisajes naturales nevados circundantes al perímetro de la escuela. Una utopía que rápidamente queda fracturada por la personalidad de los habitantes de esta arcadia, más cercana a la hipocresía y a los intereses personales que al de un esperable espíritu navideño o cristiano.
Con cada minuto visualizado, nos va pareciendo menos detestable la actitud del profesor protagónico, y esto es algo que harán muy bien los autores del film —tanto el cineasta (Alexander Payne) como el guionista (David Hemingson)—: limar los prejuicios de los protagonistas y de los propios espectadores. Solo hace falta derribar las barreras y acercar posturas, querer conocer al prójimo —o verse obligado a conocerlo, como sucede en este caso— para cambiar su percepción en torno a él. Somos víctimas de nuestra propia subjetividad, de la forma de mirar al otro o a los otros.
La Historia del Cine se encuentra compuesta de múltiples films que nos hablan de cómo “los sentidos nos engañan”, que diría Descartes; una misma realidad contada de distintas formas según quien sea el narrador. Desde Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) hasta Monstruo (Hirokazu Koreeda, 2023), diferentes cineastas han jugado con la visión y posterior opinión del público a raíz de lo que se presentaba en pantalla. En The Holdovers, la experiencia dada por el conocimiento será evidente, evolucionando a medida que avance el film. Lo que aparentaba ser una historia coral acaba quedando reducida a la relación entre tres personajes: Paul, Mary y Angus.
De este trío, será especialmente simbólico el trato entre el primero y el tercero, que acabarán despojándose de sus máscaras para dejar aflorar sus más recónditos sentimientos.
Aun para quienes la hemos visualizado en plena Semana Santa, The Holdovers se ha convertido desde su estreno en un clásico navideño moderno, pues reúne los mejores elementos de un gran relato: la conjugación de estilos como la comedia o el drama, la introspección de personajes complejos por encima de maniqueísmos simplistas y, por encima de todo, la posibilidad de recuperación del espíritu humanista perdido, el resurgimiento de las bondades del ser humano.
Esto resulta clave en este tipo de relatos, poniéndose de moda con el clásico de Charles Dickens Christmas Carol (Cuento de Navidad, 1843). Este nuevo “cuento de navidad” de Payne une lo mejor de todo esto y rehuye sensiblerías, apostando por la sinceridad y la depuración de ornamentos. Para contarlo, vuelve a recurrir a uno de sus actores fetiche, el ya citado Giamatti —protagonista hace veinte años de uno de los films más celebrados del director: Sideways (Entre copas, 2004)— y al joven actor también mencionado Sessa, promesa de la interpretación hollywoodiense.
A pesar de todas sus luces, la película no ha quedado exenta de ciertas sombras; en concreto, la que sobrevoló horas antes de los Óscar desde la revista Variety, acusando al cineasta y guionista del film de plagio: el guionista Simon Stephenson denunciaba haber sido plagiado por éstos, quienes pudieron haber tenido acceso a su proyecto Frisco unos años antes. Un guion que finalmente no fue llevado a cabo pero que guarda ciertas similitudes con la historia de The Holdovers. Más allá de que estas insinuaciones sean ciertas y de que la posible causa deba ser resuelta legalmente —los derechos de autor son innegociables y la originalidad de la creación literaria ha de valorarse como merece—, el público no entiende de autorías sino de disfrute. Al fin y al cabo, el producto es lo que se consume en primera instancia y no va a cambiar el sentimiento que produce sabiendo que su autor es uno u otro.
Si al final los títulos de crédito de The Holdovers son modificados, será igualmente un triunfo de la creación y de los creadores, pero el resultado de la obra no cambiará y seguirá siendo excelente. Un ejemplo de ese cine de orígenes o planteamientos clásicos que “no se marchan”, y que tan beneficiosos son para el fortalecimiento de una sociedad siempre en peligro de desnortarse o de perder sus valores.
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