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«Otros pueblos»: apuntes de una antropología televisual

El autor, director de la serie «Otros pueblos» de TVE desde 1981 hasta 2010, se cuestiona algunos aspectos de la tele-realidad como base de partida de sus «apuntes para una antropología televisual», basados sobre todo en el periodo formativo de los primeros 74 capítulos de la citada serie.

La tele-realidad: un contexto

Sufriendo una debilidad por la antropología, a uno todo le hubiera sido más fácil de ver en el siglo XIX, cuando no había televisión. Pero también cuando esta disciplina actuaba en vez de fustigarse a sí misma.

No hace muchos años que Tyler, uno de los antropólogos más impresionados por los nuevos «géneros confusos» (como el propio Geertz) hablaba de buscar nuevas formas del discurso, dedicadas más a la honestidad que a la verdad (1).

Ya en este punto, y a menos de llevar con descarada holgura el sentimiento de culpa generado «por fingir hacer lo que (los antropólogos) saben que no puede hacerse», también un observador de su propio trabajo de campo televisivo se quedaría descalzo antes de echarse a caminar. Sin embargo, uno es consciente del problema de fondo que arrastra desde el momento de titular, hace ya casi veinte años, como Otros Pueblos a una serie de televisión.

Desde el principio se trató de anunciar al menos otredad o, si acaso, el deseo de poner un espejo para que un cierto público se mirara en la cara de los otros. Ahora bien, uno no pertenece al ámbito en el que ser funcionalista representa un estigma para un estructuralista y viceversa. Uno no puede usar un único método, ni una regular inspiración antropológica, como para pretender, luego de recabar imágenes dispares, traer agua a su propio molino y hacer que todo encaje a la postre.

La descripción de una tribu pequeña, por ejemplo los yami de Taiwán, y un programa sobre el atómico Nuevo México con pinceladas de indios pueblo, anglos e hispanos, son sendos intentos de un acercamiento holístico al tema; incluyen sus observaciones participantes, pero difieren en su concepción por las circunstancias productivas y ese ingrediente de lo aleatorio que configura un guión emergente en un campo variable.

Dicho de otro modo, la realidad se impone al método: con lo que cuentas es lo que vas a contar. Acaso, los caminos recorridos, a lo largo ya de 74 capítulos, se podrían conjuntar en una sola mirada, ya que de eso han sido producto, pero no así sus desparejas gestaciones y approachs.

Siempre he debido estar en otro punto, en el del profesional de un medio como la televisión que permite ciertos hallazgos y que invalida para otros alcances. He tenido, pues, la suerte o la desgracia de no contar con la única óptica de un cuaderno de notas, de un informante y de mi propia subjetividad, sino la de añadir a eso muchos más diafragmas cuales son los inherentes al tratamiento audiovisual de los documentales.

Con todo, un apasionado por la antropología, si un día tiene la fortuna de conocer al padre de la idea de que esta ciencia social —que lo será— es también y más que nada «una conversación del hombre con el hombre», ciñe un poco los problemas que vendrán después de una emisión.

Imagen superior: el primer capítulo de «Otros pueblos» se emitió por TVE el 9 de octubre de 1983. En 2007 la serie ya sumaba 121 capítulos. En 2008 Luis Pancorbo produjo 9 capítulos más, que se emitieron dos años después.

Lévi-Strauss me confortaba asegurándome la riqueza antropológica que representaría contar con filmaciones sobre pueblos desaparecidos, incluso de la antigua Roma. Hasta un trabajo divulgativo, como el que uno hace, contiene las innegables imágenes sobre las que restituir un momento dado de un pueblo, o dentro de él, un climax, por ejemplo un salto fecundante desde una torre melanesia o una pesca con artes tradicionales de imraguen mauritanos. Ahí hay reflejos, no sólo marinos, y por muchas mudanzas, que las hay en esos pueblos, siempre se podrán remirar y revisar instantes audiovisuales que los graban e interpretan y que en definitiva proponen que todo eso fue así, no sólo porque lo parece, sino porque está registrado con el deseo de globalizar, de comparar y de criticar.

Pese a ello, luego naturalmente se puede desmontar a Harry. Otro tanto si uno se declara admirador del ingente trabajo etnohistórico, por decir un solo perfil, de la figura de Julio Caro Baroja. De sus labios recogí su reticencia de fondo al mundo de la imagen, en el que sin embargo veía una proyección del futuro etnográfico y en el que, por otra parte, hizo valiosos documentales junto a su hermano Pío.

Si confesara compartir esas reservas por el mundo de la imagen tampoco iría muy descaminado. Una cosa es que me guste y lo practique y otra que no sea capaz de sentir de vez en cuando ese escalofrío ante unas imágenes, que a lo mejor vehiculan antropología, o recogen etnografía, pero que sobre todo parecen escaparse constantemente de las manos del realizador para tener una especie de vida propia, otro tipo de coherencia que las abre a múltiples lecturas, muchas veces inesperadas. De modo que si en un principio uno buscaba la otredad del mundo y sus gentes, incluso de una forma pre-antropológica —un poco al estilo de Pío Baroja «una costumbre indica mucho más el carácter de un pueblo que una idea»—, con el paso del tiempo el preludio argumental de mis programas se ha complicado.

También dice mucho sobre un pueblo una idea, o una estructura, o una función, o un fenómeno. Es posible organizarse a través de la búsqueda y plasmación de una fiesta tradicional, de un ritual, no sólo de una presentación de cultura material. A veces, introducciones comparativas de pueblos dan resultados etnológicos, aunque no sea más que en un terreno de discusión. Y otras veces, las evocaciones de escritores, que captaron núcleos muy esenciales de los pueblos sobre los que ahondaron con rara precisión, animan un discurso siempre muy poliédrico o polifacético, como es normal que ocurra en un programa de televisión con independencia de su género y alcance. Ahora bien, uno siempre se pone una norma antes de actuar. No hacer esto o aquello.

Me parece lo más sensato antes del inicio de un rodaje. No sé aún lo que haré, pero de entrada no quiero apelar a ningún metadiscurso (cristiano o budista, marxista, capitalista… o bambuti). Situado en el punto de arranque del relativismo cultural, una orilla muy incómoda pese a lo que suponen algunos poco avisados, el paneo sobre la posibilidad (ese pueblo, esa tribu, ese clisé, ese ritual) empieza a reducir la cabeza de uno. Ignoro si hasta los extremos inanes de una jibarización, pero al menos si algo pasa por tu cabeza sin estrecheces de metadiscursos, creo que estás en la buena germinación de un discurso. Algo va a ser posible en breve y cuando lo acabes de montar a lo mejor hasta se parece algo a tu idea original.

Por eso propongo el término de tele-realidad para entender de lo que estamos hablando y lo que luego veremos.

Interpreto la tele-realidad, no sólo como ese «chicle para los ojos», lo que diría Huxley que sale de la pequeña pantalla, sino como una presentación, o si se quiere representación, de algo que no existe en la naturaleza.

La tele-realidad forma mundo aparte, de ahí lo complejo de su análisis. No se da tele-realidad en los estupendos estudios de Malinowski sobre el kula, y sí en los varios intentos de películas que se han hecho luego para ilustrar esas funciones tan complejas del kula que se dan en un marco de tipo paradisíaco como las Trobriands.

No se da tele-realidad en los nuer vistos por Evans-Pritchard, por supuesto, ni tampoco en los hombres de la nube que analizó Caro Baroja, ni en la larga y fascinante serie de monografías de campo.

La telerealidad tampoco se coge de las cabañas ni de las ramas de los árboles, ni siquiera se aprehende en el momento de filmarla. Es la última secreción, eléctrica si acaso, que sale de las pequeñas pantallas. Un tipo de código nuevo que no se enseña en las escuelas, pero para el que están dotados hasta los niños de corta edad por poca televisión que hayan visto. Algo que no es verdad, pero que pasa por representarla de una forma tan ambiciosa, contundente y extendida, que no se le pueden ni arrimar otros precedentes, ni siquiera los fotográficos, fonográficos o literarios.

Es otro mundo que corre en paralelo, o flota, junto a lo que denominamos realidad. Estoy por decir que ni siquiera es de típica naturaleza sensorial. La tele-realidad es cierto que se ve y oye, pero sobre todo pasa por ser una forma de vida. Si se apagaran las pantallas, no es que volviésemos a las sombras de la caverna platónica. Lo más probable es que la humanidad habría de reinventarse, su información, su ocio, incluso sus sutiles formas de desprecio. Eso no se improvisaría ni siquiera con una mutación antropológica de gran alcance.

Todo este pórtico es para anunciar algo que subyace claramente en lo expuesto. La tele-realidad nos envuelve, aunque a veces hay que rellenarla con programas. Si de alguna manera los nuestros rozan la cuestión del hombre, la primera amenaza que padecemos es la de la subjetividad. Pues bien, admito sin ambages que es grande y hasta un tema irresoluble, sin necesidad de remontarse a la urstiftug, la «fundación originaria» de la subjetividad trascendental según Husserl.

También uno desearía llegar a su manera a la difícil sustanciación de la realidad objetiva —quizás una premisa científica, aunque inalcanzable en un medio de comunicación—. Uno cree más bien, como Adorno, que «el retorno de sujeto y objeto en medio de la subjetividad, la duplicidad del uno, se verifica en dos tipos de teoría del conocimiento, cada una de las cuales se nutre a expensas de la impracticabilidad de la otra» (2).

Al menos uno debe tener claro que no puede, ni casi debe, hacer una escisión tan radical entre racionalismo y empirismo. Pues, por un lado, se puede perseguir con el medio audiovisual una función de reflejo objetivo puro (se capta una danza hopi o bambuti en su totalidad y son tres horas). Eso ya en sí mismo habrá supuesto un buen alimento a la antropología visual. Pero dejaría fuera al público, y por lo tanto, sería, o es a veces, un trabajo de naturaleza invisible.

Por otro lado, estamos quienes renunciamos al tiempo real del evento. Incluso a sabiendas de que cuantas más horas grabemos dispondremos de mejores oportunidades para el corte. Como no es sólo eso, a veces uno graba absolutamente todo lo que puede.

El asunto es querer utilizar el compromiso del corte para la compresión del tiempo, los insertos para amenizar el tema o para dar la ilusión de nuevos puntos de vista o de participación, los cambios de encuadres, y hasta los desnaturalizantes comentarios de una locución añadida a la toma original. Así, con suerte, habremos abocado en el documental.

El documental sería entonces un género de compromiso entre las grandes esferas universales del realismo científico y su dominación del tiempo, y las pequeñas, pero implacables, manecillas que marcan el tiempo de una emisión. No es la realidad, es otra realidad alusiva y hasta elusiva. Pero es la única manera de que la contemplen y produzcan.

Posteriormente a la creación de un nuevo tiempo, que tiene algo de imaginario, viene el tiempo real de la emisión, un gajo del día o de la noche del telespectador. Y eso, de nuevo, genera nuevas incógnitas que se pueden mirar desde varios lados. Tyler las contemplaría desde el lado de las cosas ocultas, siempre complejas, eso que se llama devenir. Peirce hablaría de una deducción de lo real que por inferencia se dividiría en «lo realmente real», «lo definitivamente real» y hasta «lo oculto (el devenir)». Uno diría que eso es cierto porque lo que has hecho, antes de ser emitido o incluso cuando se emite, fluctúa además entre una posibilidad de elección entre canales y una última potencia como es la voluntad de apretar un botón y mirar un tiempo. El tuyo o el mundial de fútbol entre muchos. Por lo menos hay terapias y medicamentos para atajar los primeros síntomas del malestar.

Según Jackins, ya en 1939 Margaret Mead atribuía a la cámara la virtud de «no quedar afectada por la progresiva sofisticación teórica durante el trabajo de campo». Odiar la cámara, incluso antes de usarla, porque es alteradora y manipuladora esencialmente (cosa que nadie discute, ésa es su naturaleza), supondría caer en una habitual parálisis antes de empezar a ver lo que se puede montar con sus imágenes. Ya tenemos una cámara, usémosla sin discutirla, como tampoco discutimos el telescopio radioelectrónico o el rayo láser. Su cosecha de imágenes no produce panes milagrosos. Genera caos fílmicos que hay que operar como abscesos.

No obstante, un profesional lo debe conocer. No hay quien le ayude en el trance de reconvertir en una tele-realidad lo que la cámara se traga de la realidad. Nadie a excepción de todo el mundo. Dependerá del programa ya codificado (de lo que pretenda transmitir, de su pertinencia, calidad, impacto, etc.), pero al menos, salvo hacer una tortilla surrealista, la audiencia está preparada para todo desde su más tierna infancia. No hay problema en la recepción de la tele-realidad, pero tampoco en su descodificación. Por un lado está el hábito del telespectador al fraccionamiento, al spot, al videoclip, a la noticia sincopada. Y por otro, el hábito del lenguaje cinematográfico donde, con todas las variantes, se asume hasta la ficción como una cierta realidad, lo cual exime de tener que explicar los tejidos técnicos. Todo el mundo percibe el sentido de un fundido a negro y lo que se acaba ahí, una secuencia, una historia… Todo el mundo descodifica perfectamente un encadenado (que encadena días y hasta historias de años y siglos en fracciones de segundos). Se tiene suficiente experiencia discursiva para notar que, si después de una panorámica de una marina pasamos a un plano fijo de palmeras, no nos hemos movido con la misma estrechez de una cabeza humana y una visión binocular con poco angular, sino con un sentido de elipsis. Seguimos en la misma isla del Pacífico. O si lo que queremos contar es que empezamos un viaje en búsqueda de pescadores, pero luego hay más cosas, no es preciso dilapidar minutos para que echen de una vez el ancla. Un corte (o un paneo globalizante) y ya se entiende, con ese cocotero apaleado, que ahora queremos hablar de los agricultores.

La elipsis tal vez se inventara en torno al fuego cuando el narrador veía que su auditorio paleolítico bostezaba. La elipsis espacial y temporal sustenta el territorio audiovisual que, de lo contrario, quedaría reducido a una de esas filmaciones de supermercado en tiempo real donde sólo al cabo de meses o años se produce el suspense de un atraco en toda regla.

Pongo como ejemplo el llamado plano Manhattan. Un zoom hacia la ventana de un rascacielos introduce una escena de interior sin necesidad de más ubicación y explicaciones. Venimos de la playa, del Oeste, de otra casa, de lo que sea, y estamos en el interior de un apartamento de Nueva York. Sus calidades (de construcción como se dice ahora), su alusión a géneros de vida y hasta de carácter de lo que puede haber dentro, se sobreentienden en segundos.

Imagen superior: «Segredos da Tribo» (2010), de José Padilha © Zazen Produções.

Una escaleta prehistórica

La mejor manera de ver si hay algo de realidad en la tele-realidad es ir por partes.

Primera parte: Pensando e intentando

A) Concepción o alumbramiento

Estado mental de locura transitoria. Uno quiere hacer un documental de tinte antropológico y recibe en ese instante el máximo impacto de la denostada subjetividad. Uno que soñó con los indios en su infancia quiere ir a filmarlos en su madurez (relativa). Aún se pretende más en esta fase de alumbramiento con dolor y sin parto a la vista: encontrar yanomamis en un momento histórico dado, por ejemplo cuando tengas cintas, permisos, billetes aéreos y de los verdes. De todos modos maquinas aún en un estadio previo a los inconvenientes. Deseas ver a los yanomamis sin camisetas (profundidad de campo previa, la más seria, prepárate para una expedición); deseas verlos fuera del contexto de una misión (enfoque espinoso si el misionero controla la pista de aterrizaje y la radio). Deseas encontrarlos en algún apogeo cultural, puesto que te has documentado (p. e. LizotChagnon, Coceo…). O sea, prevés que si se pintan la cara de negro hay que estar atento no vayan a celebrar una reahu o ceremonia de las cenizas. Te preparas más: si por un casual les vieras comer cosas peludas, podría tratarse de haho, arañas monas (migala avicularis); si de repente sacaran palos y se retasen, igual eso es una peirebokosixeyou… Si miran la luna… Ah, si un yanomami mira la luna y lo puedes captar sin flash… Ya lo tendrías todo resuelto, porque con un solo plano puedes transmitir que son los hijos de la sangre de la luna en uno de sus mitos fundacionales.

B) Implantación de una producción

El dinero y los días. No puedes ir en la mejor estación a causa de los permisos: retroceso a soluciones de emergencia. Con la seca igual no pasas las quebradas. Si llueve mucho, no hay quien te lleve o se te empapa el camcorder. Ilustración de estos ejemplos a productores inflexibles en temas económico-organizativos. Respuesta: ninguna. Repliegue estratégico a usar un tiempo y un dinero, lo que tengas, en una tribu si es que llegas. Aquí ya el alumbramiento inicial se queda en una especie de solución acuosa. Con todo, la fórmula infalible en el documental etnográfico es partir de una vez.

C) Transportes y utensilios

Muy cerca ya de una realidad (los tuareg del Ténéré de Níger), la capacidad del depósito de gasolina para tu vehículo y la del depósito de agua para tu equipo te darán la medida exacta de tu trabajo de campo. Puedes llegar al oasis de Fachi, pero no así al de Bilma. De manera que si Bilma es objetivamente superior por su lejanía y mayor pureza ambientales, todo lo que has planeado no hay otra que readaptado a Fachi, que está más cerca de Agadez. Sin embargo, la decepción precodificadora puede transformarse muy positivamente. Aunque hayas caído en el desierto en el tiempo justo, nadie te garantizaba que ibas a ver, como si fuera un espejismo, una taghlamt o caravana de la sal con la que no tenías cita.

D) El caso de la caravana

Quieres hacer un documental más allá de la actualidad. Pero ahora la técnica del trabajo es esencialmente de reportaje. Si no aprietas al cámara para que espabile, y renuncie al plano ideal con el mejor encuadre y luz a favor, la caravana de la sal pasará por tu película sin impresionada. Se convertirá de verdad en algo fugitivo y hasta caerá en el pozo de amargura de lo no dicho. Pero el cámara, un profesional, también accede al compromiso. Es rápido y capta el plano de la caravana a lo lejos. Una vez asegurado, intentamos ir a por más. Al acercarnos, Abu Bakar, el jefe, no sólo detiene la caravana ante las moscas televisivas que brotan de la nada. Accede a muchas cosas, sobre todo a hablar (entrevista), a montar y desmontar del dromedario (secuencias útiles para hablar de su etnohistoria), a informaite de lo que se traen entre manos (cargar takerkast, fochi y otros panes y conos salinos, descripciones etnográficas), de su itinerario (información logística siempre apreciable en la desconocida inmensidad). Y por fin te hace un regalo: va donde tu, a Fachi. De modo que ya tienes el ápice de la historia, no sólo la escaleta y el guión, donde menos lo esperabas.

Imagen superior: «The Hunters» (1957), de John Marshall y Robert Gardner, muestra los esfuerzos de cuatro !Kung (bosquimanos) a la hora de cazar una jirafa en el Desierto del Kalahari © Film Study Center, Peabody Museum, Harvard University.

Segunda parte: Haciendo y rehaciendo

A) Consideración técnica

Ahora [en 1998] usamos video betacam. Un día no lejano será digital. Lo importante es que del antiguo fotograma se haya pasado a una unidad más reducida, el frame. Un frame es un veinticincoavo de segundo, pero reviste una importancia extrema incluso en una televisión que no sea subliminal. Para hacer documentales de duraciones largas (45′ ó 60′), la cantidad de frames (que en su interior encierran gran autonomía y riqueza de información) establece un discurso, que en sí no es que refleje la realidad, sino que la pinta de tan diversa manera que se sale de ella. En primer lugar es realidad captada, o grabada, en movimiento. Se dirá que pasa igual en el cine (con sus 24 fotogramas por segundo), pero el vídeo posee más movimiento en su composición interior. Eso, que ya es motion picture, esencia del cine y la televisión, deslinda la antropología televisual de la estática, la que tiene como soporte un libro, sí, pero también la que ambiciona captar una sociedad, un pueblo, un rito o una función en una especie de plano fijo sustentado por un discurso gramatical.

Por el contrario, la antropología televisual es un fluido motorio permanente donde cada unidad mínima de frame contradice al anterior, y así veinticinco veces por segundo. Si contamos también los dos campos de que se compone cada frame, sería como si éste contuviera 50 imágenes o fotos en su interior, condenando lo apenas visto al pasado. En cuestión de pocos frames todo esto no parece percibirse. Pero nunca hay nada quieto en cine, y menos en televisión, ni siquiera el plano de una foto fija (otra cosa es un congelado), ni siquiera el plano de un cuadro colgado en una pared captado con un trípode de calidad.

Todo el tiempo está transcurriendo tiempo en el tejido de la imagen. Y cualquier cosa que queramos decir respecto a los bosquimanos del Kalahari será siempre de mucho menos impacto que la mera representación televisiva: si ellos fueron grabados, de verdad es que dejaron de existir. Si a esto le añadimos que las grabaciones, para estar en el lado seguro del montaje, constituyen proporciones de 10 horas por 1, por ejemplo (si tienes más producción lógicamente la ratio aumenta), descubriremos la insignificancia de un drop sobre un frame. O lo que es lo mismo, un defecto, gota, raya, doblez de la cinta, en el mejor frame de los 1.500 existentes en un minuto, o en los 90.000 que irán al final de un programa de una hora. Dicho de otro modo, esas ingentes horas de grabación recogen una monstruosa acumulación de imágenes, con sus falsos arranques y arrepentimientos, desenfoques, temblores, inanidades conceptuales, escaseces arguméntales, y también, cómo no, magníficos planos sobre los que operar posteriormente en eso que se llama montaje, o gramática del montaje, pero que en realidad es una forma de escritura.

Imagen superior: «Nanuk, el esquimal» («Nanook of the North: A Story Of Life and Love In the Actual Arctic», 1922), de Robert J. Flaherty.

B) La recreación. Una heterodoxia

Desde Robert Flaherty, a quien hay que rendirle todos los homenajes en este sector, siempre hay dos caminos para interpretar visualmente a un pueblo. Dejar que hagan lo que quieran (fingiendo que no estás con tu cámara) o intervenir. En el primer apartado, sustantivo para una recolección etnográfica, ese pequeño olvido de la introducción de una cámara en un poblado ágrafo (pongamos los bambuti del Ituri) puede llevarse con toda la naturalidad del mundo. Otra cosa es que los bambuti sean tontos, cosa que yo no afirmaría. Si huelen a distancia a un mono, con mucha más razón al blanco que intenta pasar inadvertido tras montarse con su trípode, cámara y cables. Pero bueno, como no hay otra manera de hacer antropología visual más que con la herramienta reglamentaria, el resultado está a la vista de todos.

Con todo, un buen grado de convivencia y entendimiento con un pueblo puede llegar a disimular mucho la existencia de la tele-realidad. De pronto el cámara capta a alguien que no sabe que le filman porque en ese momento se dirige a toda prisa al bosque por una necesidad impelente. Allá a lo lejos una mujer despioja a su hija y como está tan concentrada, aplastando y comiendo lo que encuentra, a lo mejor tampoco se da cuenta de nada. Sin embargo, uno puede llegar a necesitar la colaboración de los indígenas para que se interpreten a sí mismos.

Otra vez la manipulación, que Flaherty hacía magistralmente en MoanaNanook, o Man of Aran. Si no, sin mayores pretensiones, ¿podrían ustedes, señores mursi, volver a cavar con un palo ese mismo agujero y echar allí otra semilla de maíz?

Flaherty lo hacía evidente. Él mismo seleccionó a Nanook como Nanook. También concibió cosas de mucho más alcance que las recreaciones, tales que la cámara no se comporta como un ojo humano, el cual selecciona de un campo de visión sólo lo que le interesa a su humano propietario. «El ojo de la cámara graba de forma no selectiva cuanto se le pone por delante». Y si muchos cineastas fuerzan a la cámara a ver lo que determinan que hay que ver, al menos Flaherty suponía que la cámara veía más cosas. Por eso pudo permitirse el filmar absolutamente todo lo que podía (no sin una comprensión documental «desde dentro») y sólo en fase de montaje se daba cuenta de lo que había hecho y de lo que tenía que hacer. «Ante todo el suyo fue un arte de observación y después de selección», como ha explicado Richard Griffith (3).

C) Cuestiones de posproducción

Encima ahora hay una sofisticada capacidad de posproducción. Igual te encuentras con un generador de efectos que coge una imagen y la reduce a un punto, a un huevo, la convierte en hoja volandera, la invierte, la mete de arriba a abajo. Claro, eso es un abuso en principio. Con todo, al trasvasar, finalmente, el producto de un montaje en una cinta magnética, que va a ser definitiva, lo primero que te preguntas es que si algún día la ve aquel mikea del bosque malgache sabrá reconocerse en ella. O si por el contrario creerá que es otro juego tonto del interés de un blanco por sacarle fotos en movimiento desprovistas de la mínima importancia, dado que ellos, por su parte, carecen hasta de espejos.

En fin, ya estás concluyendo cuando te encuentras en la fase de locución, la yuxtaposición del último estrato de la escritura televisiva. Está lista la imagen y las bandas de los sonidos directos, efectos y músicas. Ahora lo vas a mezclar con una explicación sonora, extraña, que va a acabar por distorsionar el conjunto. Una experiencia: no hay problema. A ese documental se puede acceder por varias lecturas. La máxima es la de quien no pierde plano ni un dato sonoro, ya sea una referencia a un funcionamiento social, una cita al antropólogo que más confianza te merece, aparte de ti mismo, e incluso una coma, un silencio, un respiro. La mínima es la de quien, no interesado por toda esa teoría, igualmente sigue percibiendo el flujo de las imágenes, su ordenación, ritmo y narratividad. Esa que, en suma, ha hecho posible un resultado abierto a múltiples lecturas.

D) Los círculos concéntricos

Efectuar una escaleta que encierre el intento es muy aconsejable. Incluso hay quien prefiere confeccionar un guión antes de haber filmado un solo plano. Me inclino por establecer un guión definitivo a la luz de las imágenes conseguidas. Llegado el caso, hasta mediado el montaje puede verificarse el alcance de continente y contenido, lo que tienes seguro y lo que vas a echarle encima. El guión es un punto de vista, más que otra cosa, por mucho que se quiera llegar al documento objetivo, al documental perfecto. Mis programas son invitaciones a los círculos concéntricos. El más exterior alude a una ubicación o incluso a un relato etnohistórico.

A medida que ceñimos el tema, una tribu, o dentro de ella una ceremonia, los círculos más periféricos responden a descripciones etnográficas genéricas (formas de vida, tipo de viviendas, utensilios, recursos alimenticios). Se reserva para el último círculo concéntrico, que en realidad sería el primero, el que causa la piedra al caer en el estanque, el momento visual y argumental más impactante.

Quizás este último adjetivo llena de rubor y sin embargo es el que ha hecho posible guardar hasta entonces el interés del público: los paganos de Pentecostés se tiran por fin desde una torre.

Imagen superior: «Moana» (1926), de Robert J. Flaherty.

E) Exotismo, espectáculo y otras especies

De nuevo todo esto ya se puede encontrar resuelto en Flaherty. Cuando viaja a Samoa tras el éxito de Nanook,Flaherty tiene claro que buscar y encontrar the spirit of man es mucho más importante que lo demás. «Empezamos intentando explorar la vida de la gente, para penetrar en las cosas que tenían un significado vital para ellos». Sólo mucho después Flaherty se encontró por azar con Tu’ungaita, la protagonista de Moana, la película documental rodada en el poblado Safune de la isla Savai’i.

Cuando he podido realizar documentales en los mares del sur, yo también esperaba un encuentro con una eva que iluminara el conjunto. Pero no disponía de dos años, como máximo de un mes, de forma que siempre reculé hacia la posición flahertyana de filmar todo lo que se mueva. Ya encajaría después el loto y el tubérculo.

Sobre todo tenía muy presente una cosa: cualquiera que fuera el grado de aculturación que me encontrase en un pueblo melanesio, tenía resuelto el mayor problema. No se puede ir más lejos desde España que a sus antípodas y por lo tanto cualquier forma de vida humana emergería como interesante nada más llegar. Incluso en el instante de llegar estaría empezando ya la propia vuelta. Y ese retorno imaginario, no sólo de mi viaje, sino de las imágenes, es lo que pretendía mucho antes de pensar en la emisión.

Si a eso se añade que a veces mis temas han sido versiones de los cargo cults existentes aún en Vanuatu, que los paganos de Pentecostés hubiesen vuelto al paganismo no sólo era un handicap, sino que precisamente ese desvestimiento voluntario (el nuevo paipis, o estuche peneano, en vez del antiguo bañador colonial) otorgaba el máximo grado de exotismo y espectáculo en sí mismo, sin necesidad de insistir en primeros planos sobre ciertas partes.

De manera que lo exótico, otra nitroglicerina de transporte peligroso, es según lo enfoques. Siendo español y con una experiencia visual desde niño en la llamada fiesta nacional, que consiste en matar toros, en mi posterior caminar televisivo por el mundo sólo se ha producido una especie de descenso del clímax. He llegado afortunadamente muy tarde a la historia para filmar ollas caníbales. De modo que cualquier otro ritual, por violento y sanguinario que fuera, al menos a mi no me impresionaba lo suficiente como para poner pegas a priori. Y esperaba que sucedería lo mismo con mi audiencia básica, española e hispanoamericana, aunque luego se extendió a otros ámbitos con pases de las series de Otros Pueblos por treinta cadenas internacionales.

Conocía nuestros picaos de San Vicente de la Sonsierra (Rioja) cuando vi flagelarse a los chutas en homenaje a Hussein. Conocía el paso del fuego de San Pedro Manrique (Soria) como para sentir una conmoción distorsionadora al grabar los duros rituales cingaleses de Kataragama. Si allí no sólo pisaban fuego, sino que algunas adoradoras de Kali se metían en la boca pastillas de alcanfor ardiendo, ya todo era cuestión de grados de temperatura de color (grados kelvin), de temperatura mística (trances vistos como enajenaciones transitorias) o de temperatura tropical (ésa que, antes del monzón, constituye exactamente la raíz de por qué hacen esos ritos tan recubiertos y enmascarados luego de citas a sus dioses).

Notas

(1) Clifford GEERTZ, «Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social». Stephen A. TYLER, «La etnografía posmoderna: de documento de lo oculto a documento oculto», Carlos REYNOSO (comp.), El surgimiento de la Antropología posmodema(México: Gedisa, 1991), pp. 63-77 y 297-313, respectivamente.

(2) Theodor W. ADORNO, Sobre la metacrítica de la teoría del conocimiento (Barcelona, 1986)

(3) Richard GRIFFITH, The world of Robert Flaherty(London, 1953).

Copyright del artículo © Luis Pancorbo. Editado originalmente en «Revista de dialectología y tradiciones populares», vol. LIII, nº 2. Reproducido en Cualia.es con licencia CC por cortesía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Luis Pancorbo

Periodista, viajero y documentalista, Luis Pancorbo es autor de la serie Otros pueblos, difundida en una treintena de países. Fue corresponsal de RTVE en Roma desde 1968 hasta 1975, y en los países escandinavos entre 1975 y 1977. Participó en espacios como "Los Reporteros", "Dossier", "En portada" y "Objetivo".
Es autor de los libros "Ecoloquio con Umberto Eco" (1977), "Los hijos del fuego" (1986), "Los viajes del girasol" (1989), "Rituales. Las Máscaras del Sol" (1998), "Abecedario de antropologías" (2006), "El banquete humano. Una historia cultural del canibalismo" (2008), "Auroras de medianoche. Viaje a las cuatro Laponias" (2013), y "Mapamundi de lugares insólitos, míticos y verídicos" (2015), "Al sur del Mar Rojo. Viajes y azares por Yibuti, Somalilandia y Eritrea" (2016) y "Caviar, dioses y petróleo" (2017), entre otros.