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La pervivencia del cuento (En torno a «La forma del agua» de Guillermo del Toro)

Los cuentos, nada se diga de los mitos, se necesitan casi como el comer. No hablo de las historias de la posverdad que nos inunda, tampoco de las fake news. Ni siquiera de las tergiversaciones políticas a fin de pintar un país en un momento mejor de lo que realmente es. Hablo de cuentos contemporáneos, pero siempre intemporales, que logran prender en la imaginación del público. Traspasan la enorme capa de mensajes, memes, y un sinfín de entretenimientos digitales que inciden en la nada más repetitiva. O en la futilidad. Es todo ese imaginario que nos puede llegar de las pantallas, grandes o pequeñas, o de las aún más reducidas de los móviles, y que raras veces cristaliza en un cuento valioso, pues hablar de mitos seria pretender mucho consenso en épocas disgregadas como ésta.

Pero ya se sabe que la sociedad, si no la naturaleza, se encuentra en un perpetuo desequilibrio, necesitándose ajustes constantes. En tiempos menos eficientes desde el punto de vista cibernético, los mitos y los cuentos jugaron un gran papel restaurador o estabilizador. Hoy, en la nueva selva electrónica, que un cuento se afiance, o simplemente interese, y gracias a una película, se puede considerar un éxito. Y es lo que logró La forma del agua (2018) tramando con gran habilidad muchos niveles de descodificación.

Su director, el mexicano Guillermo del Toro, presenta un cuento en esta época tan materialista, y tan poco seguidora del materialismo cultural, buscando ante todo reproponer a los espectadores la necesidad de la imaginación. Eso ya está inventado desde la Odisea, habrá quien diga. La bella y la bestia, otra referencia ineludible, se modifica ahora mediante el saurio de dos piernas y la dama. El nuevo King Kong se ha puesto verde y escamoso y lo han pescado en una laguna suramericana donde era como un dios adorado por indios innominados que le echaban flores y frutas.

Como ya no hay éxito sin una costra de polémica, a Del Toro le acusan de plagar una obra de teatro de Paul Zindel. En tanto se dilucida o no esto, el cuento que filma Del Toro con una original plasticidad bebe también en las fuentes de Perrault y Grimm que bebían en otras anteriores, pero su ambición estriba en estimular la cansada fantasía occidental, ahíta de videojuegos de consola, y de comecocos, pero tan huérfana de esos núcleos narrativos de más fuste que antes se fijaban por generaciones mediante altos mitos o sencillos cuentos. Y la vuelta de tuerca es que el monstruo de Del Toro resulta más humano que su verdugo, el policía militar, mientras la mujer muda es la más hermosa en su discapacidad. Y en su humildad de mujer de la limpieza es una princesa que ya no besa a un sapo, ni se despierta como Blancanieves, sino que logra aparearse y fundirse con un ser imposible de catalogar. Y en algún espacio-tiempo.

Si avanzamos un poco sobre las huellas, y a veces cicatrices, que nos han dejado los cuentos, lo crucial en La forma del agua no sería la liberación por el amor. Su mayor eficacia para conseguir ser un cuento de verdad es simplemente la lucha del bien y del mal, del bueno y el malo. Es por fin algo en blanco y negro, claro y nítido, aparte de que en otro ámbito, el de la propia realidad, lo que preponderen sean los grises y otros colores.

La valentía de alguien como Del Toro hace que lo bueno, y la esperanza, se encarnen en un monstruo anfibio y a la vez jadeante, y además encadenado y herido, y enamorado, pese a su doble sistema de branquias y pulmones. O lo que tenga a ese respecto respiratorio. Y al margen de su ambiguo aparato sexual. Y sin embargo, el malo, malísimo, es un alto vigilante de un laboratorio secreto norteamericano durante la Guerra Fría. Él representa el mal absoluto con su inhumanidad, basada no sólo en su crueldad sino en su mediocridad, y en su tiranía con los de abajo y su viscosa adulación a los de arriba. Tan pérfido es que deja pálida a la bruja caníbal de Hansel y Gretel.

Pero si nos arrimamos al mito veremos que sus figuraciones siguen siendo de gran solera en ciertas lagunas suramericanas, que se creyeron pobladas por seres fantásticos.

Imagen superior: Reserva Ecológica Cotacachi-Cayapas, Ecuador.

En Ecuador los visitantes que van a Cuicocha, la laguna de los dioses, al pie del volcán Cotacachi, pueden ver maravillas ecológicas aunque ni rastro de las divinidades que le dan nombre. El mito ha sobrevivido mientras la realidad sigue su camino. Por eso tiene tanto valor quien recoge y ordena, como el antropólogo Lévi-Strauss, en su Historia de Lince, mitos amerindios tanto del norte como del sur del continente que llevan a parejas de hermanos gemelos a un deseo inexorable de similitud, es más, de total identidad. No hay rastro ahí, ni vaso comunicante, con Cástor y Pólux, los Dioscuros europeos que sustentan su más íntimo afán en ser iguales absolutamente. Los gemelos amerindios, nos dice Lévi-Strauss, no se debaten por confluir sino por divergir. Es la búsqueda de la otredad lo que se ansía de nuevo. Y lo que Guillermo del Toro insinúa en su cuento es que lo más divergente incluso como especie, puede converger en ese punto de singularidad donde reina lo bueno sobre lo malo. Lo cual parece que se daría en un mundo donde una mujer tiene que adaptarse a vivir bajo el agua sin ser una sirena de nacimiento. Un cuento, sí, pero con ese tipo de verdad imposible que al menos no es la mentira habitual.

Imagen superior: Lévi-Strauss en «Apostrophes» (4 de mayo de 1984).

La película de un talento mexicano es de producción norteamericana, y en EEUU, donde a veces es admirable la libertad de crítica y autocrítica, es donde se cuestiona, incluso por parte presidencial, el cambio climático. Hay que tener otra clase de agallas, no las del saurio bípedo, para no creer que sea cierto el calentamiento global. Eppur si muove, decía Galileo. En junio de 2017 se tuvieron que cancelar cincuenta vuelos en el aeropuerto de Phoenix porque la temperatura había llegado a los 48º centígrados. Según los expertos, el air lift de los aviones, momento clave del despegue, se hace mejor con aire frío (más denso) que con aire caliente, nada se diga que con aire achicharrante de Arizona. Ya refrescará. Pero el saurio de Guillermo del Toro no va a ser el salvador. El suyo es un cuento de nadar.

Copyright del artículo © Luis Pancorbo. Reservados todos los derechos.

Copyright de las imágenes de «La forma del agua» © Fox Searchlight Pictures, TSG Entertainment, Double Dare You, 20th Century Fox. Reservados todos los derechos.

Luis Pancorbo

Periodista, viajero y documentalista, Luis Pancorbo es autor de la serie Otros pueblos, difundida en una treintena de países. Fue corresponsal de RTVE en Roma desde 1968 hasta 1975, y en los países escandinavos entre 1975 y 1977. Participó en espacios como "Los Reporteros", "Dossier", "En portada" y "Objetivo".
Es autor de los libros "Ecoloquio con Umberto Eco" (1977), "Los hijos del fuego" (1986), "Los viajes del girasol" (1989), "Rituales. Las Máscaras del Sol" (1998), "Abecedario de antropologías" (2006), "El banquete humano. Una historia cultural del canibalismo" (2008), "Auroras de medianoche. Viaje a las cuatro Laponias" (2013), y "Mapamundi de lugares insólitos, míticos y verídicos" (2015), "Al sur del Mar Rojo. Viajes y azares por Yibuti, Somalilandia y Eritrea" (2016) y "Caviar, dioses y petróleo" (2017), entre otros.