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Fantástico, fantasía, fantasmas

¿Existe la literatura fantástica? ¿Acaso toda la literatura, en su conjunto, no lo es? ¿Quién ha dicho que la novela realista no tenga la fantasía entre sus componentes necesarios?¿Y de dónde proviene la idea que fundamenta eso que llamamos género fantástico?

Sostendré en estas páginas la opinión de que la literatura fantástica no existe fuera del sistema de la literatura realista, como literatura no mimética. Ello implica que rechazo la existencia de la literatura fantástica como un objeto válido, con realidad ontológica suficiente, siendo más bien la contrafigura que permite afirmar la figura, dentro de una estética determinada y en relación a ella, fuere para sostenerla o cuestionarla.

La literatura fantástica existe para el realismo o el contrarrealismo. Conviene, antes, que acordemos rápidamente lo que se dirá acerca del realismo.

Entiendo por tal la literatura que funciona en relación a un referente exterior al discurso, llamado realidad. Esta se halla constituida de antemano, es anterior y, de nuevo, externa al discurso. Tiene una consistencia, una naturaleza y unos límites precisos, que abordan algunas disciplinas científicas, y estas categorías se suponen admitidas por el autor y el lector.

El discurso de la literatura realista recibe, por reflejo, su realidad de aquella realidad primaria y «real». El discurso sólo tiene una realidad segunda e ideal. Funciona como el registro documentado de un estudio sobre la primera, patente en la segunda. El realismo se identifica con la literatura en general.

Las categorías que necesitan especificarse son accesorias o laterales. Literatura para mujeres, para niños, de viajes, de divulgación, amena, instructiva, fantástica. Historias de fantasmas, de monstruos, de hadas y de gnomos. La verosimilitud es la piedra de toque que habilita para comprobar la ley del metal literario, si es oro de buen quilataje o mera aunque vistosa chafalonía.

De lo dicho puede seguirse que la cuestión de lo fantástico en literatura sólo data de fechas recientes. Digamos, de la época ilustrada, cuando se acuñan las categorías de lo verosímil culto y lego, los textos en que creen los letrados y los textos en que creen los palurdos.

Historia y literatura

No es casual que, por las mismas fechas, con Vico y Herder, se empiece a razonar la Historia como ciencia. Las relaciones del discurso literario con la realidad y las del discurso histórico con el pasado se establecen, filosóficamente, hacia las mismas fechas. Es útil una breve detención en el inciso.

Durante siglos, la Historia no se ocupó de narrar lo que realmente había ocurrido en el pasado, sino aquello que se consideraba el «pasado útil», los fastos de la Historia, las gestas y vidas cuya evocación resultaba educativa para las generaciones actuales. A nadie desvelaba probar nada de lo dicho.

Si acaso cuando se tomaban en cuenta los textos inspirados, como la Biblia o el Corán, se les concedía el valor probatorio que se atribuye al Verbo Divino traducido por los profetas y testigos de la Buena Nueva. Desde luego, era impensable hacer búsquedas documentales que pudieran contradecir, ni siquiera corroborar, lo dicho en las Escrituras. Algo similar puede concluirse respecto a la literatura. A los poetas antiguos poco les daba que las erinnias, las ménades o las esfinges hubieran existido alguna vez como los caballos, los leones y los persas. Dante no pretende que su Infierno empiece o termine en algún lugar del mundo. Si alguien lo hubiese descubierto en su tiempo, tampoco le habría producido perplejidad.

El doble orden real / fantástico no era una categoría vigente. El arte era verdadero o falso ante el Juicio estético o moral (sin excluir la censura religiosa, claro está) pero permanecía ajeno a su confrontación con la experiencia cotidiana.

Magia en el Siglo de las Luces

La Ilustración, en cambio, se afana porque el arte no distraiga las mentes en vanas quimeras: ha de ser pedagógico, revelar las formas bellas ideales que hacen comprensible la realidad.

Una realidad, si se quiere, unidimensional o, al menos, unilateral, con limites precisos, medidas asequibles, caracteres legales, todo ello en el dominio de la pura razón dentro del campo de los sentidos. Por cierto, los hombres del Iluminismo no estaban dogmáticamente seguros de sus límites. Como puntillosos racionalistas o empiristas que eran, permanecían alertas a cualquier cambio que los nuevos descubrimientos y experiencias pudieran aportar a su imagen del mundo.

El XVIII es un siglo en que menudean los estudios de aquellos fenómenos que, para el saber de la época, se pueden considerar «paranormales». Magnetismo, mesmerismo, extravagancias de Saint Germain, Balsamo o Cagliostro, a veces mera y elegante brujería o arte de birlibirloque, pululaban en los círculos ilustrados.

Esta ambivalencia iba, pues, desde la necesidad de un cuadro recortado y preciso del cosmos, lleno de «cosas claras y distintas» a la incertidumbre real acerca de las fronteras de lo conocido, cubiertas de brumas y penumbras.

Ya entonces, un hombre genial, poco amigo de extremos y frecuentador de los clásicos, Goethe, dio en el clavo: lo fantástico y lo habitual son inseparables en la literatura. A su vez, a mediados del Setecientos, se traduce en Alemania el Coloquio de los perros cervantino, donde ya se anuncia un «caso portentoso y jamás visto». Un monstruo barroco, un perro que habla pero, a la vez, algo que, visto una vez, deja de ser inédito y se incorpora a lo sabido. Con ello, Cervantes relativiza lo insólito, quitándole carácter objetivo. La cuestión está, pues, en torno a mundos cerrados o abiertos, unidimensionales o pluridimensionales.

Paralelamente, porque el XVIII es un siglo revolucionario, con la formación de una sensibilidad naturalista y sentimental y, en sus últimos años, con la aparición del Romanticismo, se construye el paisaje de tensiones intelectuales que produce la Revolución Francesa. Por un lado, lo «fantástico» a los ojos de la Ilustración abre la curiosidad por lo desconocido y conjetural, acompaña al movimiento revolucionario, en tanto la sociedad cambia y cambian también sus utensilios mentales. Por otro, lo fantástico es contrarrevolucionario, adopta el culto por los fantasmas como alegorías de una Historia muerta que se lamenta como buena.

En el espacio de la novela gótica anglosajona, se vuelve hacia los restos de la Edad Media y los anima con apariciones que demuestran su supervivencia, así como Walter Scott había mostrado su panoplia de virtudes y colores. De tal forma pueden releerse los textos de Tieck, Von Arnim, Hoffmann, etc…

La fantasía a la luz del psicoanálisis

No es casual que la crisis de fines del otro siglo vaya de la mano con un montante de literatura no mimética (Kubin, Kafka, Meyrinck, Hofmannsthal, Ewer) que se desenvuelve paralela al psicoanálisis. En el medio se desarrolla, vigoroso, el realismo. La fantasía se orienta agresivamente hacia el mundo exterior o se vuelve hacia el interior, acuciada por la angustia de la identidad.

Precisamente, alguna corriente contemporánea pretende fundar la literatura fantástica en la categoría freudiana de lo siniestro (das Unheimlich) que Freud desarrolló, como siempre, a partir de una sugestión literaria, Hoffmann en el caso.

Creo erróneo el procedimiento, pues un género se identifica por su estructura y no por su temática. No obstante, los escarceos freudianos (en dicho estudio y en El poeta y la fantasía) son útiles a nuestro asunto. En primer lugar, porque señalan el lugar de la fantasía en el proceso de la invención artística.

El freudismo vulgar suele ocuparse de él manejando un supuesto esquema de sublimación. El arte sería la manera institucional e inocua de realizar, de modo desplazado y sublime, los deseos socialmente inaceptables. En rigor, Freud dice algo así, pero perfectamente al revés. El arte es el resultado del deseo de realizar una obra de arte. Una vez concretada, en ella se identifica el deseo. El mismo sujeto que ha soportado todo el trámite es el último en enterarse, si ello ocurre.

No es que Goethe, enamorado de Lotte, que está prometida a un tercero, escriba el Werther para realizar oblicuamente su amor, y así acabar con las ganas de poseer a Lotte. Lo que lleva a Goethe a escribir el Werther es el deseo de escribirlo, y en el campo de signos que produce se aparece inscrito el deseo de acabar con el suicidio de sí mismo, que responde al amor de la mujer inalcanzable. Es decir, al amor cortés.

Werther se suicida para realizar su amor incorpóreo, mejor dicho, su amor que se corporiza en la muerte, para realizarse como amante muerto, para unirse con la amada en la muerte. Este cadáver del amante fantasma es el que conoce Goethe cuando ha escrito su novela. No es, pues, que el objeto se desvíe de lo prohibido a lo permitido (Goethe evita el adulterio suicidándose en Werther), sino que se identifica al realizarse en el texto que le sirve de espejo. La fantasía es el objeto textual de un deseo «real». El placer estético resulta de ese conocimiento del objeto velado por el propio encanto de lo deseable. Esta construcción coincide, en estructura, con la categoría de lo siniestro.

Lo Unheimlich (que los franceses traducen como «inquietante extrañeza») es lo que carece de Heim, es decir, de hogar, de lugar doméstico. Lo que no tiene hogar es lo que no pertenece al mundo de objetos cotidianos, de presencias diarias y reconocibles con que comercia el sujeto. Pero no es cualquier cosa o presencia extrañas. Es algo ajeno que provoca esa inquietante extrañeza porque tiene algo de familiar, un aire de parentesco reprimido negado, olvidado. Es un reconocimiento mediado por la prohibición lo que produce la sensación de siniestro.

Es, por tanto, lo que sucede al realizarse la obra de arte se está en presencia de un espejo, el cual se identifica por el tenue velo que lo cubre. Lo bello y lo siniestro (lo ha explicado Eugenio Trías en un agudo ensayo que lleva tal título) actúan por medio de mecanismos similares. La fantasía, pues, resulta un componente de arte.

El arte es todo él, fantástico, en sentido referente inmediato es ese deseo seguro y ciego que cobra el sentido de la vista cuando choca contra el espejo fantástico que el arte le tiende. Ese deseo arrastra un complejo de componentes igualmente reales, pero el texto en que se mira no es, para él y para nosotros, que lo leemos, menos real que todo lo demás.

El lugar de la obra no es una cámara lúcida en que se reflejan, fantasmales, las cosas del «mundo exterior». Es un componente de dicho mundo, el espejo del deseo que teje los impulsos de la historia. Por mejor decir, de las dos historias, la que se cuenta en el cuento y a que se escribe con hache mayúscula.

Lo extraño, lo misterioso y lo siniestro

Aparte de las elaboraciones teóricas que pretenden fundar la literatura fantástica en su temática (lo cual es inoperante, como se dijo ya, ante el fenómeno del genero) hay otras, que acuden a la actitud modélica del lector o a la confrontación con la realidad, legalmente entendida como un sistema cuyas normas son plenamente conocidas y, por lo tanto, resulta una entidad continua (la realidad es siempre la misma realidad) Garleff Zacharias Langhaus (Der unheimliche Roman um l800) hace un inventario de variantes de la primera categoría: lo extraño como forma de lo siniestro, lo amenazante como una forma de inseguridad física, lo misterioso y la supremacía del adversario, posible expresión enésima de lo siniestro.

En su conocido y citado estudio Introducción a la literatura fantástica, Tzvetan Todorov juega con la noción del «lector inconcluyente». Este lector no es lector real, aquél que algunos teóricos pretenden esencial para la existencia del género en cuanto portadores de reacciones típicas, y así la literatura fantástica es la que (siempre, a cualquiera y en cualquier lugar y hora del día) provoca en el lector sentimientos de angustia, terror, miedo, etc.

El lector de Todorov es virtual, está en el texto como una función textual más, es el llamado «lector implícito». A este lector se diriige la literatura fantástica como tal. Todorov exige que dicho lector acepte la realidad de los personajes actuantes en el texto (los actantes si se prefiere) y que, al tiempo, comparta el estupor de dichos personajes ante ciertos elementos de la narración, que nunca se sabrá, a ciencia cierta, si son sobrenaturales o naturales. Es un lector que debe sentir, pues, tanto a la realidad de unos como a la ambigüedad de los otros. Esta construcción tropieza con dos inconvenientes: uno es la distinción entre natural y sobrenatural, sobre la cual volveremos. Otro es que, si el lector real no encaja en las expectativas textuales del lector implícito, el texto es imposible de leer como literatura fantástica.

Entonces, no es el género el que existe como tal, sino una convención de lectura que, como todas ellas, puede cambiarse según las circunstancias que condicionan dicha lectura.

Polémicas en torno a un género difuso

Ciertos doctrinarios han cuestionado la teoría de Todorov, aunque proponiendo unos recambios que generan las mismas o equivalentes dificultades. Stanislaw Lem (en Phaicon I, l974) achaca a la construcción todoroviana el ser abusivamente generalizadora respecto a la figura del lector y excesivamente estrecha en cuanto al género. También Juli Kagarlitzki (Was ist Phantastik, l977) censura Al búlgaro porque deja en manos del lector la decisión acerca de si los eventos narrados son o no naturales, y los personajes, reales o no.

Demos un rápido ejemplo, tomando un texto que, de movida, parece encajar plenamente en la propuesta de TodorovOtra vuelta de tuerca de Henry James. Allí, la institutriz ve unos fantasmas en el caserón y en el jardín. La ambigüedad propuesta por la narración consiste en que nunca sabremos, definitivamente, si los fantasmas existen objetivamente, si son una alucinación de la institutriz, si son sugestiones maquinadas por los niños, si éstos están endemoniados y su posesión impregna a la institutriz, o si, directamente, los fantasmas son «mentiras» del narrante para embrollar la historia, sostener la tensión y despistar al lector.

Hasta aquí, todo son astucias de James para contarnos varias historias con una sola serie de noticias, lo cual es la esencia de la ambigüedad. Quedémonos con los fantasmas y la posesión diabólica. Allí se produce el espacio de la ambigüedad, pues no sabe la institutriz, como no lo sabemos los lectores (porque ciertamente no lo sabe el narrante) si los fantasmas y la posesión pertenecen al mundo natural o al sobrenatural Bien, pero es pensable que los fantasmas existan, es decir, que tengan consistencia química (se ha logrado fotografiar espectros, aureolas, etc) y que también exista, real y mundanal, el Diablo, como sostienen ciertas religiones. En estos extremos, la ambigüedad cesa ¿Dónde queda, entonces, la objetividad del género fantástico?

Otra zona de la teoría, como adelanté, se orienta hacia lo fantástico en tanto opuesto a lo verosímil habitual y a lo legal de la vida cotidiana. El citado Lem, en Phantastik und Futurologie (l980), relaciona lo fantástico con lo inconmensurable, algo que parte del interior del género y se expresa, luego, en él. La propuesta es seductora. Lo inconmensurable, lo indiscreto, lo inefable, siempre atraen al personal. Pero de poco sirven, repito, para acreditar la objetividad de un género.

No es pensable una literatura que se ocupe de lo que no tiene medida, ya que el lenguaje siempre la tiene y apenas puede mencionar lo inmensurable. Por eso, cuando debe desarrollar su concepto, Lem cae en una casuística inoperante, mentando «las cosas que no pueden ocurrir en un mundo como el nuestro, de nuestras condiciones, o sea, cosas inverosímiles». El contenido de lo inverosímil carece de objetividad, es una variable histórica muy amplia y una constante completamente abstracta.

Similar es la propuesta de Eric Rabkin (The Fantastic in Literature, l976). Las reglas del relato fantástico, según él, contradicen a las del mundo real. Lo fantástico es lo inesperado, que se logra subvirtiendo las «normas fundamentales». Volvamos a las preguntas sin respuesta ¿Cuáles son las normas del mundo real, cuáles son las reglas fundamentales, cuál es la expectativa de todo lector que, rota, produce el sentimiento de lo inesperado?

Señalo lo que apunté al principio: la literatura fantástica sólo existe como contrafigura del realismo mimético, que se se ocupa de las normas del mundo real y de lo esperado por el lector. Además, cabe preguntarse ¿por qué debe ocuparse éste, a priori, de un supuesto y normalizado «mundo real»?

Lo fantástico y lo verosímil

Roger Caillois (ver Phaicon I, l974) plantea lo fantástico como aquel momento en que el discurso de lo verosímil se desgarra y abre espacio a otra cosa. Parecido es el planteamiento de Thomas Owen (en Phaicon II, l975) que define lo fantástico como la corrosión de lo cotidiano, la brusca irrupción de lo irracional en el orden. O lo «increíble», como prefiere decir Martin Roda Becher (l978). Ya Louis Vax, en su difundido texto sobre lo fantástico (ver Phaicon I, l974) planteó la relatividad de lo fantástico, su carencia de objetividad. Un aparato telefónico podía ser fantástico en l700, pero en la actualidad forma parte de lo cotidiano, aunque a veces resulte prodigioso que funcione.

Vax, en lugar de llevar su razonamiento hasta el fin, vuelve sobre elemento de incierta subjetividad (la angustia que produce lo fantástico en el lector, como si la angustia fuera una reacción mecánica y universal ante un texto).

En casa del carpintero crujen los muebles. La mujer se desvela de terror, percibiendo trasgos y revenants. El carpintero ronca con más volumen y constancia que sus muebles, conociendo cómo se comporta la madera ante la humedad y el calor.

La desemantización de los discursos es un hecho bastante corriente en la historia de las literaturas.

Hasta se pierde y se gana por momentos, por siglos, el carácter literario de determinados discursos. Las descripciones del sistema solar hechas por Ptolomeo y los aristotélicos, son, desde Copérnico, literatura fantástica o simple literatura, descripción de mundos que nunca existieron. Lo mismo en cuanto a las circunferencias de Copérnico desdibujadas en elipse por Kepler.

Los dragones, unicornios y sirenas existían para Plinio, Pomponio Mela o Estrabón, en los confines del imperio. Lutero vio al demonio y le arrojó un tintero lleno de tinta, agreguemos. Hubo expediciones al Dorado durante casi tres siglos. La isla de San Brandán, el Finisterre, Gag y Magog, fueron objeto de otros viajes. Marco Polo vio el Arca de Noé, el ejército del Preste Juan de las Indias y la montaña de jade en que vivía el Gran Khan, que todas las mañanas decretaba la salida del sol. Balzac hizo una minuciosa descripción de la sociedad francesa de su tiempo, que Adorno considera una mera «fantasmagoria sociológica». El pasado, antes de Proust, era una historia que nos habla ocurrido a todos. Desde Proust es una hipótesis que cabe sustituir a cada rato.

Quiero ejemplificar, sin caer en inventarios ilegibles, que un discurso que se desenmantiza carece de un contenido objetivo, fijo e invariable, al menos en el área de su desemantización. Y que ello ocurre no sólo a lo largo del tiempo, sino, también, a lo ancho de la coetaneidad.

Si leo un texto sagrado sin ser un iniciado de dicha religión, para mí el texto puede ser documental o literario. Si Salomón o San Juan de la Cruz son despojados de su orillo alegórico, resultan poetas eróticos. Estas perplejidades han llevado a otros autores hacia soluciones extremas. Aplicando un duro e implacable sociologismo (por ejemplo, el de Lars GustaffsonÜber das Phantastik in der Literatur, l970) se puede concluir que lo fantástico no existe porque se trata de una mera maniobra de la ideología reaccionaria para ocultar la realidad de las relaciones sociales (lo fantástico integraría el haz de fenómenos de la «falsa conciencia» de cierto marxismo).

Aquí el realismo recupera sus fueros, autoritariamente, apelando a la verdad.

Hay una literatura que dice la verdad y otra que miente. Es claro, se abre un problema epistemológico mayor, qué sea la verdad, y otro doctrinario, si la verdad es o no una preocupación de la literatura, o si lo es, meramente, lo verosímil.

Lo fantástico y la trascendencia

Jean-Paul Sartre (Aminadab, capitulo de El hombre v las cosas) considera lo fantástico como el lenguaje que trasciende lo humano. Se trata de una categoría filosóficamente neta, pero literariamente inaprensible. Trascender lo humano ¿cuándo y hacia dónde? ¿Hacia lo divino, hacia lo infinito y eterno, como es aspiración del idealismo, desde Platón en adelante? ¿Hacia futuros estadios históricos?

En la primera hipótesis, es difícil que nada de lo que haga el hombre sea «intrascendente». El hombre es un animal que se trasciende constantemente. La mera inmanencia es animal, no humana. En cuanto a la trascendencia histórica, es de contenido variable, como todo en la historia.

En tiempos de Aristóteles era trascendente, a nivel histórico, la supresión de la esclavitud, que integraba la vida cotidiana de los griegos. Aristóteles incluido (y tan incluido).

Hoy la supresión de la esclavitud no trasciende nada, puesto que no existen ya esclavos. Volvemos, pues, a lo inoperante de categorías que postulan una infinita latitud y que nos llevan a planos de intelección que no pasan por el lenguaje, pues funcionan «toda ciencia trascendiendo».

Fantasía en el Río de la Plata

Es corriente afirmar que el (inexistente) género fantástico ha tenido especial fortuna en el Río de la Plata, sobre todo a partir de la década del treinta. Conviene afinar los alcances de este tópico. Ante todo, a la luz de ciertas ficciones de fines del XIX y comienzos del XX, de talante hipernaturalista o modernista, por obedecer a las etiquetas, en que la aplicación del modelo científico natural llevada al extremo prueba que la ciencia se ocupa no sólo de lo «normal » y cotidiano, sino de lo excepcional y patológico.

Siguiendo al omnipresente Max Nordau, que tanto crédito tuvo a partir, por ejemplo, de Rubén Darío, se veía como misión del genio estético la exploración de zonas de la vida que, por parentesco con la degeneración y la genialidad, daban en la locura. Ficciones policíacas de Eduardo Holmberg, cuentos de Horacio Quiroga, ciertas páginas de Carlos Octavio Bunge (Viaje a través de la especie), el Lugones de Las fuerzas extrañas y Cuentos fatales, Atilio Chiappori (Borderland), integran el contingente del naturalismo inhabitual, genialoide, visionario, delirante.

También la robusta y segura ciencia natural de la época se planteaba interrogantes y miraba hacia la tiniebla de su propia ignorancia, desdibujando los contornos de la otrora diáfana «realidad».

Borges y sus seguidores han tomado apoyo en algunos de estos textos (sobre todo, en Lugones) para arremeter contra el realismo, sobremanera contra la difusa novela psicológica y contra la supuesta incapacidad de la narrativa contemporánea para contar historias «interesantes». Sus bestias negras son, entre los más ilustres, Proust y los novelistas rusos del XIX.

Hay aquí algunos equivocos que despejar. Ante todo, señalando que la narrativa de Borges y secuaces apunta al cuento y no a la novela, es decir, a un género eventual y no caracterial. La novela sigue a su personaje, o a más de uno, construye, deconstruye o destruye un carácter, según el tipo de narrativa de que se trate.

El cuento narra una historia con un punto de tensión y la subsecuente distensión. Wells o Chesterton son siempre cuentistas, aunque pasen de las cien páginas. Tolstoi y Dostoievski son siempre novelistas, aunque se ciñan a la brevedad del relato (menos de tantas matrices o cuántos folios).

Cuando Borges teoriza sobre lo fantástico (por ejemplo, en el prólogo a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, l940), en rigor lo que hace es teorizar contra el realismo psicológico y la literatura mimética, ésa que se refiere a «lo que todos sabemos». A su tiempo, Bioy (prólogo a la Antología de la literatura fantástica hecha en colaboración con Borges y Silvina Ocampo, l940), identifica lo fantástico, escuetamente, con los fantasmas y el sueño (sic).

Ocurre con Bioy que se somete a la identificación corriente entre vigilia y realidad, como si los sueños no fueran reales, es decir, como si no ocurrieran fuera del sujeto, cuando, estrictamente, los sueños ocurren fuera del sujeto, en el lenguaje, pues sólo sabemos de ellos lo que se recoge en el relato que hacen los soñadores al despertar o al evocar lo soñado, es decir, en la vigilia y el lenguaje.

Viaje al mundo de los sueños

El sueño tiene el mismo mecanismo de la invención estética, según ha explicado con suficiente agudeza el propio Borges. La literatura es un sueño dirigido, un acto en que el sujeto desaparece y toma la primacía el discurso. En el sueño, el sujeto está inerme, detenido por la inmovilidad del cuerpo, no puede reconocerse por su rostro y dispersa su identidad en apariciones extrañas que lo velan y lo señalan, como en el mundo de lo siniestro freudiano. Bioy declara que lo fantástico carece de leyes y de código, que no es un concepto, que apenas puede clarificarse y describirse.

Quitado el sueño, quedan los fantasmas. La narrativa de fantasmas tiene un rol preponderante en cierta zona de la literatura argentina de los cuarenta. Manuel Mujica Láinez (en Misteriosa Buenos Aires y en La casa, por ejemplo), algunos cuentos de Silvina Ocampo y el Bioy de La invención de MorelEl perjurio de la nieve y En memoria de Paulina, José Bianco (Sombras suele vestir), acuden a presencias fantasmáticas, reales o posibles, presentes o mentadas por los demás personajes de la ficción. El fantasma aparece con fecha y lugares, en cierta época y espacio del a literatura argentina. Se lo puede identificar como un síntoma d e crisis histórica, de conflicto en la relación pasado / presente. A veces es una identidad sin cuerpo (el espectro), otras, cuerpo sin identidad, o sea, con una identidad ajena (el reencarnado).

Es un elemento del pasado que no acaba de pasar y quita al presente su prestigio de realidad instantánea, pues lo define, a la vez, como una prolongación Irresuelta del pasado. Explicar o intentar explicar el fenómeno nos llevaría lejos del tema, al mundo de la historia social.

Lo fantástico argentino del cuarenta es, pues, narrativa con fantasmas y no constituye un género, sino una precisa temática. Si se admite una conclusión, volverla al principio.

Conviene eliminar la categoría de literatura fantástica ya que carece de realidad objetal y lleva a plantearse falsos problemas e inútiles búsquedas.

No debe confundirse la fantasía con el sueño ni con la perplejidad, y hay que quitar del centro de la producción artística la trasnochada categoría de mimetismo y fidelidad a un supuesto referente, anterior y exterior a la literatura, un referente compacto, constante y siempre igual a sí mismo.

No es misión de la literatura reflejar la realidad, aun suponiendo que supiéramos a ciencia cierta qué es la realidad y contáramos con un fiable y preciso instrumental de reflejos.

Por el contrario, la misión de la literatura es construir complejos significantes, que puedan emitir significados variables a lo largo de la historia, como si acabaran de ser producidos.

La fantasía no es una categoría especial de objetos literarios, sino un componente necesario de toda literatura, de modo que literatura fantástica es un pleonasmo equiparable a literatura literaria.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")