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En el centenario de Franz Kafka (1883-1924)

El adjetivo kafkiano se ha popularizado, no sin correr su condigno riesgo, el de la vaguedad semántica. Algo grotesco que nos causa gracia, una sensación de absurdos, un trámite administrativo demasiado complejo, un desorden de cualquier clase suelen ser calificados aludiendo al escritor checo. Desde luego, si en parte todo lo anterior puede kafkizarse, es porque se trata de un objeto o un evento semejante a un mal sueño, sólo que soportado en la vigilia. Kafkiana, pues, es cabalmente una pesadilla diurna.

Alguien se despierta y se halla convertido en un insecto. Vladimir Nabokov, notable narrador y entomólogo a ratos, se encarnizó sin felices resultados en describir y clasificar el bicho kafkiano. Un agrimensor llega a un pueblo desconocido y trata de averiguar, sin conseguirlo, el objeto de su tarea, una construcción enigmática y laberíntica popularmente conocida como El Castillo. Josef K es procesado por haber violado una ley que desconoce. Una ignorancia similar tiene a alguien ante una puerta cerrada sin darse cuenta de que le está destinada para acceder a un lugar que asimismo le ha sido adjudicado. En una colonia penal malviven unos condenados por delitos inescrutables.

Estas poblaciones subrayan su perfil si se apunta que son fragmentarias, a veces inconclusas, como si la Historia de sus historias fuera inenarrable. Con facilidad adjudicamos a Kafka el ser un narrador del absurdo, de mundos en que no hay razón o no es, al menos, la razón suficiente de los filósofos. Los suyos son orbes sin ley, sin normas, sin paradigmas. En esta situación que un sociólogo denominaría anomia, el desorden y lo incomprensible parecen denunciar, en efecto, la carencia de la Ley, siquiera de un manojo de leyes.

Acaso sea cierto y, como acostumbra suceder, también lo contrario. Hay una ley, la Ley, que hace del mundo un cosmos, algo estructurado y organizado. El detalle es que tal legalidad es ajena al entendimiento humano. Algunos lectores de nuestro escritor concluyen que su narrativa contiene una inquietud religiosa, tal vez de origen judío como su autor. Más anchamente puede pensarse en las religiones monoteístas: un Dios creador sólo es concebible como el único y supremo legislador. Su inteligencia infalible e inconmensurable no es correlativa a la del ser humano, limitado y errático. Sólo un místico podría confundirse con ella pero ya sabemos que, de tales confusiones, los místicos sólo suelen dar confusas referencias. No es el caso de Kafka, cuya prosa es sencilla y tan transparente como puede ser la humana palabra.

En este punto se sitúa quien lee a Kafka como un épico de la muerte de Dios, el geógrafo de un mundo que se ha quedado sin creador y dejado en la extrema orfandad a su criatura: el hombre moderno, librado a su suerte y a su angustiosa libertad sin leyes por cumplir o por desobedecer. Su vida se parece, por paradoja, a la pesadilla diurna aludida al comienzo. Un contemporáneo de Kafka, concomitante a él en tantos aspectos, James Joyce, hace decir a uno de sus personajes que la historia humana es una pesadilla de la que ansía despertar.

En estas fronteras entre el sueño y la vigilia, la vida empírica y cotidiana que se nos presenta con vocación de absurda, Kafka se da como un heredero de cierto romanticismo, el que se preocupa de la Vida que está en Otra Parte. Va en mayúsculas porque no es un lugar vago y anónimo. Es un país quizás alguna vez habitado y perdido por nosotros. Un país que, en fragmentos y al azar, recuperamos en los sueños. En él vivimos la felicidad de advertir que todo lo existente estaba ordenado por leyes áureas y reconocibles. Fue en algún instante kafkiano cuando tuvimos nuestra primera pesadilla.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")