Dora Maar fue recordada más bien por su vinculación con Pablo Picasso, quien la retrató unas cuantas veces y al cual la ligó una suerte de fascinante dependencia mutua que quizá fuese una manera oblicua y compleja del amor. Su figura en clave picassiana es la de una mujer doliente, serena pero conmovida, a menudo llorosa, objeto de una sucesión cromática que retrataba un alma silenciosa y compleja, alejada de la resignación y de una mudez elocuente. Es uno de los posibles relatos de una vida.
La biógrafa Alicia Dujovne Ortiz (Dora Maar. Prisionera de la mirada. Vaso Roto, Madrid, 2023, 354 páginas), una escritora argentina justamente experta en el género biográfico y en la novela histórica, ha centrado su búsqueda en esa imagen, no para contar la historia de una supuesta Madame Picasso sino más bien por todo lo contrario, sustrayéndola del episodio picassiano y recuperando una vida extensa, productiva y, a su manera, desafiante y personalísima. Si cabe en una impresión visual, es la de una mirada que se levante ante la mirada del pintor y se libera de la habitual fragilidad sumisa de las mujeres que pertenecieron a la biografía axial, la del genio, el personaje decisivo que define la pintura del siglo XX.
Picasso, entonces, sin perder importancia, no deja de ser un personaje lateral en el curso vital de Dora. En efecto, ella fue, por parte, una excelente pintora y, en especial, fotógrafa, fácilmente enrolada en la dorada serie de ese arte que se plantó en el espacio estético en primera fila, junto a Man Ray, Brassaï, Cartier–Bresson y seguidores hasta nuestros días. Dujovne Ortiz articula su relato en torno al motivo conductor de la mirada, la actitud esencial del fotógrafo. Dora se vive siempre como mirada, es decir atentamente observada por los demás, desde su niñez y en ese mirar ajeno se vive dramáticamente porque ser mirado es ser controlado por algo o alguien superior a ella pero también porque es admirada, digna de ad–miración. Ella, por su parte, activa y productiva, se torna mirona y asegura la perennidad de la vida fugitiva ajena por medio de la fotografía. Retrata a personas identificables, a seres anónimos, monumentos ilustres y callejones anónimos, esplendores domésticos del gran mundo y escenas de la pobreza. El mundo, en fin, puesto a su disposición por medio de su arte.
Con Picasso se mantuvo una relación sin convivencia, sin atisbo de matrimonio, aunque sí de compañerismo crítico, casi de asistencia mutua en el arte de mirar y, en lo afectivo, una realidad curiosa. Él no la quería, no gustaba de ella, ni siquiera advertía su femineidad porque la percibía como si fuera un hombre. Pero en este plano inclinado había un reconocimiento de igualdad pues el pintor siempre trató a las mujeres desde un lugar superior mas vio los hombres como sus iguales.
La autora ha cumplido un trabajo minucioso, ajeno a la fatiga, documentándose en libros y archivos, viajes y ambientes, pero también en entrevistas a menudo muy difíciles de conseguir y desarrollar. Siguió los pasos de Dora desde el Buenos Aires infantil hasta el París de sus grandes encuentros. Así vemos desfilar a una multitud de figuras definitorias de un siglo donde se producen el surrealismo, la guerra civil española, la segunda guerra mundial, la ocupación y la liberación, la militancia de las izquierdas y la convulsión sangrienta de los fascismos. De tal manera es posible situar a Dora mezclada con las inquietudes de la historia hasta su prolongada vejez en que se tornó una devota católica y vivió en una suerte de recogimiento solitario y ensimismado. De tal modo, este libro se suma a la fecunda familia de las biografías dedicadas a personajes aparentemente secundarios pero sin los cuales la historia, la de todos nosotros, resultaría imposible. Dora miró atentamente el mundo y desde sus placas nos sigue mirando porque nos sigue los pasos y nos ad–mira.
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