Cuando Miguel de Cervantes escribe el Quijote, los libros de caballerías ya habían entrado en decadencia. Por aquel entonces, quedaban lejos del gusto popular obras como el Amadís de Gaula (1508), de Garci Rodríguez de Montalvo, el Palmerín de Oliva (1511) o El Caballero del Febo (1555), de Ortúñez de Calahorra.
No obstante, la sátira de Cervantes sirvió para inmortalizar un género –la novela caballeresca– cuya influencia llega hasta nuestros días. Sin duda, los aficionados al género histórico saben de qué les hablo, pero… ¿se han parado a pensar que incluso el western, el cómic de superhéroes y la ciencia-ficción al estilo Star Wars heredan los ingredientes de aquellas fantasías medievales?
No hay mejor representación del caballero que el rey Arturo. Sus lecciones de valor, de galantería y de ética resumen ese ideal caballeresco que aún conserva su vigencia, tanto en el cine como en el cómic y la novela.
Arturo es una invención antigua. Sus primeras hazañas permiten rastrear el origen de las primeras novelas que se conocen. Así lo explica Carlos García Gual: “La propaganda con la que los reyes normandos de Inglaterra, los Plantagenet establecidos tras la conquista a mediados del siglo XI, quisieron glorificar su pasado para competir en prestigio con otros soberanos europeos, apoyó decididamente la entronización de Arturo como el magnífico rey de un tiempo pasado de perdurable esplendor” (Historia del Rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, Alianza Editorial, 1983, pp. 16-17).
A partir del rey Arturo y de los caballeros que lo acompañaron en la corte de Camelot, fue configurándose la materia de Bretaña o temática artúrica, origen y fundamento de la novela caballeresca, tan popular en los siglos XII y XIII.
Uno de sus máximos artífices fue el francés Chrétien de Troyes, que escribió sus romans entre 1160 y 1190. Con todo, suele citarse como verdadero fundamento de la materia artúrica otro libro, la Historia de los Reyes de Bretaña (Historia regum Britaniae, 1130-1136), obra del clérigo galés Geoffrey de Monmouth.
“Sin duda alguna –añade García Gual–, los normandos establecidos en Inglaterra vieron con buenos ojos esta glorificación de un lejano pasado céltico, que rebajaba el prestigio de sus antecesores en el poder –unos invasores bárbaros de unos siglos antes– y confirmaba las pretensiones nacionales del reino conquistado por quien era, en cuanto Duque de Normandía, un vasallo del rey de Francia. Frente a la épica carolingia, difundida por las canciones de gesta y por los historiadores franceses, ahora podían esgrimir otra épica, que se amparaba en la prosa latina de esta Historia venerable” (op. cit., p. 34).
El caballero andante y la cultura popular
La figura del caballero aún sigue viva entre nosotros. Consideramos a Batman el caballero oscuro, describimos a los héroes del western como caballeros andantes y disfrutamos de las novelas de Alejandro Dumas con el convencimiento de que sus héroes encarnan este modelo.
¿Y cómo son los paladines de la novela de caballerías? Para empezar, se trata de –digámoslo así– justicieros que imponen el orden y auxilian a los débiles. Casi no hace falta añadir se trata de tipos galantes, con una refinada educación y una impecable elocuencia. “La corte del rey Arturo –dice al respecto García Gual– será el espejo de toda cortesía, donde los paladines rivalizan con el modelo de todas virtudes, propuesto en Gauvain [Sir Gawain], el perfecto gentleman” (Primeras novelas europeas, Istmo, 1974, p. 76).
Romántico a más no poder, el modelo responde al perfil del príncipe azul, indispensable en los cuentos de hadas. A otro nivel, las hazañas amatorias del caballero son el origen de los esquemas sentimentales propios de la novela popular. ¿Acaso hay un adulterio mejor resuelto que el de Lanzarote y Ginebra? O díganme: ¿Encuentran un amor imposible más conmovedor que el de Tristán e Isolda?
El honor y el valor son las dos máximas virtudes caballerescas, y ambos son puestos a prueba a lo largo de cada aventura. Para someterse a tan dura experiencia, el caballero se fortalece con un ideal trascentende –su lucha tiene una dimensión sobrenatural– y también con el amor de su dama, a la que idolatra.
Walter Scott y otros novelistas del XIX supieron aprovechar ese filón, que asimismo enriqueció las óperas de Wagner. De esta forma, fueron añadiéndose eslabones a esa cadena que comienza en la Historia Regum Britanniæ, se prolonga con Chrétien de Troyes y Robert de Boron –autor de la trilogía Li livres dou Graal–, y encuentra una de sus cimas literarias en Parzival (1200-1210), de Wolfram von Eschenbach.
A partir de la tradición artúrica reunida en el ciclo de cinco volúmenes que llamamos La Vulgata (1230), la novela caballeresca inglesa alcanza su cénit en La muerte de Arturo, una obra monumental, publicada en 1485 por William Caxton. Esta creación, debida al genio de Thomas Malory, ha influido en novelistas del siglo XX como John Steinbeck (Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros) y T. H. White (Camelot), y fue llevada al cine por John Boorman en Excalibur (1981). Tomándose mayores libertades, Harold Foster extrajo de La muerte de Arturo parte de la trama de un cómic magistral, El príncipe Valiente (Prince Valiant in the Days of King Arthur, 1937).
La novela de caballerías en España
Del siglo XIII en adelante, sobre todo a partir de la Grande e general estoria de Alfonso X el Sabio, la materia de Bretaña inspiró un buen número de obras en España. Es ahí donde nace realmente el género de la novela caballeresca, cuyas primeras muestras de importancia son la Crónica Troyana (1490), la Tragediade Lançalot (1496) y el Baladro del sabio Merlín con sus profecías (1498).
Para mejorar el efecto de estas obras sobre el lector, sus autores solían presentarlas como traducciones o manuscritos hallados de forma inesperada.
Luego nos referiremos al texto más conocido de nuestra novela de caballerías, los cuatro libros del virtuoso caballero Amadís de Gaula (1508), pero de momento, quédense con algunos autores en la memoria: Garci Rodríguez de Montalvo, a quien debemos la versión definitiva del Amadís y de Las sergas de Esplandián (c. 1496), Francisco Vázquez (Palmerín de Oliva, 1511), Joanot Martorell (Tirante el Blanco, 1511), Feliciano de Silva (Lisuarte de Grecia, 1514), Gabriel Velázquez de Castillo (Clarián de Landanís, 1518), Gonzalo Fernández de Oviedo (Claribalte, 1519), Jerónimo López (Clarián de Landanís, 1524), Pedro López de Santa Catalina y Pedro de Reinosa (Espejo de caballerías, 1527-1547), Francisco de Enciso Zárate (Florambel de Lucea, 1532) y Antonio de Torquemada (Olivante de Laura, 1564) y Juan de Silva y Toledo (Policisne de Boecia, 1602).
Como sucede con el cine clásico, que también fue modelo de costumbres, la novela caballeresca popularizó un ideario ético que tuvo indudable importancia entre los lectores del siglo XVI.
En todo caso, asombra pensar cómo esas novelas, con su fantasía desatada, sus vapores de sangre y su bravura, aún sirven hoy para imaginar a uno de aquellos guerreros, nobles de condición y de carácter, que fueron los héroes del Romancero.
La duda persiste: ¿es posible que ese estereotipo literario no esconda más detalles auténticos que un dragón o un viejo mago?
Acaso el interés recóndito que es preciso hallar en tales páginas no convenga tanto al historiador como al buscador de ideas e ideales. Por esto es necesario releer a Johan Huizinga, y también por esto vale la pena seguir a José Enrique Ruiz-Domènec cuando explica que la novela en prosa del siglo XIII “es el resultado de la impresión que produjo en los escritores de aquel tiempo el descubrimiento de la vida errante como principio de la acción social” (La novela y el espíritu de la caballería, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1993, p. 22).
Contexto histórico
Paladines a caballo, adornados con ricos arreos, persiguiendo a un enemigo sobrenatural y escurridizo: ésos son los personajes que pueblan la literatura caballeresca, un género fascinante, en el que casi todo es posible.
El estudio de la evolución del caballero andante incluye la influencia de sus ideales en la sociedad medieval y renacentista. No es casual que su aventura literaria diese lugar a lances históricos de primera magnitud.
Los autores que cultivaron la literatura caballeresca consolidaron un reino de fantasía en el que ninguna peripecia resultaba inverosímil. “La ventaja y el lujo de estos novelistas –apostilla Ruiz-Domènec–, frente a los trágicos griegos por ejemplo, pero también su responsabilidad, es que no hay límites a las acciones de sus personajes, los caballeros de la Tabla Redonda: no hay límites para sus posibles aventuras, esfuerzos, logros o descubrimientos”.
De todo ello se fue enterando la aristocracia, que idealizó a la caballería, pertrechada de un ideario lleno de armoniosa y anacrónica disciplina. Es más: precisamente por eso fueron imponiéndose en su recuerdo los ritos cortesanos, siempre afines a la tradición protocolaria. Con esta certeza, García Gual señala que desde mediados del siglo XII hasta fines del siglo XVI se escribieron y consumieron con fervor las aventuras caballerescas. “La literatura –nos dice– es un arma irónica de cara a la praxis histórica. A los caballeros les hubiera gustado detener la marcha de la historia, resucitando un feudalismo heroico en contra de la burguesía ciudadana y de las monarquías nacionales” (Lecturas y fantasías medievales, Madrid, Mondadori España, 1990, p. 108).
Encandilado con esos antiguos ceremoniales, el poeta Jorge Manrique defiende la caballerosidad con indiscutible aprovechamiento. Así nos lo explica Luis Suñén:
“El alegorismo religioso de la lírica cortesana —escribe Suñén— recurre a menudo a símiles muy relacionados con la vida religiosa institucionalizada. Como veremos al tratar de las Coplas, la guerra y la religión, el servicio de las armas y la vida contemplativa, son los dos polos en que se mueve el anhelo de perfección terrena que sirve de vehículo a la posibilidad de conseguir el honor y las mieles de la otra vida” (Jorge Manrique: Estudio y poesías completas, Madrid, Edaf, 1980, pp. 43-44).
No hay en esta vida guerrera otro remanso posible que la oración. El resto es gloria de armas y juego amoroso. Aún más: dice García Gual que, por aquel tiempo, los caminos de la aventura eran casi infinitos. No obstante, los caballeros, “peregrinos de una búsqueda apasionada, llegaban a tiempo a todas partes. No los detenían mares, vados peligrosos ni imposibilidades geográficas. Erraban a la ventura para alcanzar su destino”. Y es que, a decir verdad, en las novelas de este género “el espacio no alberga distancias, sino prestigios” (Primeras novelas europeas, Madrid, Ediciones Istmo, 1974, p. 17).
Es un hecho conocido que la literatura caballeresca inspiró el espíritu de los cruzados, pero no tantos lectores sabrán que los libros de caballerías tuvieron una notable importancia en la Conquista de América, o por mejor decir, en el ánimo e imaginario de los propios conquistadores.
Ese influjo queda demostrado en el nombre de ese territorio admirable que es California; nombre que fue tomado de una novela caballeresca, las Sergas de Esplandián, escrita por Garci Rodríguez de Montalvo entre los siglos XV y XVI. Sin duda, muchos lectores californianos recordarán ese párrafo gracias al cual su tierra fue bautizada: “Sabed que ala diestra mano delas Indias vuo vna Isla llamada California, muy llegada ala parte del Parayso terrenal…”.
“A tenor de las veces que son citados tanto el autor como su obra –escribe Salvador Bernabéu Albert–, parecería que nos encontramos ante todo un clásico, más aún, ante la estrella del canon literario californiano. Sin embargo, el libro de Montalvo es muy desconocido, poco leído y menos citado fuera del famoso párrafo que comienza con las palabras: A la diestra mano delas Indias, en gran parte por la dificultad de encontrarlo” (Estudio introductorio, Las Sergas de Esplandián, Doce Calles, Instituto de Cultura de Baja California, 1998, p. XVI).
Los manuales de caballería
Como es de imaginar, el caballero no improvisaba su comportamiento. No se dejaba ir a lo loco, sin otro afán que llegar hasta el grado de héroe. Por supuesto, el asunto era más complejo. Para conseguir un despliegue de su mejor carácter, el aspirante precisaba instrucción. Y en este punto es donde cobraban importancia los manuales de caballería.
Uno de los más notables lo diseñó Raimundo Lulio, quien conoció la materia como paje de Jaime I de Aragón y senescal de Jaime II. Fue hacia 1275 cuando el sabio escribió el Libro de la orden de caballería, un prontuario del paladín cristiano muy similar al título XXI de la segunda Partida de Alfonso X el Sabio.
Según destaca Luis Alberto de Cuenca, el manual de Lulio influyó decisivamente en el Libro del cavallero et del escudero, de don Juan Manuel. En sus páginas no hay sitio para los pequeños y grandes vicios, y sí, para el honor y la disciplina.
“Dios ha honrado al caballero –escribe–, y el pueblo ha honrado al caballero, según se ha dicho en este libro; así pues, la caballería es oficio honrado y muy necesario para el buen gobierno del mundo; y por eso el caballero, por todas estas razones y por muchas otras, debe ser honrado por las gentes” (Libro de la orden de caballería, nota prelim. y trad. de Luis Alberto de Cuenca, Madrid, Alianza Editorial, 1992, p. 99).
Otro ensayo compuesto por de Cuenca reproduce la citada Partida de Alfonso X, donde queda de manifiesto que las cualidades caballerescas no se deben exclusivamente a las armas: “Ca la vigilia de los Caualleros non fue establecida para juegos, ni para otras cosas, si non para rogar a Dios ellos, e los otros que y fuessen, que los guarde, e que los enderesce, e aliuie, como a omes que entran en carrera de muerte” (Floresta Española de Varia Caballería, Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 209).
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Publiqué partes de este texto, bajo el seudónimo Arturo Montenegro, en la revista digital del Instituto Cervantes. Reservados todos los derechos.