Dice Natalia Ginzburg que quien escribe corre dos peligros extremos: ser demasiado benévolo y tolerante consigo mismo o, por el contrario, despectivo y rasante. La escritora, que algo sabe del asunto, no busca un término medio entre el juez y el cómplice. Pone, en cambio, el tema en otro espacio: el interlocutor. En efecto, un texto no existe hasta que un lector lo lee y toda lectura es una interlocución, un diálogo donde el rigor y la benevolencia se transfieren al otro, al tercero en el trámite dibujado al principio.
Lo definitorio de la lectura es que el escritor, salvo contadas excepciones a buscar entre amigos y enemigos, no conoce a sus interlocutores, es decir a quienes dialogan con sus textos en fechas y lugares lejanos. Hoy dialogamos con Murasaki Shikibu, una escritora japonesa del medievo. Nos resulta ahora posible viajar al Japón, aunque no al de Madame Murasaki. En cuanto al japonés medieval, escasos lingüistas muy eruditos son actualmente capaces de descifrarlo. Sin embargo, a través de traducciones directas del japonés moderno o indirectas del inglés, accedemos a los relatos de la señora, es decir que dialogamos con ella, que jamás pudo imaginarnos y también con sus traductores y retraductores. Ahí queda eso.
Como se ve, la lectura y, en consecuencia, la escritura que la posibilita, es algo muy indirecto y abundante en mediaciones, aunque parezca inmediato pues basta abrir un libro, un periódico o una ventana de internet para acceder a un texto. Sin saberlo, hemos de atravesar una maraña social de componentes, a contar desde lo más societario que tenemos, que es el lenguaje. Por él llegamos a compartir la vida de los otros, a convivir, a imaginar la casa, el barrio, el planeta y el universo. Y allí nos podemos encontrar con Madame Murasaki, aunque ella ni se entere.
¿Cómo es posible el diálogo o la interlocución con esta gente que existió hace siglos? Ginzburg esboza una respuesta que me permito perfilar: porque la interlocución se da en cada uno de nosotros cuando actuamos como lectores. Somos el texto y somos el lector del texto, lo leemos y él nos lee, tal vez en ese juego de la entrevista infinita de la cual se ocupa Maurice Blanchot. También lo ha hecho respecto al libro que vendrá, el libro que habita en el porvenir. De algún modo, aunque ya haya sido redactado, no está del todo escrito. Le faltan los signos que sus interlocutores colocarán en entrelíneas y márgenes. Sin buena ni mala voluntad, cargados de curiosidades, como si el libro del porvenir nunca hubiera sido leído.
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