Hace cien años se estrenó la película que conocimos en español como El hombre mosca (Safety Last!, 1923, dir. Fred C. Newmeyer y Sam Taylor). Se trata de un clásico del cine mudo, protagonizado por Harold Lloyd. Su secuencia más memorable ocurre en la fachada de un rascacielos, que el cómico intenta trepar hasta quedar suspendido por las agujas de un enorme reloj.
Desde el punto de vista técnico la maniobra fue arriesgada y notable. El actor trepó realmente por una fachada de altura igualmente real, aunque en cada piso le fue instalada una plataforma para atajarlo en eventuales caídas. Estas piezas quedan invisibles para el espectador, como es lógico, pero la altura y el lejano paisaje de la ciudad a los pies de la imagen, son reales. Item más: Lloyd había perdido parte de una mano y un par de dedos de la otra en un accidente con explosivos. Esto explica que siempre actuara con las manos enguantadas de blanco o, por mejor decir, con la mano incompleta y la prótesis enguantadas de blanco. O sea: la hazaña se completa por donde la mires.
El trabajo de don Harold es magistral por su doblez tragicómica y la capacidad del actor para valerse del cuerpo gesticulante y acrobático acompañado por la falta de voz, es decir de palabra verbal, si es que podemos hablar de palabra gestual. En esto, la actualidad del mimo en el cine mudo es llamativa. En efecto, recordamos con admiración a Lloyd y a otros colegas como Charlie Chaplin y Buster Keaton. Al revés, actores y actrices célebres de la época –salvo un cortometraje a cargo de Eleonora Duse– nos resultan ridículos. Hasta la divina Sarah Bernhardt se horrorizaba al verse en películas.
Lo ocurrente en el cine mudo es que se contrataba a histriones de un teatro cuyo lenguaje estaba basado en la corporeidad del bailarín y el canturreo de una voz recitante de especial calidad, dos cualidades que se esfuman al filmarse, por la velocidad de las tomas y la necesidad de exagerar con el gesto lo que falta de recitación. Orson Welles, al comentar la memorable Intolerancia de David Griffith, pionera del largometraje, comentaba que si bien el filme era una muestra del tecnificado siglo XX, sus actores eran del siglo XIX y resultaban inadecuados y anacrónicos.
Entonces llegó Greta Garbo de la mano de Mamoulian en El demonio y la carne, donde se advierte lo que puede hacer con la fotogenia una actriz privada de la voz. Le basta bajar de un coche, vestida de negro y con un ramo de azucenas blancas, para retratar a un personaje. Si al lector no le basta, que mire con atención la escena nocturna en que el rostro de Greta es iluminado por un mechero que le enciende un cigarrillo. Más el éxtasis que le sigue. Esta dualidad de actuaciones se mantiene en el cine sonoro desde sus comienzos. En El ángel azul de Sternberg se ve a Emil Jannings como un gran histrión teatral del Ochocientos, junto a Marlene Dietrich que se muestra como una actriz del cine en el vigésimo siglo.
Harold Lloyd no llegó al sonoro (Sus filmes hablados en los años 30, como ¡Ay, que me caigo! o La garra del Gato no tuvieron éxito). Le faltaba, justamente, cultura de la voz y la dicción. Pero, como había sido el peliculero mejor pagado de Hollywood, se dio la gran vida. Le seguimos agradeciendo que nos asegure la risa histérica que nos suscita su angustia cuando trata de pegarse como una mosca para salvar su vida de mamífero implume. Porque a la hora de los extremos, en el circo como en el resto de nuestras vidas, nada hay más serio que un payaso.
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