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‘El espíritu de la colmena’: el origen de la leyenda de Víctor Erice

En su edición de 1969, el Festival Internacional de Cine de San Sebastián ofició el bautizo profano y público de un cineasta que —sin que el público y crítica cinéfilos lo pudieran aún prever— se convertiría en uno de los más grandes del panorama mundial de los últimos cincuenta años. Nos estamos refiriendo a la obtención de la Concha de Plata a la mejor dirección para Los desafíos. El galardón recayó, curiosamente, en seis manos: las de los jóvenes Claudio Guerín Hill, José Luis Egea y Victor Erice.

Los tres acababan de salir de la Escuela Oficial de Cinematografía y se proyectaban como estrellas luminosas del celuloide, promesas del nuevo cine español. El primero continuó haciendo gala de ello, haciendo méritos con películas innovadoras en apariencia y contenido —La casa de las palomas (1972) y La campana del infierno (1973), pero su carrera quedó trágicamente truncada al precipitarse mortalmente de un campanario mientras rodaba una de las escenas de su último film, que quedó inconcluso.

En cuanto a Egea, fue éste su primer y único proyecto serio dirigido, convirtiéndose Erice en el único de los tres que continuó su carrera como cineasta hasta la actualidad. A pesar de su breve filmografía en cuanto a largometrajes —cuatro hasta la fecha—, es considerado uno de los grandes cineastas españoles y europeos, siendo cada una de sus películas una obra maestra.

Incluso podría decirse que su labor como guionista y director en esta única película citada de autoría compartida lo hace destacar de la aportada por sus dos compañeros. Los desafíos narra tres historias que tienen en común los juegos amorosos entre dos mujeres y dos hombres. El ambiente de todas ellas irá progresivamente enrareciéndose hasta explosionar en violencia y tragedia. Producida por Elías Querejeta —quien apoyará a Erice en sus dos primeros largometrajes en solitario—, el proyecto incluía en sus condiciones la colaboración de Rafael Azcona para la escritura de las historias, hecho que traería más de un quebradero de cabeza a los jóvenes cineastas y también guionistas de estos episodios, condicionando su trabajo. Quien más defendería el derecho a una voz propia sería Erice, hecho que se hace notar en su original episodio: el argumento narra la llegada de unos jóvenes a un pueblo abandonado, siendo acompañados de un mono que hace las veces de comparsa.

Cincuenta y cuatro años después de esta producción y treinta de su último film, Erice nos brinda un nuevo título: Cerrar los ojos. La historia de la desaparición de un actor en el pasado y la progresiva obsesión presente de su íntimo amigo por esclarecer lo sucedido. Entre ambos títulos, estará el desarrollo de Erice como autor y su merecida consagración en la historia de la cinematografía. El título que dará origen a su leyenda será El espíritu de la colmena (1973). Un proyecto que, como dijimos anteriormente, produjo Elías Querejeta —quien también produciría El sur (1983)—, viendo los buenos resultados que el realizador aportó en el proyecto coral previo.

Niñas y abejas

La historia que Erice nos presenta en su primer proyecto propio posee una naturaleza heterodoxa. Su tratamiento como «fábula» o «cuento» — el «érase una vez…» inicial, precedido de los dibujos infantiles de Pablo Núñez que ilustran los títulos de crédito, lo avalan— contiene, como consecuencia, un contenido plagado de elementos simbólicos. Su complejidad conforma su identidad, compuesta de tintes costumbristas, de misterio e incluso de terror; todo ello tamizado por una mirada intimista y serena, elemento primordial para comprender la voz narrativa del creador. Esa perspectiva en la narrativa queda subrayada por el protagonismo de las dos niñas principales, que guían al espectador por buena parte de la historia. Su mirada naif hacia un mundo de extrema dureza como el de la posguerra española sucede a través de las imágenes que ocupan y de la música que las ilustra.

Uno de los aciertos más palpables de Luis de Pablo en su faceta como compositor de bandas sonoras, pues dota a la partitura de un carácter infantil o inocente a la par que misterioso —sin renunciar a fragmentos del folclore popular— y en ocasiones disonante, dominando como instrumentos la flauta y la guitarra —tañida por José Ramón Encinar, también afamado compositor a la par que director—. El espíritu de las niñas será, por tanto, el peso de un lado de la balanza que busque equilibrar, a duras penas, el depositado en el otro platillo de la báscula: el espíritu de dolor y tristeza reinante en los primeros años de la posguerra española, unido a la soledad que habita el pueblo solitario de la meseta donde la historia se enclava y transcurre.

Las niñas Ana e Isabel no estarán solas en esta historia, pues habitarán en su núcleo familiar junto con sus padres, Fernando y Teresa. Ensimismados en sus obsesiones, cada uno de los progenitores adoptará una actitud de aislamiento o exilio interior respecto a sus vástagos: el padre se dedicará al minucioso estudio de las abejas, mientras que la madre dedicará su fuerza o motivación a tratar de comunicarse epistolarmente con un antiguo amor, que parece desaparecido tras la contienda.

Una y otro nos muestran sus inquietudes a través de la escritura, la primera a través de un intento de comunicarse por carta con la pareja previa a la actual; el segundo redactando a modo poético sus percepciones en torno a la vida de los insectos —se observan sus inclinaciones intelectuales a través de objetos que describen su pasado, como una fotografía de juventud donde se le ve junto a Unamuno—. Será por tanto ese nido habitado por seres minúsculos el equivalente a la otra «colmena» formada por los miembros del «clan humano», la casona donde hagan vida común, aunque no siempre se relacionen. En ocasiones veremos esta interrelación entre padres e hijas —Teresa peinando a Ana o Fernando llevando a Ana e Isabel de excursión al campo, enseñándoles las propiedades de las setas—, pero lo preponderante será esa incomunicación entre los adultos y la escasa relación con sus pequeñas.

Éstas llenarán su soledad a través de distintos juegos, conversaciones y aventuras, buscando canalizar la ilusión y vitalidad propias de su edad. Mientras los padres representarán el duro pasado histórico, las niñas personificarán la esperanza depositada en las nuevas generaciones.

Erice se vuelca en ese mundo infantil —al igual que lo hará con la niña Estrella de El sur— porque, de algún modo y como veremos en Le Morte Rouge (2006)soliloquio que trata de su propia infancia—, esa recreación de los primeros años de un ser humano —tan fundamentales en la concepción de las cosas— funcionará a modo de autorreferencia. Un tiempo cifrado, el de su propia niñez, que lo relaciona como niño de la posguerra con el cine, refugio para otros mundos posibles y luminosos. Así se materializa en estas tres historias, a modo de «poemas históricos».

El cine, no obstante, tendrá en Erice y en sus personajes infantiles una consecuencia traumática, pareciendo traer al mundo los fantasmas de la propia realidad. Por eso será uno con sus protagonistas, los filmará dejando respirar a los intérpretes de carne y hueso, llegándoles a dejar ser como son cuando no hay una cámara delante. Como su querido colega iraní Abbas Kiarostami, seguirá esta norma entre director y actor para crear un cine que, valiéndose de una serie de «mentiras» o ficciones, expondrá cuestiones vitales fundamentales —recordemos, sin ir más lejos, al niño de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987)—.

Como el propio Erice explicó en su momento, el título del film no será original suyo sino que pertenecerá al libro La vida de las abejas (1901), de Maurice Maeterlinck. En palabras del cineasta, la frase extraída de esta obra «describe ese espíritu todopoderoso, enigmático y paradójico al que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender». El ensayo científico del belga, lejos de ser un tratado de apicultura, se enfoca como una reflexión filosófica en torno a la condición humana, utilizando como símil común entre las personas y los insectos el tipo de comunidad organizada que comparten.

Además de ensayista, Maeterlinck ejerció como dramaturgo, lo que otorgó a sus estudios el elemento poético carente en otros textos de este ámbito. Erice no fue el primer director cinematográfico en interesarse por este libro, sino que el propio Luis Buñuel tuvo la obra de Maeterlinck muy presente durante su juventud, plena de inquietudes entomólogas, así como la de Jean-Henri Fabre —de quien Maeterlinck puede considerarse discípulo— y cuya obra La vida de los insectos (1910) es citada por el calandino en sus memorias Mi último suspiro (1982), concretamente en el capítulo dedicado a su estancia en la Residencia de Estudiantes: «Lo que más me ha gustado, me sigue gustando y me continúa pareciendo un misterio extraordinario son los insectos. […] Para mí es el misterio de la vida».

El cartel para la película realizado por Cruz Novillo —uno de nuestros más grandes diseñadores— resulta bastante elocuente respecto a esa idea que sobrevuela el film: el espacio y tiempo vital de los personajes delimitados por las aristas geométricas de las celdas de una colmena. Los individuos como insectos cuyo comportamiento con el que afrontar la existencia se torna en misterio para el espectador. Algo que constituye un leitmotiv en la cinematografía de Erice, pues sus películas se conforman de pinceladas de imágenes casi detenidas y enigmáticas, como un gran lienzo temporal donde el espectador debe preguntarse constantemente lo que está viendo.

Hay una suerte de conciencia del peso del tiempo, de contemplación en su discurrir natural, muy tarkovskiana. Como en su narrativa, lo mágico aparece desde lo sencillo y cotidiano. También las imágenes de Ozu surgen ante nuestros ojos, a modo de lecciones bien aprendidas. Parece que nada sucede y, sin embargo, la metamorfosis de la vida sigue su curso.

Estas historias, aparentemente minúsculas o sencillas, encierran en sí mismas una complejidad latente, como solo puede alcanzar la poética en lo narrado. No es de extrañar que, mucho tiempo después, el autor se fijase en otro creador como Antonio López para sumergirse en ese elemento telúrico que conforman sus pinturas. Su «realismo mágico» primero, expuesto en los cuadros que tal vez conformen la etapa más interesante —por críptica— del de Tomelloso, parece compartir idéntica fórmula que la de determinados planos de la obra de Erice. Incluso, podríamos afirmar que fotogramas concretos resultan más que similares si se superponen a los motivos pictóricos citados.

El cine de terror como referencia

Para comprender un poco más la interesante naturaleza de El espíritu de la colmena debemos conocer sus antecedentes. El film había sido planteado originalmente como una historia de terror dominada por el blanco y negro del cine expresionista. Algo que, por su complicada materialización ante su excesivo coste económico, no pudo llevarse a cabo. Ello hizo que Erice, junto a Ángel Fernández Santos, decidiese enfocar de otra manera el guion, apostando por una historia mucho más personal.

El cine de terror seguirá ahí como referencia, a través de la proyección del Frankenstein de James Whale que tiene lugar en el ayuntamiento del pueblo. A su visionado acuden los habitantes del lugar, incluidas las dos hermanas de nuestra historia. Los rostros, filmados casi documentalmente durante la sesión cinematográfica, recuerdan por la espontaneidad a los que José Val del Omar inmortalizó fotográficamente durante las sesiones de cine de las Misiones pedagógicas. Es ahí donde Ana comenzará a obsesionarse con el monstruo creado por Mary Shelley e iconizado por Boris Karloff, llegando a creer en la posibilidad de su existencia, traspasando la pantalla y habitando en aquel pueblo. La capacidad de fabulación infantil será tal que la niña cree llegar a verlo, recreando así una de las escenas más famosas de la película clásica de los estudios Universal y conformando a su vez una de las más representativas de la película de Erice.

Allá donde vaya la pequeña Ana, todo le parecerá recordarlo: desde una clase de anatomía en la escuela —donde un muñeco ideado para mostrar las distintas partes del cuerpo evocará a la criatura fragmentada— al descubrimiento de un fugitivo que encontrará en un edificio abandonado —donde habrá recalado para esconderse y recuperarse de la huida—. Nosotros caminamos con Ana, nos dejamos llevar por el ojo mecánico que acompaña su mirada creativa y creadora, que constituirá el espíritu mismo del film. Una niña de ojos grandes y de preguntas dominadas por la curiosidad y hechas a sotto voce que inmortalizó Ana Torrent.

Sin ella, El espíritu de la colmena no habría sido posible. El guion, breve en su concepción original, contó con su pequeño gran hacer para su propia andadura. Para Torrent fue su entrada grande en el séptimo arte, confirmando su magnética personalidad como actriz de corta edad y gran talento en Cría cuervos solo dos años después. Con Carlos Saura repetiría en Elisa, vida mía (1977), marcando con Alejandro Amenábar un punto central en su cinematografía en la también impactante Tesis (1996).

Antes y después nos regaló otros trabajos fílmicos, así como grandes incursiones escénicas —como en el impresionante duelo con Carmelo Gómez en Todas las noches de un día—. Ahora, se reúne cincuenta años después con quien la dio a conocer con Cerrar los ojos.

Erice decidió en su descubrimiento darle a su personaje su propio nombre real, así como con los otros: su hermana «Isabel» estará interpretada por la niña Isabel Tellería; «Teresa» fue la musa del nuevo cine barcelonés Teresa Gimpera y «Fernando» el simpar Fernando Fernán-Gómez —quien, como él mismo reconoció, experimentó una renovación de su figura actoral con las propuestas que los nuevos realizadores como Erice o Saura le ofrecieron en aquel tiempo— . Otros intérpretes a destacar serán Laly Soldevila –maestra de las niñas—, el director Miguel Picazo (La tía Tula) —que interpretará al médico del pueblo— o Juan Margallo —encarnando al fugitivo y que interpretará al médico en Cerrar los ojos—. José Villasante interpretará al monstruo de Frankenstein, que saldrá de la pantalla para vivir en la imaginación de Ana —un «Frankenstein franquista» como muchos han querido ver a modo de metáfora—. Su figura traspasa el esplendoroso y blancoinegrino cine americano para llegar a los bosques de las estepas segovianas de Hoyuelos.

La aparición de la criatura surge gracias al juego efectuado con las ondas acuáticas del río al que la niña se asoma, a imagen del mítico film. Una magia posibilitada por la fotografía de Luis Cuadrado, auténtico maestro de la imagen que sabrá dotar de una estética propia a la cinta —en concreto la luz amarillenta de los interiores, tan asociada a la de los panales o colmenas, haciendo más evidente la equiparación simbólica de las celdas de los insectos con las habitadas por los humanos—.

Nada falta en este pequeño universo encerrado en celuloide, cuyo estreno en el Festival Internacional de San Sebastián,  —cuatro años después que Los desafíos— le hizo obtener la Concha de Oro a la Mejor Película de aquel año 1973.

Fuera de España, se alzaría también con el Hugo de Plata del Festival Internacional de Cine de Chicago. Ahora, cinco décadas después, vuelve a las salas nacionales junto con El sur, ofreciendo la posibilidad única para los espectadores actuales de poder revisitarla, disfrutando de su esplendor en pantalla grande. Su visionado supondrá comprender—para quien todavía tiene la suerte de poder sumergirse en su atmósfera por primera vez—, por qué Erice es considerado uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. Público, crítica y cinéfilos —en suma, amantes del arte con mayúsculas— son unánimes en su juicio hacia un cineasta que, por fortuna, es leyenda viva de la cultura.

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Javier Mateo Hidalgo

Javier Mateo Hidalgo (1988) es doctor en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid (2019). Su tesis doctoral "El fragmento como referencia de la modernidad en los procesos de creación de la vanguardia artística española (1906-1936)" propone el estudio de las obras de la vanguardia artística española como un todo fragmentado cuyos elementos refieren al nuevo arte que estaba desarrollándose en el resto de Europa. Ha publicado diversos artículos en revistas académicas como "Aniav", "Asri", "Re-visiones", "Archivos de la Filmoteca", "Cuadernos para la Investigación de la Literatura Hispánica", "Quaderns de Cine", "Anales de Literatura Española" o "Síneris"; en esta última fue pionero en el estudio de la considerada como primera cineasta española, Helena Cortesina. Del mismo modo, ha participado como ponente en diferentes congresos, organizados por el Instituto Cervantes, la UCM, la UAM o las universidades de Valencia y Huelva. También es colaborador asiduo de periódicos como "El Imparcial," "Crónicas de Siyâsa" o "El Periódico de Aquí", así como de las revistas "Zenda (XL Semanal)", "Mutaciones", "El Cuaderno" o "Revista de Letras". Como creador multidisciplinar, ha participado en diversas exposiciones, recibido diversos premios y participado como jurado en festivales. Por su libro de poemas "El mar vertical" obtuvo el accésit del XI Certamen Literario “Leopoldo de Luis” de poesía y relato corto (2019). En 2022 publicó su poemario "Ataraxia" (Editorial Almadenes) y su estudio histórico sobre el séptimo arte "De la llegada en tren a la salida en caravana: 126 hitos de la historia del cine (1895-2021)" (NPQ Editores). En la actualidad, se dedica a la investigación, la creación y la enseñanza.