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Pinacoteca canora: Gilda Cruz-Romo

Mediados los años setenta del pasado siglo salió a la luz en LP una interpretación de Aida de Verdi, captada en Orange y con un equipo interesante que llamó la atención del aficionado. Dirigida por Thomas Schippers con su habitual maestría (moriría meses después sin alcanzar los 50 años), contaba con la exuberante Amneris de Grace Bumbry. Pese a ser esta mezzosoprano el reclamo principal del registro, sumado al Amonasro de Ingvar Wixel, el Ramfis de Agostino Ferrin y el recio Radamès de Peter Gougalov, quien llamó poderosamente la atención del adquirente fue la protagonista titular: Gilda Cruz-Romo.

Pronto se supo que era mexicana, nacida en 1940 en Guadalajara y había estudiado en el Conservatorio Nacional de la capital mexicana con quien fuera un conocido cantante, Ángel Esquivel. Con una destacada participación primero en su lugar de origen, donde con 22 años hizo su debut como Ortlinde en La Valchiria, enseguida apareció en la New York City nOpera (Margherita de Boito) luego en el vecino Met (Cio-Cio-San) y otros espacios americanos al mismo tiempo que daba el salto europeo. A menudo cantando a Verdi.

Su Aida, por cierto, el exigente y a menudo demasiado pérfido Rodolfo Celletti la llegaría a calificar como “notable por timbre y extensión y por el juego de colores en piani y pianissimi en base a una técnica bastante sólida”. Alababa su Ritorna vincitor pero, como no podía dejar de destilar su habitual dosis negativa, dictaminaba que su Aida resultaba ”impersonal”.

Un adjetivo aséptico si consideramos los dedicados a otras insignes colegas pasadas o contemporáneas. Tras los pertinentes elogios, por ejemplo, escribe que la Aida grabada por Dusolina Gianini (1928) es “convencional”; la de Giannina Arangi-Lombardi (1930) “quejica”; la de Zinka Milanov (1943 en vivo) algo “fastidiosa”; la de Maria Caniglia (1946) “más “verista que verdiana”; la de Herva Nelli “sacrificada” por la dirección de Toscanini; la de Tebadi (1952) “forzada de agudo, carente de acentos”; la de Caballé (1974) ”hecha a su medida” (o sea, no a la de Verdi).

Pocas se salvan. Puede que la Aida de Gil-Romo, pues, quedara la mejor parada para el pluma afilada del famoso especialista vocal.

Muchos de los que escucharon en vivo a la soprano mexicana admiraron su atractiva condición vocal, unos medios que de inmediato se asociaban a la soprano de carácter spinto a la manera tradicional italiana. En equivalencia con sus modales interpretativos que eran “clásicos”, o sea los habituales en una artista de esas condiciones. Puede que eso la hiciera, felizmente, “impersonal”.

Tras esta Aida el catalogo live vulgarmente “pirata” procuró otros documentos verdianos anteriores o posteriores de la Cruz-Romo: Il Trovatore con Zubin Mehta en Israel (1973) y con Riccardo Muti en Florencia (1977), al flanco respectivo de los Manricos de Richard Tucker y Carlo Cossutta; Luisa Miller con Luciano Pavarotti y Peter Maag en Turín (1969) y dos Forza del destino de Viena (1974) y la Royal Opera londinense (1975) , respectivamente con Franco Bonisolli y Carlo Bergonzi. Todas partes verdiana y con selectísimos acompañantes, dando cuenta de lo que fue su categoría profesional.

Entre tanto Verdi, sobrevive de ella un ejemplo del verismo: Fedora de Giordano en sus inicios en Dallas, una joven Olga (papel en realidad pensado para una lírico-ligera) junto a la veterana Magda Olivero (1969).

Gil-Romo no fue convocada por ningún sello discográfico de ámbito internacional que le permitiera dejar constancia de su calidad canora. Ese puesto en la industria registradora lo ocuparon por entonces Leontyne Price, Martina Arroyo, Renata Scotto, Montserrat Caballé y alguna que otra coetánea más. No fue la única: hubo otras excluidas con valores suficientes para competir (o superar) a las citadas. Pero así funcionan los negocios discográficos y seguirán funcionando sin duda. De ahí el incalculable valor de estas tomas en vivo.

Ni siquiera se le propuso a la Gil-Romo un recital en solitario o a dúo. El hueco fue llenado también parcialmente con la publicación casi de incógnito del álbum (Gilda Cruz-Romo – Arias de Verdi, Urtext Digital Classics, México, 2016) que la va a representar con enorme dignidad en esta pinacoteca y que tiene algunos orígenes en las grabaciones completas antes citadas.

En el disco domina Verdi el programa. Un Verdi que se extiende a lo largo de tres periodos de su carrera por lo que, en el plano vocal, exhibe dos tipos de sopranos: la dramática de agilidad y la spinto a secas, la del canto exclusivamente silábico.

El cedé carece de datos auxiliares: cantantes y directores acompañantes, lugares y fechas, pero es de buena calidad técnica.

Con las dos arias de la Leonora aragonesa inicia la cantante su programa. Tacea la notte placida (sin el importante recitativo) nos da una inmediata apreciación de los medios de la Gil-Romo: voz ancha de centro, de pastosa suavidad, cómodamente emitida, segura, musicalísima, con un legato impecable y una dicción impoluta, sumando a todo ello un canto de señorial factura que le da al personaje un toque de indudable autenticidad. Todas estas cualidades se repetirán en las restantes páginas, dejando al oyente un poco con la sensación de cierta monotonía compensada por tan enorme clase vocal. Lecturas todas donde impera un arrollador lirismo por encima de otras posibles cualidades. Versiones susceptibles de merecer el adjetivo de “clásica”.

Una suntuosa Leonora que, tras el andante, sabe agilizar la voz para los recovecos de la cabaletta. Luego, el clima contemplativo, de reflexivo pero delicado lamento, de D’amor sull’ali rosee está felizmente resuelto por una voz que se mueve por toda esta nada fácil línea canora con fluida disponibilidad. La influencia de la Milanov se evidencia sin que la mexicana pierda personalidad.

De La Traviata figuran asimismo las dos arias de Violetta. En el recitado de la primera de ellas demuestra que la cantante dispone de talento dramático al describir las motivaciones de la cortesana que luego serán diferentes en aria y cabaletta.

Otra lectura modélica dentro de la mejor tradición coronada por un Sempre libera con la habilidad necesaria aunque, si se quiere ser un tanto quisquilloso, varias notas del final no resulten del todo “limpias” y, claro está dada su tipología instrumental, con la nota escrita sin el sobreagudo tradicional de algunas.

En la lectura de la carta (Teneste la promessa) Gil-Romo se muestra cauta: se limita a recitarla sin incluir demasiados matices, en un tono general de plañidera tristeza no muy atractivo, probablemente debido a que su moderado talento dramático puede llevarla a extremos problemáticos. Solo en el È tardi! pone un acento muy efectivo que la redime completamente. Merece recordarse aquí que esta sección para alunas colegas es de superior importancia: léase Claudia Muzio, Maria Callas o Anna Moffo.

Cuando llega la melodía del andante mosso, la oportunidad de “cantar” y “expresar” (Addio del passato) resurgen en los recursos de la soprano en delicado lirismo teñido de melancolía.

De Luisa Miller se ha escogido para representarla el espléndido momento de su tenso encuentro con el siniestro Wurm, pero incompleto por desgracia. O sea, Tu puniscimi, o Signore sin la esplendorosa frase que le da punto de partida (Lo speri invano) y sin el soberbio remate (A brani, a brani, oh pérfido). Es, sin embargo, suficiente para dar testimonio del partido que la Gil-Romo sacada de esta extraordinaria entidad femenina, por los diversos matices propuestos que son los que convienen perfectamente adecuados a la situación y a sus medios.

De La forza del destino se exponen las tres oportunidades solistas de la Leonora sevillana, una propicia ocasión para conocer cómo sacaba adelante su personaje. De las tres, cómodamente resueltas, destaca la última: Pace, pace, mio Dio. La nota fa (redonda) de la primera Pace tenida durante un destacado tiempo permite a la sabia u solícita intérprete hacer una algo tímida pero reconocible messa di voce. Muestra implacable de su talento musical. Con el tono lamentoso que la situación requiere llega impertérrita al salto de quinta (Invan la pace), recurso que así utiliza Verdi para recalcar la situación anímica, el anhelo, de la por entonces desolada ermitaña. Es un instante que muchos aficionados esperan con atención dada su dificultad. Gil-Romo, modélica. El ataque de la nota aguda es mágico.

En el Ave Maria de Desdemona se deja llevar por la exquisita melodía, con una que voz exhibe una belleza casi milagrosa con pinceladas de repentina intensidad según recorre el religioso texto. Una versión, valga la insistencia, de nuevo modélica y a la altura de las mejores lecturas que escucharse puedan.

Cierra el disco con una de las tres intervenciones en solitario de Lady Macbeth, la más temperamental, La luce langue. Con temperamento suficiente, totalmente segura de medios (graves, centro, agudos), da prioridad al canto más que a la expresión.

Antes desgrana las dos arias de Aida. Inmediatamente se descubre la disponibilidad, mejor dicho la fusión que se establece entre intérprete y personaje. Fue la obra que Cruz-Romo más veces cantó, eligiéndola para presentarse en varios escenarios, entre ellos los de la Scala milanesa y la Royal Opera Londinense.

En el Ritorna vincitor aparece perfectamente captada su esencia musical y dramática, pasando por los diferentes estados anímicos de la esclava, colores vocales diversos y muy acertados acentos para jalear la victoria del amado por un lado y, por otro, deber filial y fraternal. Es la página de mayor conflicto interior para Aida y la Cruz-Romo es capaz de transmitirlo con exacta propiedad. Una lectura memorable que puede balancearse, siendo sin embargo muy suya, con las dejadas por Tebaldi y Milanov. El uso alternativamente moderado de las fragorosas consonantes erres, esas consonantes vigorosas a las que tanto jugo les sacaba Callas, la asocia a la Divina griega.

En el aria del Nilo mejoran, si cabe, sus disponibilidades y consecuencias. No puede cantarse mejor con esa voz aterciopelada que la permite expresar el recuerdo por la patria añorada y que parece surgir, codearse o fundirse con el delicado acompañamiento orquestal. Suntuoso sonido que se hace irresistible cuando alcanza el do agudo, pese a que pueda detectarse cierta vacilación o prudencia ante la siempre (por lo general) temida nota. El remate, entre impecable y delicioso, redondea una interpretación modélica. Es innecesario afirmar que su interpretación se halla a la altura “clásica” de las mejores Aida de todos los tiempos.

Es imperioso acudir a otras opiniones en torno a esta sobresaliente Aida de la cantante mexicana. Por ello se tiene en cuenta lo escrito por Carlo Marinelli en su Opere in disco, editado por Discanto Edizioni en 1982. Relata: “La clave del personaje (el que expone Cruz-Romo) es la nostalgia. Nostalgia como condición humana, anhelo de un amor entendido como alegría, encanto, abandono, vivido como sufrimiento y conflicto, memoria que se hace imagen en una mezcla de pasad y futuro que se funden en la desanimada realidad del presente”,

Y en estas dos arias cantadas por la soprano pueden detectarse esa sutilísima descripción de su trabajo, acertadas palabras de un comentarista sensible que sabe escuchar detalladamente a un intérprete, yendo mucho más allá de un simple deudor y recalcitrante esclavo del metrónomo.

Gil-Romo cantó otros personajes verdianos de los reunidos en el disco y de los que, de momento y en formato oficial, parece no haber dejado testimonio: Elisabetta di Valois o Amelia del Ballo in maschera, así como las puccinianas Manon, Butterfly, Suor Angelica y Tosca (cantada en el Liceo barcelonés en 1974) además de Maddalena di Coigny de Giordano o la Bolena donizettiana. Estrenó Silvano de Mascagni (Matilde, una clonación de Santuzza) en Estados Unidos y llegó a medirse con la Medea cherubiniana en sus postrimerías profesionales.

Su carrera se extendió hasta 1999, con un recital en Guadalajara, o sea casi cuatro décadas activa. Dato ofrecido por el esmerado artículo que acompaña el registro comentado, firmado por Francisco Méndez Padilla.

El Romo de su apellido artístico viene de su matrimonio con Robert B. Romo, un integrante del coro de la Opera de Dallas. Conviene recordar que la institución lírica de esa ciudad norteamericana fue creada por Lawrence Kelly, admirador y amigo de Maria Callas quien le daría su impuso en 1957 con una legendaria Medea. La Divina le pasaría el testigo a otra gloria Magda Olivero asimismo allí escuchada esa partitura obra cherubiniana.

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Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).