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Gordos del mundo, uníos

Estoy contemplando la foto del casamiento de mis abuelos, fechada en Buenos Aires en 1904. Dirá el lector, y con razón: ‘¿A qué viene esto?’. Me explico. Veo a mi abuela, una veintiañera, con un aire corporal de empaque y prestancia propios de una mujer adulta. Está muy bien formada y su vestido negro –vieja costumbre pueblerina italiana: la doncella va de negro– la faja porque es una mujer carnosa, quizás algo gruesa.

Gracias a mi bella abuelita entro en tema. Era prestigioso, a comienzos del siglo XX, ser pasado o pasada de carnes. La gordura significaba abundancia, buen nivel económico. Enjutos y sucintos eran los pobres. Basta ver imágenes pornográficas o de mujeres del género ínfimo, ligeras de ropa –evidentemente, mi abuela no lo era– para comprobar que resultaba hasta un modelo erótico la gordura. Pareciera que nuestros antepasados estaban esperando que las chicas se desvistieran y dejaran sus carnes desplegarse en toda su magnitud.

Lo de la mujer apretada de cuerpo vino en los años locos, cuando las mujeres salieron a trabajar y la gordura se volvió un estorbo. Entre la Bella Otero de 1900 y Josephine Baker de 1920 hubo un deslizamiento paradigmático: menos carne, menos ropa. Ahora estamos viviendo, tal vez, otro escalón en la gradería de la obesidad, más que de la mera carnosidad.

El gordo va dejando de ser objeto de bromas, cuando no de burlas, de desprestigio y desdén social. El varón modélico es musculoso pero no obeso. Lo mismo en cuanto a la mujer. El paradigma es una chica descarnada hasta parecer un andrógino (o una andrógina, según se prefiera). Entonces: ¿es la gordura una convención cultural o un evento natural corregido o admirado por la cultura? Seguramente, ambas cosas a la vez. Las estadísticas españolas son inquietantes. Hablan de un 50%  ‒algunas llegan al 70% ‒ de gordos/as, es decir de gente que pesa más que el estándar. No entro en detalles científicos que no manejo y que hacen a la química de la vida y los trastornos de salud que la gordura propicia. Simplemente subrayo una noticia y es la aparición de manifestaciones callejeras que muestran a organizaciones sindicales de gordos que claman por los derechos de la obesidad.

Parece peregrino llegar a estos extremos. No lo es. Hay hombres del nutricionismo y el higienismo que empiezan a considerar el problema como una enfermedad, es decir un cuadro que ha de tratarse e incluirse en los catálogos de la sanidad pública. Los gordos tienen derecho a dejar de serlo como un artrítico o una hipertensa. Para ello hay que dejar de lado el individualismo del panzudo y la barrigona, y entender su extensión social. Entonces: gordos y gordas del mundo, uníos, luchad por vuestros fueros y haced que el poder os preste atención y os dé la razón. El asunto es, nunca mejor dicho, de gorda importancia.

Imagen superior: John Huston y Orson Welles.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")