Si el vampiro es la metáfora por excelencia del género fantástico, capaz de personificar la naturaleza parasitaria de la aristocracia, los peligros del sexo o lo enfermizo del amor romántico, el zombi ha servido para encarnar –es un decir– a la masa descerebrada con acertada falta de sutileza.
La gran peculiaridad del zombi es que se basa en unos seres que han existido en la realidad, de los que hay casos documentados, y que no han sido estudiados por la ciencia con demasiado interés, si exceptuamos al etnobotánico Wade Davies, que viajó hasta Haití para escribir el ensayo El enigma zombi (La serpiente y el arcoiris).
Obviamente, no se trata de zombis podridos y antropófagos, sino más bien de humanos manipulados con potentes drogas y toxinas por santeros expertos.
Durante años, los zombis cinematográficos se basaron en esta concepción: seres sin voluntad ni alma que obedecían las órdenes de un brujo mediante la magia vudú o en su defecto, mediante las triquiñuelas de la superciencia.
Aunque podrían ser catalogadas como zombis las cobayas humanas de El Gabinete del Doctor Caligari (1920), lo cierto es que los primeros zombis “oficiales” son los aparecidos en el film de 1932 La legión de los hombres sin alma (White Zombie), dirigida por Victor Halperin y protagonizada por Bela Lugosi.
El actor rumano interpretaba al hechicero blanco Legendre, quien controlaba a los zombis de una plantación haitiana mediante el vudú y la sobreactuación. Por lo que se nos cuenta, la película se elaboró con la supervisión de un experto en estos temas, y se convirtió en el modelo a seguir durante décadas, hasta que George A. Romero instauró el reino del muerto viviente que hoy conocemos, y sobre el que trata este reportaje.
En todo caso, y antes de perdernos en los terrenos de la putrefacción animada, no podemos olvidar dos clásicos bien distintos. El primero es el aclamado drama fantástico de Jacques Tourneur Yo anduve con un zombi (1943), una atmosférica historia ambientada en el Caribe e inspirada en Jane Eyre, que cuenta con la espeluznante aparición del enorme y recordado zombi Carrefour.
El otro «clásico» es Plan 9 from outer space (1959), de Edward D. Wood Jr., que llegó a ser votado como el peor film de la Historia por una panda de críticos que no habían visto cine español.
Este legendario film fue popularizado para el público no-freak por Tim Burton en su obra maestra Ed Wood (1994). Cualquiera que haya visto este disparate de marcianos amanerados y zombis en cementerios minúsculos no podrá olvidarlo, bien sea en sus sueños o en sus pesadillas.
Una vez citados estos antecedentes, vamos con el zombi que usted y yo amamos y tememos. El cadáver resucitado, con mal aspecto, medio comido o medio podrido (generalmente las dos cosas), de gestos torpes y lentos, prácticamente incapaz de hablar o de manejar instrumentos, y movido por una inexplicable necesidad de devorar carne humana. Vamos, como cualquier hijo de vecino en una fiesta a las cuatro de la madrugada.
Este modelo de amenaza maloliente surge del clásico de 1968 La noche de los muertos vivientes, co-escrito y dirigido por George A. Romero.
Rodada con cuatro duros, como suele pasar con los films más importantes del género de terror, la película cuenta la historia de un reducido grupo de desconocidos que se refugia en una casa de campo, huyendo de esos muertos que de repente se han levantado de sus tumbas para dedicarse a comer gente, sin que nunca sepamos la razón.
Pese a su escasez de medios, La noche de los muertos vivientes fue un éxito por su cruda referencia al canibalismo (que por entonces era un tema prácticamente tabú), su explotación del mínimo decorado para crear angustiosa claustrofobia, lo terrorífico de los propios muertos andantes y su impactante final, en el que el único superviviente es confundido por un zombi por una patrulla de humanos y recibe una bala en la cabeza.
Al estar la película realizada en una época tan convulsa, se quisieron dar mil y una lecturas políticas al film, entre otras cosas por ser el protagonista principal un actor de color. Esto último es algo que hoy no nos llamaría la atención, al igual que no le importó a Romero, quien asegura que escogió a ese intérprete por ser bueno, no por ser negro.
Comidas de tarro aparte, La noche de los muertos vivientes es un film de horror claustrofóbico que toma prestadas ideas de la novela Soy Leyenda, de Richard Matheson.
Aquí los muertos no siguen las órdenes de ningún científico loco: son una masa devoradora en donde uno puede distinguir a su vecino o a su hermano tratando de morder su carne sin inmutarse. Con motivo del 30 aniversario la película se reestrenó en cine con unas escenas añadidas rodadas ad hoc, en una versión extendida que es mejor olvidar.
Como es sabido, y gracias a la ganancia de peso de la saca, la película se convirtió en la primera de una trilogía básica en la historia del terror, que narra el lento pero imparable triunfo de los muertos vivientes sobre el mundo de los vivos.
Así, en 1979 George A. Romero presenta Zombi (Dawn of the dead), para muchos la mejor película de este subgénero y tan revolucionaria como la primera.
Lo que en La noche de los muertos vivientes parecía un simple fenómeno inexplicable, ahora se está convirtiendo en una importante plaga. Las fuerzas del orden empiezan a tener problemas para combatir a este creciente enemigo y los políticos se muestran tan incompetentes como siempre, más empeñados en salvar su imagen que en salvar a la población (¿les suena?). En esta ocasión, los protagonistas se refugian en un centro comercial que convierten en su fortaleza, en donde vivirán a cuerpo de rey hasta que unos salvajes moteros irrumpan allí, sembrando el caos.
Zombi pasa del minimalismo de la original a la orgía gore, gracias a un presupuesto mayor (buena parte de la responsabilidad la tiene Dario Argento, quien aportó dinero y música de Goblin al proyecto) y los efectos de maquillaje de Tom Savini, quien aparece también interpretando al jefe de los moteros, personaje que luego recrearía en Abierto hasta el amanecer.
La sátira social está más presente en esta entrega, mostrando a unos zombis que acuden al centro comercial por pura inercia, como eco de cuando vivían. Pero lo más importante de Zombi es la mezcla de acción violenta y muertos vivientes, inaugurando el subgénero del survival horror, que hoy está aceptado como estándar, pero que en su época resultó poco menos que impactante.
Zombi también supuso un filón para cientos de imitaciones, entre ellas las del italiano Lucio Fulci, del que hablaremos más adelante.
La última película de la trilogía de Romero se tituló, inevitablemente, El día de los muertos (1985). La película muestra un mundo post-apocalíptico tomado por los zombis. En una base militar malviven soldados y científicos, que capturan muertos vivientes para experimentar con ellos.
Romero se toma aquí demasiado en serio los análisis político-sociales sobre sus anteriores films y carga las tintas en estos temas, prevaleciendo el enfrentamiento entre los humanos de la base (en su mayoría, lamentables actores) por encima de las escenas de terror gore, aunque las que hay son de extrema calidad.
Lo mejor de la película, en todo caso, es ese zombi soldado al que se intenta domesticar, y que recuerda solamente dos cosas: el saludo militar y cómo se usa una pistola.
Este film fue el menos popular de la trilogía, y quizá por eso se hablamos de trilogía, aunque la resurrección del género zombi llevó a Romero a filmar nuevas secuelas.
Como hemos indicado, el impacto de Zombi hizo surgir innumerables imitaciones, en especial en el hoy casi extinto cine de explotación europeo. El realizador Lucio Fulci, a pesar de haber sido alumno de Visconti y Antonioni, supo divertir al público más mundano con sus variaciones sobre el zombi romeriano.
Abundantes en gore y desnudos gratuitos, las películas de Fulci se mueven en la serie B más chusca y torpe, pero poseen esa atmósfera pesadillesca e irreal tan propia del cine de terror italiano, intercalándose el abuso de zooms mareantes con planos de innegable impacto visual y extraña belleza.
Nueva York bajo el terror de los zombis (1979) es el título español (que destripa el final de la película, por cierto, como pasó con La semilla del diablo) para la primera película de zombis de Fulci, y posiblemente es la más venerada por freaks de todo el mundo gracias a escenas tales como la lucha submarina de un zombi contra un tiburón (real) o la famosa escena de la astilla y el ojo.
La historia es la tontería de siempre: científico obseso en isla caribeña y el barrio lleno de zombis, todo aderezado con la intervención de jovenzuelos neoyorquinos entrometidos.
La gracia estaba en que, cuando los supervivientes logran huir de la isla, se enteran de que Nueva York está hasta arriba de muertos hambrientos. El éxito de este film impulsó al director a la fabricación de más zombis en títulos como Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (1980) y El más allá (1981), esta última su mejor película, un ejercicio de terror esotérico con puntuales apariciones de zombis para no defraudar a los fans.
El auténtico festín zombie se produjo en los 80, popularizado, entre otras cosas, por el genial videoclip rodado por John Landis para Michael Jackson. Thriller (1983) supuso el nacimiento del videoclip como arte y un susto irreparable para millones de niños, que poco podían esperar lo monstruoso de la futura degeneración facial de Jacko, más terrorífica que la del video.
El film de zombis más escalofriante de aquella década fue Muertos y enterrados (1981), con guión de Dan O´Bannon y dirigida por Gary Sherman. En esta cinta, se narran los experimentos de un malvado forense (Jack Albertson), quien revive a los ciudadanos de un pequeño pueblo haciendo que continúen con sus vidas cotidianas, salvo cuando les ordena matar a la siguiente victima.
El sheriff interpretado por James Farentino iniciará una investigación que le lleva a descubrir la verdad, muy similar a la que luego descubrirían Bruce Willis y Nicole Kidman en El sexto sentido y Los otros.
Pese a este ejemplo de terror en estado puro, lo cierto es que los zombis de los 80 se movieron por los terrenos de la diversión sangrienta y un punto paródica. Ya en 1981 Raimi introdujo un elemento zombi a su alocada película sobre posesiones infernales.
En 1985 se iniciaron dos sagas zombis llenas de humor negro y putrefacto.
La primera de ellas comienza con Re-animator, seguida de La novia de Re-animator (1990) y Beyond Re-animator (2003). Todas ellas se basan en las andanzas del Doctor Herbert West, ideado por H.P. Lovecraft, un brillante y grillado científico aficionado a inyectar suero revitalizante a todo lo que huele a muerto, creando casi siempre un desparrame lleno de zombis salidos y ultragore.
Brian Yuzna (con la dirección de Stuart Gordon en el primer film) pasa así a la posteridad como creador de una serie de films alocados, llenos de casquería y poseedores de un extraño romanticismo y complicidad con el villano protagonista, interpretado por el extravagante Jeffrey Combs.
La otra saga creada en el 85 resultó aún más paródica. El regreso de los muertos vivientes, dirigida por Dan O´Bannon se planteaba en la propia trama como una secuela bastarda del film de Romero, pero con evidente ironía. En esta cinta, unos barriles militares llenos de fiambre y gas tóxico desatan una plaga de muertos que no dejan de exclamar “cereeeeebroooos”.
El film, todo un éxito en el campo de la serie B, fue seguido por La divertida noche de los zombies (1987), una fotocopia de la anterior con chistes aún más malos, y Mortal zombie (1993), dirigida por Brian Yuzna y mucho menos paródica que las anteriores. De hecho, es un cuento de ciencia ficción romántico y necrófilo protagonizado por Mindy Clarke, una zombi que calma las ansias de comerse a su novio mediante el piercing extremo. Extraña película y aún más extraña secuela teniendo en cuenta sus antecesores.
Zombies “pilotados” por babosas del espacio exterior instaladas en su cerebro eran algunas de las maravillas que aparecían en El terror llama a su puerta (1986), en donde Fred Dekker homenajeaba el terror pulp de los 50 (como hacían casi todas las películas de esta época, por otro lado) con esa gracia y salero tan de los 80, incluyendo un homenaje directo a Plan 9 antes de que nadie conociera a Tim Burton.
Ya a principios de los 90 el género zombi desaparecía. En el primer año de esa década George A. Romero producía un remake de La noche de los muertos vivientes, dirigido con eficacia (y más gore que en la original) por Tom Savini. Pese a ser una película más que decente, teniendo en cuenta su naturaleza imitadora, su estreno no tuvo mucha repercusión y hoy casi nadie la recuerda.
Más memorable es Braindead (permítanme que no reproduzca aquí su título español), dirigida en 1993 por quien iba a ser en el futuro, quien lo diría, el director mejor pagado de Hollywood, Peter Jackson.
Ambientada a finales de los 50, narra la pesadilla por la que pasan Lionel (Timothy Balme), un tipo torpe y dominado por su madre, y la inmigrante española Paquita (Diana Peñalver) al enfrentarse a una horda de zombis provocada por la mordedura de una exótica rata-mono.
Jackson pisó hasta el fondo el pedal del gore en esta película, quizá la más sangrienta y desmelenada de toda la historia del cine de terror, pero una de las menos desagradables gracias al humor tipo cartoon que convertía cada acto sangriento en un gag de consecuencias tronchantes.
Tanto exceso y pitorreo hizo desaparecer de la faz de la tierra al muerto viviente durante años, siendo revivido por el éxito de los videojuegos de la saga Resident evil, que jugaban con el modelo del zombi de Romero para desvelar a más de un jugador sensible.
Inferior a los juegos, pero razonablemente entretenida resultó la versión cinematográfica rodada en 2002 por Paul W.S. Anderson, una película llena de zombis hambrientos pero sin demasiado gore, en la que lo único destacable eran las piernas de Milla Jovovich. Su éxito condujo a una sucesión de secuelas.
Por la misma época, llegaron a las pantallas dos modestos films que intentan recoger el testigo de Braindead y Posesión Infernal. Tanto la producción australiana Undead (2003) como la nipona Versus (2000) juegan con la mezcla de acción / humor / gore / zombis. Destaca la segunda, una película japonesa de Ryuhei Kitamura admirable por su derroche de acción ultraviolenta al más puro estilo videojuego, una modalidad de la que este autor se ha convertido en maestro indiscutible, añadiendo valor artístico a la mera brillantez visual.
En 2005, Romero regresó a las pantallas con La tierra de los muertos vivientes. Para entonces, el subgénero que nos ocupa ya había dado muestras de renovación, gracias a la magnífica comedia Shaun of the dead o al remake de Dawn of the Dead. No tardarían en llegar al público el cómic The Walking Dead, luego convertido en exitosa teleserie, y la novela Guerra Mundial Z, de Max Brooks, llevada al cine por la productora de Brad Pitt, protagonista asimismo de dicha adaptación.
En la actualidad, los zombis se han consolidado como una moda con múltiples ramificaciones, tanto en el cine de bajo presupuesto como en el mainstream, sin olvidar los videojuegos. Gracias a ese nuevo impacto de los muertos vivientes en la cultura popular, las generaciones más jóvenes han podido descubrir qué extraña fascinación producen esas putrefactas criaturas.
Como decía aquel viejito: “Cuando no haya más lugar en el infierno, los muertos caminarán por la tierra”.
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