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Claudio Magris: Trieste y más allá

Magris nació en Trieste, una de las más bellas ciudades de Europa, en 1939, y enseña en Gorizia, una de las ciudades más feas del mundo. Lo de Trieste es definitivo: no se nace impunemente en un puerto, que fue el extremo sur del Imperio Austrohúngaro, y que, convertido en fetiche del irredentismo italiano, pasó algún tiempo bajo el control de la antigua Yugoeslavia.

Frontera de la Europa Central con Italia, con Dalmacia, con el mar que lleva a todas partes, con una potente judería, con núcleos de griegos ortodoxos, Trieste es una red de fronteras que, no por casualidad, albergó a personas y movimientos que definen parte de la cultura del siglo XX: KafkaJoyceSvevo habitaron la ciudad donde quiso vivir Stendhal, fue asesinado Winckelmann y el capitán Burton tradujo las Mil y una noches. Ciudad del poeta Umberto Saba y del filósofo Carlo Michelstaedter, donde, a través de Edoardo Weiss, el psicoanálisis instaló su primer puesto fronterizo fuera de Viena.

Las ciudades portuarias (digamos; Barcelona, Hamburgo, Buenos Aires) suelen desarrollar una cultura volcada al exterior y a la lejanía, con poca raigambre en el Hinterland y la proximidad. Así, Trieste. Pero lo triestino de Magris se dirige hacia una distancia que no se alcanza cruzando mares sino tierras, hasta llegar a ese complejo acuático de fronteras que es el Danubio.

El Imperio —unidad política y lingüística, pluralidad de culturas que se encuentran y dialogan/ discuten en una misma lengua franca— queda como el modelo de la imaginada y postergada unidad de Europa. Quien dice unidad, dice frontera: en algún punto, Europa deja de serlo y aparece Asia, en tanto el Mediterráneo comunica y separa del Cercano Oriente y del África septentrional. Por eso, el mundo danubiano de Magris tiene sus puntos privilegiados allí donde aparecen marcas, fronteras: Galizia, Bukovina, Besarabia, Trieste. Y, también, en expresiones de la cultura judía en tanto ciudadanía europea: un pueblo sin tierra, sin Estado y, casi siempre, sin lengua nacional, que circula por cualquier lugar llevando la identidad de la Ley. Joseph RothIsaac Bashevis SingerElias CanettiSholem AleijemMendele Sfurim pueden ser algunos de sus representantes.

El Imperio de Magris lleva dos señales contrapuestas y distintivas: el despotismo ilustrado-racionalista de María Teresa José II, y el despotismo antirrevolucionario de Metternich. Bajo esta doble vigilancia autoritaria, Austria desarrolla unas culturas de la sumisión tradicionalista y de la contestación radical, acolchadas por la indiferencia mesocrática del Biedermeier, el mundo pequeñoburgués de la intimidad vienesa, con sus comedidas alegrías de vals, sus estrictas escapadas cachondas al cuarto de la sirvienta y sus fastos imperiales convertidos en verbena suburbial o en ceremonia cortesana.

Así examina Magris la continuidad «habsbúrgica» de una cultura endemoniada y plural, que va desde las comedias de Raimund y Nestroy hasta la saga novelística de Heimito Doderer, pasando por el neoclasicismo de Grillparzer, el realismo conservador de Stifter, el esteticismo de Hofmannsthal, la sátira de Karl Kraus y la indagación del inconsciente de Schnitzler.

Figura demorada de toda la galería es Joseph Roth, el novelista que se siente «lejos ¿de dónde?» y que busca, en el tibio encierro del gueto, el imposible origen que, a su vez, lo expulsa hacia el doble confín: la sumisión al Emperador como garantía de la unidad del mundo y la atomización de ese mismo mundo en el espectáculo de la quiebra del Imperio, tal como se describe en la memorable marcha Radetzky.

El hombre de Roth escapa hacia América o hacia la intimidad caótica del alcoholismo, jubiloso ante el insoportable espectáculo del derrumbe imperial.

Punto de sutura de esta dispersión es la obra de Robert Musil, que Magris describe como una «sociología religiosa» de un mundo que ha perdido su centro sin perder su discurso.

Disgregación de valores, reducción del arte a mercado, fragmentación de la totalidad, eclipse del sentido, disociación entre lenguaje y sujeto individual, desguace de todo orden, inevitable inautenticidad de la vida, son algunos de los síntomas que Magris asocia con la crisis del círculo que señala un centro inexistente, la crisis intelectual de nuestro tiempo.

Podríamos pensar en las propuestas de los posmodernos, pero Magris apunta en sentido perfectamente contrario. El posmodernismo lee, en este complejo, el fin de la historia y la aparición de la muerte como única dirección del tiempo.

Magris, por el contrario, analiza el tema como una época, y señala, además (notoriamente, en la literatura austríaca a la que se vuelca con morosidad y atención) la capacidad de cierta cultura de criticarse mientras se construye. Esta literatura denuncia la palabra insuficiente, incapaz de suturar la distancia entre el hombre y el mundo, de dar cuenta de la experiencia y de edificar un nuevo orden simbólico, impregnado de autenticidad. El sujeto se disuelve, pero la vida, por mediación omnipotente dei arte, vuelve a ser una epifanía. La casa solariega ha sido abandonada pero subsiste como construcción.

Quizás, en un recodo del jardín, esté enterrado el rilkeano oro de la infancia. El gran estilo clásico respondió a filosofías, igualmente grandiosas, de la totalidad, en las cuales el individuo llevaba y soportaba lo universal y se definía como típico portador de valores universales: era el Hombre.

El mundo estaba catalogado y explicado hasta el mínimo detalle. No cabía en él ni un remoto espacio angular y disimulado de libertad. Las categorías universales ordenaban y, a la vez, eliminaban, la multiplicidad de la vida. El polo opuesto al gran estilo clásico, el nihilismo, ha invertido las categorías, con los resultados ya vistos.

Magris medita acerca de una tercera vía: examinar la historia como una genealogía, a la manera de Nietzsche y, si se quiere, de su inopinado antecesor Marx y su no menos inopinado seguidor Freud. Hacer la genealogía es contar una historia simbólica, viendo que todo proviene y deviene, y que las cosas son en contra de lo que parecen. Entonces el sentido ni es único ni juega impuesto como dirección de la historia que, a la vez, la explica y la legitima.

El sentido es como el Danubio, un curso lleno de curvas, que avanza tanto como vuelve sobre sí, siempre distinto y el mismo: un sentido plural, coral, una suerte de curso que, al tocar distintas regiones culturales, se vuelve discurso.

Imagen superior: Claudio Magris (imagen de la muestra «La Trieste de Magris», CCCB)

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")