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Crítica: «Última noche en el Soho» (Edgar Wright, 2021)

Cuando Edgar Wright nos presenta Última noche en el Soho, uno siente que sus propósitos se dividen en dos frentes. Como ahora verán, el que me interesa tiene que ver con el continente más que con el contenido.

Wright nació para dirigir musicales, y en esta oportunidad, eso se plasma en suntuosas secuencias que fluyen al ritmo de viejos temas de los 60. El punch emocional de esos momentos, cargados de sofisticación, se debe al modo en que la cámara flota y, eventualmente, baila en torno a los personajes. Al contrario que otros cineastas de su generación, más pendientes de los diálogos, parece que Wright está encantado de mostrarnos su creatividad con los auriculares puestos y el volumen a tope. Si me apuran, uno podría disfrutar de esta película enmudeciendo a los actores y desentendiéndose del argumento.

El elenco, dicho sea de paso, logra un desempeño sensacional, tanto en el caso de los intérpretes más jóvenes (Thomasin McKenzie, Anya Taylor-Joy y Matt Smith) como en el de los veteranos (Terence Stamp, Rita Tushingham y Diana Rigg).

La historia que nos cuenta el film podría figurar en antiguas teleseries como La casa del terror o La hora macabra. Poco más o menos, los ingredientes son tres: paranoia, fantasmas y una proyección astral que lleva a la protagonista desde la actualidad a los años sesenta. No se trata de un viaje en el tiempo, sino de un proceso entre psicótico y sobrenatural, que a ratos parece una reencarnación y en otros momentos un espejismo enloquecedor.

El último giro ‒no permitan que nadie se lo cuente antes de ver la película‒ sorprenderá a algunos y decepcionará a otros. Entiendo que la idea central del guión parte de esa frase tan conocida de Sartre, «El infierno son los otros». Sin embargo, lo que me desconcierta es la insensatez con la que se viene a justificar a quien, digámoslo así, es responsable de la sangre vertida en la película.

Todo aquello que me atrae estéticamente de Última noche en el Soho ‒en realidad, una actualización del giallo italiano‒, choca con la decepción que me produce su planteamiento psicológico. ¿En serio le parece a Wright coherente el modo en que se encadena el desenlace?

Entiendo que la idea es que los espectadores seamos un peón más en ese delirio, pero creo que se le ven demasiado las costuras, y sobre todo, las concesiones a ciertos estereotipos contemporáneos. En particular cuando uno advierte que el director también homenajea a otro subgénero bastante sórdido, cultivado en su día por Wes Craven o Meir Zarchi (no lo mencionaré aquí para no desentrañar el engranaje del film).

En resumen, Última noche en el Soho es un producto muy bien coreografiado, cuyos aciertos artísticos compensan, principalmente en su primer tramo, un guión muy tramposo y menos inspirado de lo que parece.

Sinopsis

Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿lo haría? O mejor dicho, ¿debería hacerlo?.

Dicen que el pasado es otro país. Un país con las fronteras cerradas. Pero ¿y si no fuera del todo verdad? ¿Qué pasaría si realmente se pudiera entrar en otro tiempo con su torbellino de sensaciones? Esto es exactamente lo que le ocurre a Eloise (Thomasin McKenzie) en el nuevo thriller psicológico de Edgar Wright. La joven acaba de llegar a la gran metrópoli para seguir con sus estudios de moda, pero está obsesionada con el pasado, desearía haber vivido en un tiempo que ya no existe y haber podido experimentar los años sesenta londinenses en toda su gloria. Sin embargo, puede que las insólitas dotes psíquicas de Eloise le ofrezcan una oportunidad bastante más literal de lo esperado.

Al mudarse a la triste residencia universitaria, se siente intimidada por Jocasta (Synnøve Karlsen), su brillante compañera de habitación, y sus descarados amigos. A pesar de los intentos de otro compañero, John (Michael Ajao), para animarla, Eloise no aguanta las interminables fiestas y alquila una habitación en el último piso de una vieja casa propiedad de Ms. Collins (Diana Rigg). Y allí, sin adaptarse del todo, aunque llena de esperanza, Eloise empieza a caer en el sueño de los sesenta.

Pero ¿son sus visiones nocturnas meros sueños? Eloise descubre que habita la vida de Sandie (Anya Taylor-Joy), una aspirante a estrella de los sesenta que se abre camino en el Café de Paris. Sandie canta, baila, actúa, quiere ser famosa y está decidida a que no se la olvide. Sus sueños parecen hacerse realidad cuando conoce al encantador Jack (Matt Smith), un agente que podría presentarle a las personas adecuadas para que su carrera despegue. Eloise la acompaña en una embriagadora aventura en la que se mezclan el primer amor, las luces más brillantes y el mayor sueño.

Eloise no tarda en adoptar a Sandie como modelo y guía; se tiñe el pelo para parecerse más a su heroína y pasa el día esperando el momento en que podrá volver a reunirse con ella en sus sueños. Pero cuando la vida de Sandie se adentra hacia senderos oscuros, parece que Eloise va a seguirla. Los sueños de los sesenta ya no están llenos de luz. Las sombras invaden la vida diurna de Eloise, que lleva el peso de los problemas de Sandie. ¿Se puede cambiar el pasado y salvar a Sandie? ¿Podrá Eloise resolver un misterio de hace décadas antes de que ella también esté en peligro?

«Adoro Londres y adoro los años sesenta”, dice Wright. “Pero tengo una relación de amor-odio con la ciudad. Puede ser brutal y maravillosa a la vez. Siempre cambia, la gentrificación y la arquitectura cambian el paisaje lentamente. Si tenemos esto en cuenta, es muy fácil hacerse una idea romántica de décadas anteriores, incluso si no se vivió en ellas. Es perdonable creer que volver en el tiempo a los alocados sesenta sería fantástico. Pero personalmente, me entra una duda. ¿De verdad lo sería? Sobre todo desde el punto de vista de una mujer. A veces, cuando se habla con alguien que vivió los sesenta, cuenta historias demenciales, pero siempre tengo la sensación de que no lo cuenta todo. Y basta con preguntar para que diga que también fueron años duros. De eso va la película, de preguntar qué hay detrás de los cristales color de rosa y por qué se descubre con tanta rapidez el reverso de la moneda”.
El cineasta añade que entre el trabajo y salir, habrá pasado más tiempo en el Soho que en su casa en las últimas décadas. La zona, situada en el centro de Londres, con una superficie de menos de 1,5 kilómetros cuadrados, siempre ha estado llena de bares, clubes, teatros y cines, y desde hace unos 30 años es el corazón de la industria cinematográfica británica. Los londinenses suelen ir a tomar copas allí, sobre todo los trabajadores creativos. Pero cuando se regresa a casa después de una noche con amigos, o incluso volviendo del trabajo, es imposible ignorar que el Soho también alberga otro tipo de actividades. Siempre ha sido el antro del pecado, con sus clubes de strip-tease, burdeles y extraños personajes escondidos entre las sombras. Y esa es la emoción que proporciona el Soho. Por un lado es el corazón de la centelleante industria del espectáculo y por otro, el infame barrio donde florecen la prostitución, los chulos y cualquier vicio imaginable.

Edgar Wright quería ofrecer otro punto de vista, cambiar el conocido lugar común, y para conseguirlo usó la explotación sexual como telón de fondo. Siempre pensó que la acción transcurriría en el Soho, con su curiosa mezcla de empresas respetables y antros de perdición que dan al lugar una atmósfera inquietante. “La sombra de los sesenta es muy alargada en todo Londres, pero aún más en el Soho”, dice. “El Soho siempre ha sido el escaparate del glamur y del espectáculo, además de un lugar de perversión. No solo está impregnado de música y de cine, también de historia delictiva. He paseado incontables veces por el Soho de noche, y me ha dado tiempo a pensar en lo que era antes ese o aquel edificio. Se oyen los ecos del pasado, y no están tan lejos como pueda parecer”.

La idea se le ocurrió a Edgar Wright hace más de diez años, pero se limitó a escribir un tratamiento sin proponerse rodarla inmediatamente.

Wright habló con Lucy Pardee, ganadora de un BAFTA en 2019 por su trabajo en Rocks, para que le ayudara a documentarse sobre diversos elementos de la historia. Entrevistó a un sinfín de personas que habían trabajado o vivido en el Soho en los sesenta. Reunió una enorme documentación que incluía el funcionamiento de la industria del sexo (de entonces y de ahora) en el centro de Londres, la opinión de los policías que patrullan la zona actualmente y el comportamiento de los estudiantes de moda, como la protagonista. También investigó el tema de las pesadillas y la parálisis del sueño, así como los encuentros paranormales, los sueños lúcidos y otros elementos que, con el tiempo, tuvieron cabida en el guion. A medida que Edgar Wright recibía esta información, a la que se deben añadir sus amplios conocimientos del cine y la música de la época, la historia empezó a cobrar formar.

Edgar Wright se sentía atraído por la idea de realizar un thriller en los años sesenta, con todos los elementos de terror y suspense de la época, pero quería contar la historia en un estilo mucho más contemporáneo. No se trataba solo de glorificar el pasado ni tampoco de esconder la realidad del sexismo y de la sordidez de los sesenta. Incorporar una protagonista actual a una historia que transcurre en los sesenta, daría otra visión del pasado y evitaría la típica nostalgia.

Pasó un año antes de que Edgar Wright llamara a Krysty Wilson-Cairns para pedirle que coescribiera el guion con él. Estaba a punto de empezar la preproducción de 1917 con Sam Mendes, la película por la que fue nominada al Oscar al Mejor Guion. En las seis semanas antes de irse, la guionista y el director alquilaron un despacho, plasmaron la historia en fichas que pegaron a la pared y escribieron la primera versión, que fueron refinando y perfeccionando en los meses siguientes.

La diseñadora de vestuario Odile Dicks-Mireaux estaba familiarizada con la moda de los sesenta después de haberse ocupado de An Education, por la que había sido nominada al BAFTA al Mejor Vestuario. Sin embargo, el paralelismo temporal de Última noche en el Soho ofrecía un nuevo reto y, en su opinión, un mayor atractivo, como ocurría con los decorados.

Algunas de las principales referencias de la diseñadora fueron Brigitte Bardot, Cilla Black, Julie Christie y Petula Clark, además de documentarse en profundidad, ver películas, estudiar la bobina de imágenes de Edgar Wright y hablar con alumnos de la Escuela de la Moda para entender su enfoque.

Camilla Stephenson empezó a buscar decorados unos días después de la Navidad de 2018 con la idea de rodar en mayo, lo que representaba un tiempo de preparación más largo de lo habitual. El guion especificaba varios decorados en concreto porque los recorridos eran reales e iban desde el punto A al punto B. Se puso en contacto con el Westminster Council (Consejo de Westminster), habló con los comerciantes y recorrió el Soho a primera hora de la mañana, a partir de las 5:30, con Edgar Wright y el equipo.

“Hay muchas cosas que no han cambiado desde los sesenta”, dice la directora de localizaciones. “Las calles siguen estando en el mismo sitio, desde luego. Hay bares y clubes nuevos, pero otras cosas en el Soho siguen exactamente igual. Es un poco como un pueblo independiente en medio de la capital”. Aun así, cada decorado debía recrear con exactitud lo que había sido a mediados de los sesenta, basándose en una precisa documentación. Esto debía hacerse en cuestión de horas para que la vida normal del Soho siguiera su curso diario cada mañana después de rodar de noche. También había que encontrar aparcamiento para los enormes camiones de producción. “Cuando empezamos a redecorar la calle Bateman, se acercó mucha gente para contarnos cómo eran las tiendas en los sesenta”, recuerda Marcus Rowland. “Intentamos añadir elementos típicos de entonces. Al principio, los sesenta son más bien un mundo de fantasía en la mente de Eloise, pero a medida que avanza la historia se convierte en un mundo más apetecible que el ambiente universitario en el que se mueve”.

Para conseguirlo, se centraron en unas cuantas escenas importantes en las que se establecería el glamur y energía de la experiencia retroactiva de Eloise. Fue imposible rodar la auténtica entrada del Café de Paris por razones de logística. Se recreó en un cine de Haymarket, donde hubo que cortar una transitada calle. Se colocó un enorme cartel de la película Operación Trueno, de James Bond, en la marquesina (unos cuantos forofos intentaron comprar entradas) y durante una corta noche de verano, el equipo rodó el primer contacto de Eloise con el mundo de los sesenta.

“Había coches de época y autobuses pasando por la calle”, recuerda Thomasin McKenzie. “El enorme cartel de la película era asombroso, pero también era aterrador porque veía los vehículos venir hacia mí y debía confiar en que no se me llevarían por delante. Fue alucinante ver la transformación de Londres. Las personas que pasaron por esa calle debieron pensar que habían cruzado un portal temporal o algo así”.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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