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Rodrigo Cortés: «Sentí que hacía falta invocar al espíritu de Billy Wilder»

«El arte del teatro ‒escribe David Mamet‒ es acción. Es el estudio del compromiso. La palabra es un acto. Decir la palabra de manera tal que sea oída y comprendida por todos los presentes es un compromiso».

Ahora imagínense las dimensiones de ese compromiso en un lúgubre teatro del gueto de Varsovia, en enero de 1942. Piensen en la ansiedad de esos actores, pendientes de escenificar su obra ‒una pieza que escribió Jerzy Jurandot‒ mientras los nazis planificaban el exterminio de su comunidad.

Con esos ingredientes ‒los actores, su representación y un público que necesitaba evadirse del horror‒, Rodrigo Cortés ha completado una película que es un prodigio técnico y una cascada de emociones: El amor en su lugar.

«La comedia musical Miłość szuka mieszkania (literalmente, El amor busca apartamento) ‒escribe el director‒ se representó por primera vez en el Teatro Femina del gueto de Varsovia el 16 de enero de 1942, después de más de un año de encierro. Jerzy Jurandot, un dramaturgo y compositor polaco-judío, escribió la obra. Las condiciones dentro del teatro eran tan sombrías como en el resto del gueto: el escenario estaba iluminado por lámparas de carburo y trataron de combatir el frío con calentadores de hierro que produjo más humo que calor. Los actores a menudo tenían que trabajar con fiebres. Los espectadores que acudían al Femina, desde intelectuales y miembros del Consejo Judío a los enfermos y mendigos, se reían y durante un par de horas sentían que valía la pena vivir la vida. El amor en su lugar cuenta la historia de un grupo de actores judíos que, en una congelada noche de invierno, representan la obra de Jerzy Jurandot mientras su existencia es sacudida por una cuestión de vida o muerte».

Rodrigo Cortés sabe cómo contar esta historia de forma que cada plano cumpla su función. Y además, como pude comprobar durante la siguiente entrevista, siempre consigue un punto de apoyo para escalar la montaña más alta.

Viendo tu película, me acordé de algo que oí a propósito de una historiadora, Doris Kearns Goodwin, que colaboró con Spielberg en Lincoln. Ella decía que a la hora de escribir historia ‒y me da la sensación de que al escribir ficción histórica pasa lo mismo‒, uno está condicionado por algo tremendo: conoce el desenlace. Y eso acaba impregnando toda la narrativa. Yo me pregunto si en una película como esta, donde la incertidumbre juega un papel tan esencial, te ha condicionado el hecho de saber perfectamente lo que va a ocurrir en el gueto de Varsovia.

Creo que la clave es concentrarte en la historia con minúscula en lugar de en la historia con mayúsculas. Porque la historia con mayúsculas ya está. La conoces. Resuena dentro de cada uno. Lo tiñe todo y lo abarca todo. Pero creo que tu responsabilidad como narrador no es subirte a una banqueta y empezar a dar lecciones a nadie ‒lecciones que nadie te ha pedido‒, sino concentrarte en la peripecia de tus personajes y en sus contradicciones y ambivalencias.

Cuando trabajas con actores, al final siempre es lo mismo: tratar de entender que quieren dos cosas contradictorias a la vez, y a veces incluso quieren querer una tercera, o querrían querer una tercera que no son capaces de querer. Cuando te concentras en eso, todo lo demás funciona.

Creo que funciona mucho más si te concentras en que estás haciendo una película de actores que si te concentras en que estás haciendo la película de judíos, precisamente porque toda esa textura ya está, ya lo tiñe todo. En este caso, haces una película de teatro: de gente que lo que quiere por encima de todo es hacer lo que está haciendo… Acabar, acabar, hacer la función… Aunque se vaya a la luz, sacas velas, pero haces la función. Aunque tengas cuarenta y dos grados de fiebre, haces la función y luego te metes en una manta a sudar. De ese modo, vas a hacer algo con un alcance mucho mayor y más rotundo que si te centras en que tenga lecturas alegóricas o simbólicas, porque las lecturas surgen por sí solas.

La lectura del arte abriéndose paso en cualquier circunstancia surge por sí sola. La de que, por muy densas que sean las tinieblas, siempre hay una luz temblorosa en alguna parte que pugna por no extinguirse surge por sí sola. Y cuando el contexto, efectivamente, es uno de los momentos de tinieblas más cerrados y más densos de la historia, no tienes nada que añadir al respecto, porque lo sabemos todos.

David Safier, con quien has trabajado a la hora de desarrollar el proyecto, es un escritor conocido en España fundamentalmente por sus novelas humorísticas. Safier también escribió una novela juvenil, 28 días, que trataba precisamente sobre el gueto de Varsovia. Durante el proceso de documentación, descubrió la obra de teatro de Jerzy Jurandot que también es esencial en la película, porque aparece como eje de todo el drama. Al presentar 28 días, Safier decía algo que me parece muy interesante. El mensaje que quiso transmitir es doble. Por un lado, deseaba subrayar que las víctimas del gueto resistieron, y por otro, preguntar al lector qué tipo de persona quiere ser. Yo he sentido lo mismo viendo la película.

Como siempre que se plantea un dilema, ¿no? Es inevitable… Trabajando para 28 días, descubrió la existencia de El amor busca apartamento, la obra de Jerzy Jurandot, y efectivamente, su primer borrador tenía esa vocación juvenil, por decirlo así, y televisiva en cierto sentido. Porque él es un guionista principalmente televisivo. Y sentí que hacía falta invocar al espíritu de Billy Wilder y llevarlo a zonas contradictorias y ambivalentes, y buscar ese fatalismo, por un lado cínico, y por otro lado, inevitablemente divertido. Pero también con ese espíritu romántico que, de forma no confesa, adorna siempre a Billy Wilder, que era un gran romántico. Descreía de la humanidad y tenía muy poca fe en ella, y solo creía en el amor.

Y del mismo modo que en Buried encendí las velas a Hitchcock, las velas de El amor en su lugar traté de encendérselas a Wilder. Con ese corazón clásico, de Lubitsch y Wilder, pero también con esa formulación formal muy contemporánea, muy física y muy rugosa.

Creo que cuando hay un dilema, efectivamente, te obliga a cuestionarte constantemente qué harías tú. Lo que no puedes hacer es juzgarlo, porque estás hablando de personajes que quieren vivir media hora más. ¿Y quién eres tú para decirle a nadie qué debe hacer y qué debería hacer? Claro, ahí caben los actos más heroicos y los más miserables. En el gueto, la delación era constante, al igual que el colaboracionismo. Era una sociedad hacinada pero muy compleja, con ricos que podían vivir muy bien del contrabando y tener incluso acceso a carne, y con pobres que morían sin que le importara a nadie, ni siquiera ahí dentro, y cuyos cadáveres se retiraban un par de veces en carros de madera.

Y cuando hablas de gente que quiere vivir otra media hora, las emociones no son limpias nunca. Son necesariamente ambivalentes, y por eso puedes sospechar de todo y de todos, por mucho que conozcas el desenlace final. Porque lo que importa en la película no es el desenlace final, sino el de esta noche.

Hay un detalle que me parece admirable en la película y es que, por un lado, es tremendamente realista, y por otro lado, tremendamente apasionada. Digo esto porque generalmente, en literatura sobre todo, se suele decir que cuando tú entras en una obra de la escuela realista, te tienes que fijar en la precisión, en los detalles, y olvidarte del idealismo. Y en este caso, El amor en su lugar es un trabajo de inmersión. Consigues que el espectador entre de lleno en una época, pero por otro lado, es una película con un corazón enorme… y muy idealista. ¿Has tenido algún problema a la hora de conciliar esas dos almas, o ha surgido de forma fluida?

Casi todo surge de forma fluida porque no reflexionas demasiado en ello, o simplemente, porque desde el principio crees entender cuáles son los elementos con los que vas a trabajar y que te van a dar problemas. Y uno de ellos es, efectivamente, el del tono. Por muchas razones. Para empezar, porque los actores tienen que cambiar de registro interpretativo constantemente. Otra razón es porque tienes que manejar el punto de vista con un circo de tres pistas. Porque una cosa es lo que ve el espectador y otra lo que sucede de verdad en escena. En particular, cuando acercas la cámara a un lugar privilegiado y ves que los actores, aunque estén diciendo las líneas, se están comunicando cosas. Y otra lo que sucede en cuanto cae el telón, están entre cajas y se borran esas sonrisas.

Por otro lado, tratas de abordar las cosas con mucha pasión, pero me esforcé mucho por no caer en el sentimentalismo, en el que no creo. Creo que el cineasta inevitablemente va a guiar la mirada, pero idealmente no la opinión. Eso es otra cosa. Vas a mostrar cosas generalmente ambivalentes, y vas a dejar que el público viaje, y que tenga distintas opiniones de lo que está viendo. La propia Stefcia [el personaje principal, encarnado por Clara Rugaard] es una tormenta emocional que trata de digerir la información que va recibiendo, y que se comporta de formas muy distintas: egoísta, caprichosa, entregada… Es una locura para ella lo que tiene que tratar de digerir y tiene que tratar de arreglar, y por eso se concilian todos esos mundos.

Del mismo modo, la película no es un musical, pero hay que crear un musical para poder hacer una película realista de unos actores que están interpretando un musical. Así que primero tienes que crear el lenguaje interno del actor que llega a la última fila y que canta y que baila maravillosamente, pero el lenguaje musical es otra cosa. Un musical puro afecta al lenguaje de cámara, al tono narrativo, al realismo. En este caso, tienes que crear esa isla para poder construir en torno a ella la otra película.

Es verdad que estás manejando muchas pelotas a la vez, pero también hay una parte que es intuitiva, narradora y a la que te acoges con confianza. Muchas veces los actores no saben exactamente lo que está pasando, porque repites la toma de forma distinta cuando pones la cámara lejos, para el público, y cuando la subes arriba. Y les pides que hagan exactamente los mismos textos, pero con intenciones interpretativas completamente diferentes. Y no entienden muy bien por qué es, pero confían ciegamente, y finalmente el puzle funciona.

Ese juego de cajas chinas me ha interesado especialmente. Por un lado, el trabajo que has hecho con Víctor Reyes a la hora de crear el musical. Por otro lado, la labor de introducir ese musical en otra caja, que introduces a su vez en un territorio histórico… Voy al tema del musical y en lo que vendría a ser el teatro dentro del teatro… Tú has citado entre las referencias ¡Qué ruina de función! (Noises Off), de Bogdanovich. Antes de ver tu película, yo estaba pensando en Abajo el telón (Cradle Will Rock), de Tim Robbins… Pero después de verla, y de una forma muy paradójica, salí pensando en Kiss Me Kate, de George Sidney, precisamente por el ritmo. ¿Eras consciente cuando la hacías de que, en el fondo, esta era una película frenética y chispeante, dentro de un territorio que, por supuesto, es dramático y trágico?

No solo era consciente, sino que lo que de verdad me sorprende es que se esté percibiendo. Y lo estoy recibiendo con mucho alivio, y con mucha alegría. Preparé una lista de películas para los actores, para que las vieran. Eso me iba a dar herramientas para hablar con ellos después. Una, desde luego, es Ser o no ser, de Lubitsch, en la que curiosamente nunca se menciona el gueto. Sucede en un teatro de la Varsovia ocupada, pero fuera del muro. Pero también Uno, dos, tres, de Wilder, por ejemplo. Y les pedí ver Uno, dos, tres precisamente por el ritmo. Era un código. En un momento dado, cuando estábamos ensayando, si algo no funcionaba, les gritaba «Uno, dos, tres», que es como «Recordad: ni un hueco. Tiene que ser un ritmo perfecto. Os tenéis que solapar constantemente».

También les pedí que vieran Berlín Occidente, que se supone que es un título menor de Wilder, pero que me entusiasma y que tiene ese cinismo maravilloso de Marlene Dietrich diciendo que vive «a tres ruinas de aquí», por ejemplo. No se puede decir nada más desolador y más divertido con menos palabras.

Les pedí ver Cradle Will Rock, que has mencionado. Vania en la calle 42, de Louis Malle, para llegar también a esa esencia del actor. Noises Off, de Bogdanovich, para que entendieran las cosas vistas desde un lado y desde otro. Aunque aquello era pura comedia, iban a llegar a según qué sitios. Cabaret… Pero también les pedí ver, por ejemplo, Black Swan, para que entendieran que aunque la película iba a tener un corazón muy clásico, con un espíritu muy wilderiano, y muy del cine de Lubitsch, eso formalmente se iba a abrazar con una complejidad muy contemporánea, muy rugosa y muy física. Porque entre otras cosas, la película debía ser una experiencia física y sensorial. Una película por la que el espectador tenga que pasar, y que pase también por encima del espectador, y que lo deje emocionado ‒idealmente‒ y también exhausto.

Las películas que yo creo que nos gustan tienen que ver con algo tan sencillo como gente ordinaria haciendo cosas extraordinarias. Y en este caso, los personajes hacen cosas extraordinarias por amor. Pero no solo por amor a la persona a la que aman, sino por amor a su profesión. Me ha parecido una combinación muy poderosa. ¿Fue eso lo que te atrajo en primer término?

Fue una de las cosas… Todo es un juego de contradicciones y de paradojas constantes, y eso me interesaba mucho. Había una parte de desafío que pensaba que le habría gustado mucho a Orson Welles, porque había una parte de arquitectura cinematográfica compleja, pero también de amor puro por la escena, que es obviamente su terreno, y que te permite además abordar la maldición y la bendición del actor de teatro, que hace lo que sea por acabar la obra. Y eso tiene algo hermosísimo, y a la vez tiene algo terrible, y es una maldición. Porque además, el actor hace lo que sea por un aplauso. Se alimenta del aplauso, y eso tiene una cosa muy bonita y tiene una cosa horrible, que es vanidosa y que es egoísta.

Lo mismo sucede con el amor. ¿Amar o ser amado? Para empezar uno de los personajes ya dice «No es algo que se pueda elegir, así que no te preocupes más de la cuenta». Pero ese dilema es especialmente importante en un mundo en el que la gente quiere vivir otra media hora, y en el que puede ser más importante estar protegido que querer.

Por otro lado, se aborda en qué consiste el verdadero amor, que siempre pone primero al otro. Siempre es desinteresado y siempre, por lo tanto, es un camino de renuncia y sacrificio. Entonces, al final preguntarle a alguien si está dispuesto a amar es preguntarle a qué está dispuesto a renunciar.

El desafío técnico me parece abrumador en esta película. Sin embargo, logras que el espectador no lo note. Consigues, como decía antes, que uno esté dentro de la historia y que conviva con los personajes. Ese trabajo previo al rodaje, de planificación y de desarrollo, ¿ha sido tan arduo como parece? ¿O quizá luego surgieron las cosas de forma más natural?

Casi siempre es una combinación, pero la película estaba totalmente planificada. Mi guion personal estaba lleno de notas, con diferentes colores sobre cómo debía ser abordado narrativamente. Al final, llegó un momento en el que todo el mundo pedía ese guion para hacer fotocopias en color y poder usarlo como guía.

A la vez, tienes que estar abierto a nutrirte de lo que Orson Welles llamaba los divinos accidentes, y no solo eso, sino a enriquecer a veces el plano. En ocasiones, hacíamos algo, y de repente, en la pausa de bocadillo, me quedaba dándole vueltas y pensaba: «Creo que podemos llevarlo más lejos». Y me encontraba con un equipo dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir que eso fuese posible. Pero efectivamente eso debe ser invisible para el espectador. Tú tienes que tomar decisiones para que le afecte físicamente la película, pero no las puede percibir. Tiene que salir de allí preguntándose por qué ha sentido que ha estado en escena, o por qué ha sentido que se le ha empujado a otro sitio. Del mismo modo, el equipo está haciendo un puzle fragmentario, que no puede entender del todo, porque eso es lo natural. Pero en el momento que lo reconstituyes y generas el puzle, las piezas tienen que ser invisibles. Todo tiene que parecer inevitable… salvo que nada lo es.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.